Bruti se
encasquetó su tan preciado blazer azul y se dirigió a la puerta. Su esposa, ocupada
en lavar la vajilla, lo atajó.
¿Otra vez
te vas a largar con tus amigotes?, las manos de la mujer goteaban agua sucia y espuma deslucida.
Oe, y a ti
qué chucha te importa, ah, ladró Bruti sin dignarse a mirarla. Él era más alto
que ella por varias cabezas.
Baja la
voz, oye; el bebe está durmiendo, farfulló la mujer, los pelos largos, las puntas de
sus cabellos abiertas como tridentes.
Bruti,
negro alto, corpulento, el cabello enrulado y pegadísimo al cráneo, se abrió
paso hacia la puerta. No me esperes despierta. Voy a regresar mañana,
dijo.
***
Era un
restaurante especializado en parrillas. Bruti le dio la mano a Cinthio Valente,
conocido periodista deportivo que había perdido su principal fuente de ingresos
económicos por culpa de un altercado en el que no supo mantener la cabeza fría.
Ambos
intercambiaron un saludo distante.
¿No llega?, preguntó
Bruti.
No, dijo Cinthio
y volvió a enterrar la cara en su celular.
¿Por qué no
entras?, dijo Bruti.
Intenté,
pero me sacaron, masculló Cinthio. Fuera de cámaras, su fallida
vocalización también era flagrante. Solo dejan entrar a gente de plata,
agregó secamente, sin levantar la cabeza del celular.
Aún no se
sentía el calorcito que los noticieros anunciaban sería fuerte en veinte o
treinta días más. El viento que barría las calles de ese elegante distrito
limeño se coló por los resquicios del elegante blazer de Bruti. El grueso del
dinero que percibía por dictar clases en las instituciones educativas que lo
contrataban se convertía en perfumes caros, ropa de marca y alguna que otra
veneca. El vientecillo juguetón le provocó a Bruti un cosquilleo gélido.
Pensó: Este
huevón de Cinthio es un cojudazo. A ver, que me saquen a mí del restaurante,
conchasumadre.
Se ajustó
fuertemente el blazer, miró su reflejo en los vidrios de la puerta y se aprestó
a entrar, decidido a parar de cabeza a quien se atreviera a retirarlo del
lugar. En eso, se oyó un silbido que alebrestó el ambiente.
***
Acá no
entra cualquier huevón, chamo, dijo Guillermo, delgado y guapo ciudadano
venezolano. Enfrente de él, Cinthio y Bruti devoraban unas piezas de carne término
medio. Rodeando a los platos; papas fritas y cocacolas gigantes heladas. Bruti
pensó: Esta huevada está más rica que el bufo de mi Chincha querida.
Miren,
mamahuevos, yo los he citado aquí, primero porque los sigo, dijo el
venezolano; como dicen ustedes, soy su hincha, pues. Me gustan las mentadas
de madre que se lanzan en sus programas. Él no comía nada; se dedicaba a
sorber de una botella de cerveza de cuando en vez y a mirar a los dos
especímenes que tenía delante de sus gafas oscuras. Aunque últimamente tu
programa es una ladilla, señaló a Cinthio, quien procuraba llenarse la boca
de carne, papas y gaseosas al mismo tiempo. Cinthio levantó la mirada,
extrañado. ¿Qué chucha será ladilla?, pareció pensar. ¿Lo dices
porque es muy picante mi programa?, dijo, el hocico inflado de comida
masticada.
No,
mamahuevos, refutó Guillermo, lo digo porque tu programa es recontra
aburrido. Ninguno de los carajos que tienes ahí me da show. Creen que están
trabajando en un programa serio y lanzan opiniones que pondrían a dormir a una
sarta de burros pingones. Cinthio se tragó esa crítica con una bocanada
gigante de cocacola helada.
Pero, Bruti,
tu programa sí que me hace reír, chamo, aplaudió el venezolano. Gozo un puyero cuando te
arrechas, chamo.
Yo no me
arrecho, amigo. Yo me molesto con los faltosos, aclaró Bruti.
La carne había estado deliciosa. Nunca había probado algo similar. Se recordó
hacerse una fotito al salir del lugar. Sus seguidores tenían que enterarse de
que él era asiduo visitador de establecimientos como ese en aquel distrito
aristocrático de la ciudad.
A eso me
refiero, chamo, dijo Guillermo. Tomó un sorbo de cerveza y,
mirándolos, dijo: Los he citado aquí para proponerles un negocio.
***
¿Acá vamos
a cerrar el trato?, inquirió Valente al ver que el venezolano los había
conducido al jirón Peñaloza, calle infestada de prostitutas transexuales.
Claro, ¿cuál
es el problema de cerrar el negocio aquí con unas cervecitas y bien acompañados
por tres de mis mejores muchachas?, dijo el venezolano, acabando de aspirar una línea de
cocaína.
Acá me conoce mucha gente. No me voy a
bajar de tu auto. Si me ven caminando por aquí, me van a joder de por vida. La
noticia llegará a oídos de mi esposa y me voy a ver con botafogo, argumentó
Valente. Estás seguro de que estas lunas son polarizadas, ¿no? Porque yo, de
aquí, veo clarito a toda la gente. Mira, dijo, señalando a tres transexuales
churriguerescamente ataviadas que salían del hotel Malkamasi. Desde aquí
veo clarito a esos cabros.
¿De verdad eres
bruto, chamo? Pensé que era broma eso de que eras el rey de los brutos, dijo
Guillermo, cagándose de la risa. Claro que las ves, pues, pero ellas a ti
no. De eso se trata este coroto de las lunas polarizadas.
Bruti
miraba con intensidad las caderas descomunales de los transexuales.
¿Qué miras,
profe?, dijo Cinthio, risueñamente desconcertado. Pensé que te gustaban las
hembras y, más específicamente, las periodistas deportivas blanconas.
Guillermo celebró la ocurrencia de Cinthio, quien, a causa de la penumbra del
auto, se asemejaba más a un sapo que a una persona.
¿Qué? ¿No
son mujeres?, se hizo el cojudo Bruti. Luego, los nervios, como
siempre que se apoderaban de él, le provocaron un frenético parpadeo. Se
están acercando para acá, Guillermo, balbuceó.
Claro,
pues, chamo. Esas son las amiguitas de las que les hablaba. Con ellas vamos a
celebrar el inicio de nuestro proyecto, dijo el venezolano y abrió la puerta posterior izquierda
del auto presionando un botón en el tablero electrónico.
Las
transexuales entraron raudas al auto. Bruti tuvo que arrimarse contra la puerta
posterior derecha. No se le notaba indignado; por el contrario, parecía
dispuesto a dejarse llevar por lo que dictaminase o resolviera el venezolano.
Quien sí brincó en su sitio fue Valente. No, no, yo me bajo, dijo. Palpó
la puerta de su lado y no halló algún botón o palanca que lo liberase del auto.
¿Cómo se sale de esta huevada?, acezó el periodista.
Cinthio;
tranquilo, Cinthio, dijo Bruti. No va a pasar nada, lo calmó.
Tenía ya una de sus largas manos sobre los muslos de la transexual que le
quedaba más cerca.
Guillermo,
divertidísimo con la situación, presionó otro botón en el tablero electrónico
del auto y liberó a Cinthio, quien corrió y corrió sin detenerse ante los
semáforos del jirón Zepita. Corrió con la cabeza gacha para evitar que sus
seguidores lo identificaran en aquel lugar relacionado con el comercio
transexual.
Profe,
abróchese su cinturón. Hoy usted va a cantar en la zona, dijo
Guillermo, acomodándose las gafas oscuras y encendiendo su potente bólido.
Bruti, de ocupación docente, maestro,
profesor, no respondió nada. Guillermo lo espió por el espejo retrovisor y dio
su visto bueno: el profe había empezado a conocer mejor a sus amiguitas.