Las personas débiles se vengan.
Las fuertes perdonan.
Las personas inteligentes ignoran.
Albert Einstein
Dios está
de su parte: le acaba de poner en el camino al cabro de mierda ese.
No puede
ser otro que tú, conchatumadre, se dice Gonzalo mientras avanza en dirección al tipo
que planea liquidar con un par de puñetazos y un certero puntapié en el
estómago. Para dejarlo sin aire, maquina.
Se detiene
en medio de su apurado andar porque el tipo a quien va a contrasuelear, de
pronto, está conversando con un policía. Parece solicitarle alguna orientación.
El oficial hace unos movimientos con el brazo. El tipo parece satisfecho. Se
despide del oficial dándole la mano; luego, se aleja algo apurado. Cuando
Gonzalo retoma su andar para interceptar al tipo y molerlo a puñete limpio,
este entra en un restaurante de comida china.
Putamadre, se lamenta
Gonzalo. ¿Y ahora?
Cavila: ¿Entra
al restaurante o lo espera afuera?
El plato
favorito de Gonzalo es el tallarín saltado con arroz chaufa. Se le abre el
apetito. Mejor entro y me camuflo en una mesa cercana, piensa. No
vaya a ser que se me escape este cabro sin que yo me dé cuenta. Entra.
Gonzalo es
un negro sin plata, pero de buen vestir: camisa clara, pantalón oscuro, zapatos
limpios. Como ha nacido en el Perú, la gente, al mirarlo, lo toma por
guardaespaldas de algún hombre blanco adinerado.
Toma
asiento en una esquina del recinto, procurando distanciarse todo lo posible del
conchasumadre a quien va a ajustarle serias cuentas.
Un mozo se
le acerca con mala cara. Aquí uno tiene que preguntar si hay asiento antes
de ingresar, dice secamente cuando se planta ante sus zapatos viejos,
aunque prolijamente lustrados. Gonzalo calza cuarenta y cinco.
Pero yo ahorita
acabo de ver que un pata ha entrado y no se ha registrado ni nada. Gonzalo
busca con la mirada al conchasumadre que se bajó sus dos primeros canales de
YouTube. Ese huevón, dice Gonzalo, señalándolo; ese huevón acaba de
entrar y usted no le dijo nada.
Señor, acá nos
reservamos el derecho de admisión, retruca el mozo sin molestarse en seguir la
dirección apuntada por el tiznado índice derecho de Gonzalo.
No me diga.
¿Y por qué usted dejó entrar a ese huevón y a mí me quiere botar?
Porque acá
no vas a encontrar un arroz chaufa de diez soles, compare. Ya, vete, vete,
nomás, que me estás haciendo perder el tiempo, liquida la cuestión el mozo.
Yo tengo
plata, carajo, dice Gonzalo. Saca su billetera y muestra un billete
de cien soles.
El mozo no
se inmuta. Eso solo te va a alcanzar para la sopa, dice.
Gonzalo saca
otro billete de cien. Ya son doscientos soles. El mozo los toma. Gonzalo piensa:
Más tarde tendré que pedirle plata a Penesiano. Penesiano es el
seudónimo de un peruano que lleva más de veinte años viviendo en los Estados
Unidos. Asevera haber acumulado tal fortuna que puede permitirse vivir sin
trabajar.
El mozo le
desliza una mueca de desprecio antes de girar sobre sus talones y enrumbar a la
cocina. Ya vuelvo, murmura.
Gonzalo quiere
conchasumadrearlo en respuesta a aquella muestra de menosprecio que le acaba de
dejar, pero se contiene: un escándalo alertaría al huevón al que piensa darle
una lección repleta de puntapiés. Gonzalo había dicho en una de las
transmisiones que emitió en el tercer canal de YouTube que tuvo que abrir tras
el cierre de los otros dos que su enemigo, a quien ahora tiene a pocos pasos,
había propulsado: El día que te vea, te voy a sacar la mierda,
reconchatumadre. No me va a importar que me pidas perdón y me ruegues para que deje
de hundirte la punta de mi zapato en las costillas y tus hijos se queden
huérfanos, pedazo de escoria. Me has bajado dos canales por tu pura envidia,
porque sabes que yo solito hago programas de más de quinientas vistas,
fracasado. Sabes que, sin mí, no eres nadie. Ruega porque no te vea por la
calle. El día que pase eso, te mato, reconchatumadre.
Lo tiene de
espaldas; a unos diez metros. Así como me atacaste por la espalda, así te
voy a joder, piensa Gonzalo. Mira sobre su mesa. La cubertería usual yace
envuelta prolijamente en una servilleta de tela blanca. Se apresura en tomar la
cuchara. Tras reflexionar rápidamente sobre aquella elección, deja ese cubierto
y toma el cuchillo. Respira profundamente, rememora una vez más la frustración
que el saboteo de sus dos canales de YouTube le produjo y, ya cargado de
aquella prístina furia, camina con determinación hacia su objetivo.
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