Marielita
había intentado que me dejaran entrar en aquel Tambo, pero el mocoso a cargo
del lugar se mostró igual de inflexible que la homofobia de Pincho de Piérola.
No le quedó
otra alternativa a mi amorosa dueña que atar mi correa al poste de luz más
cercano.
Ya vuelvo,
Rocky; no te vayas a mover. Entro y salgo, ¿ya?
Le devolví
uno de mis ladridos. Ella los entendía perfectamente. Este en particular quiso
decir: Está bien. Te esperaré. No me moveré, pero no te tardes, por favor.
Me da miedo la calle.
No te
preocupes, Rocky; no me demoro nada, dijo ella muy amorosamente.
Luego de
que ella diera uno, dos, tres pasos, empecé a llorar. Me aterraba la idea de
quedarme solo, atado a ese poste, y, peor aún, en la calle, de noche.
Rocky,
cariño, no llores, me consoló, volviendo sobre sus pasos. Si sigues
llorando, te pondré tu bozalito, eh.
Y yo, terco
y mimado, en lugar de cerrar el hocico, volví a llorar cuando Marielita empezó
a alejarse. Ciertamente, me merecía lo que me pasaría después.
Bueno, no
quería hacerlo, pero tú me obligas, cariño, dijo Marielita, toda
dulzura, mientras sacaba de su bolso mi pequeño bozal.
Con ese
artilugio aprisionándome el hocico, el silencio me arrebató los lamentos.
No me
demoro, dijo Marielita antes de irse.
Y así
empezó mi calvario.
Marielita
no salió pronto como prometió. Era viernes y la gente quería atiborrarse de chocolates,
galletas, cervezas, gaseosas, huevadas. La fila de personas dentro del Tambo
era desesperante.
Y aquí fue
cuando apareció Eva.
Ay, ¡qué
pastel!, exclamó ni bien me vio. Quién habrá sido el maldito que dejó
abandonado a este angelito. Y está todo flaco y temblando de frío.
¿Todo
flaco? Esa era mi contextura, cojuda. Marielita y yo salíamos a correr todas
las mañanas por el malecón para mantenernos en el mejor estado físico posible.
¿Temblando de frío? Estaba muerto de miedo por haber quedado a merced de
cualquier loca de la calle como tú.
Muy
conchudamente, desanudó mi correa y me llevó en sus brazos. La loca esta, cuyas
alas apestaban a cebolla, ni siquiera se tomó la molestia de aguardar a que
apareciese alguien reclamándome. Simplemente, dio por sentado que me habían
abandonado. Al toque concluí que el criterio era una clamorosa ausencia en esa
mujer.
El lugar al
que fui a parar no era para nada comparable con la mansión de Marielita. Había
entrado a la casa de los gritos, como dirían los chicos de Libido. La mujer les
gritaba a sus papás, y ellos le devolvían los gritos con el triple de furor. ¿Cuándo
vas a ponerte a trabajar, carajo?, se quejaban. Cuando me sirvan mi
desayuno a mi hora, les respondía la loca. Y encima traes a un perro
pulgoso a la casa, volvían a la carga los viejos. Ustedes no se
metan con Chin Chin, carajo. Se los prohíbo. Es el único que me entiende en
esta pocilga, replicaba Eva, atronadora, quien ahora, además de haberme
sustraído de mi cómoda vida con Marielita, empezaba a llamarme Chin Chin. ¡Qué
mariconada de nombre! Me palteaba obedecer a sus llamados públicos en ese páramo
de pichi y caca que ella llamaba parque. Los otros perros, esos carachosos de
mierda, se burlaban dolorosamente de mi nuevo nombre. Y las perras, todas
flacas y pedigüeñas, me tenían por bujarrón, maricón y loca.
Solamente
en casa, le hacía caso; si no, me quedaba sin comer.
Con
Marielita, comía tres veces al día; con Eva, tres veces a la semana -en una
buena semana. Ya se imaginarán. De ser delgado por el cuidado de mi físico, pasé
a estar demacrado por el rigor del hambre. No había dinero para comer en la
casa de los gritos. Mucho menos para el perro de la casa. Porque en eso me
había convertido, en el perro, el animal, la alimaña de la casa. Qué opuesta
era la vida con Marielita, en cuya casa tenía mi propio lugar en la mesa familiar. Atrás habían quedado los días de
chuletas y espectaculares piezas de pollo. Ahora, con Eva, había tenido que convertirme
en cazador de palomas, ratones y, me avergüenza confesarlo, polillas y
cucarachas, que eran, estos últimos, los animalitos más abundantes en la casa
de los gritos.
Ahora pones
de excusa al mugroso perro ese para no salir a buscar trabajo. La pensión de tu
papá ya no nos alcanza para nada, gritaba la mamá de Eva.
Ay, no
friegues, mamá, y sírveme mi desayuno, ya son las dos de la tarde y tengo que
trabajar en media hora, replicaba Eva, estirándose en la cama y bostezando.
¿Trabajar?
¿A estar sentada en la computadora le llamas trabajar? Vete a la mierda.
Algunas
veces, Eva se sentaba durante una hora al día, en frente de la computadora,
para dictar clases de inglés. Con esa pronunciación, pensaba yo, qué tal
concha tienes para llamarte profesora de inglés. La mía era muchísimo mejor.
Y ni qué decir de la pronunciación de mi añorada Marielita. Ella sí que hablaba
inglés, y con un acento naturalísimo. Pero no tenía las ínfulas de considerarse
profesora, tampoco la necesidad. En su casa, todos hablaban en inglés; sobre
todo, los domingos de reuniones familiares. Con Eva, desaprendí el idioma. Lo más
alucinante era que los pocos alumnos que tenía seguían confiando en ella. Con
razón esta parte del Perú, que me había sido desconocida mientras viví con Marielita,
seguía yéndose a la mierda.
Mi
verdadera familia, mi familia de origen, la de mi Marielita, no me hubiera
reconocido luego de los años transcurridos al lado de Eva. Ahora sí tenía la
apariencia de un perro de la calle. Mis gustos ya no eran refinados. Ahora comía
cualquier huevada con tal de no perecer por inanición. Las alocadas amistades
de Eva me consideraban cariñoso por recibirlos a lamidas. Pero esos lengüeteos
no eran gratuitos; los lamia para extraerles de la ropa y la piel las partículas
de migajas y sabores de lo que habían desayunado, almorzado o comido, partículas
que muchas veces pasan desapercibidas al ojo humano, pero no ante la lengua de
un perro con hambre.
Entonces,
llegó a la vida de Eva el Viejo
Groover, un hombre mañoso y abusivo. Este la había contratado para que
condujera un espacio de dos horas en su canal de YouTube “Cuchillos Largos”. Allí,
por míseros treinta soles por programa, Groover la llenaba de insultos sin
remordimiento alguno. Para que Evita se pusiera más bruta de lo acostumbrado, el
malvado le pagaba hasta dos botellas de vino, baratas obviamente.
Una vez Eva
meó y cagó en plena transmisión. Vivíamos en un cuartito. Eva había decidido
independizarse. Sí, tenía cuarenta años, pero nunca era demasiado tarde para
dar el gran paso de cortar el cordón umbilical. Y me llevó a vivir a un
cuartito en San Martin de Porras. ¡Puag! De solo decir el nombre de ese
distrito, se me salen las tripas.
Ya Evita
estaba borrachísima y no se daba cuenta de que estaba mostrando el culo y el
churro que le salía por el aníbal a los seguidores de Groover. Se había puesto
a cagar en un rincón del cuartucho, a vista y paciencia de la camarita que
seguía prendida, registrando las miserias de mi querida dueña, sí, querida,
porque ya la empezaba a querer. La pobreza te hermana. Intenté ladrar para
regresarla al planeta Tierra, pero si lo hacía era probable que perdiera el
conocimiento; andaba muy débilmente, y con las justas podía sostenerme en mis
cuatro patas.
A las pocas
semanas, Evita logró
desquitarse del tal Viejo. Una vez le comentó que, si deseaba que sus intervenciones fuesen de mejor calidad,
necesitaría una mejor computadora. Parece que esa solicitud cogió al Groover
ese en su cuarto de hora porque aceptó, sin mucho palabreo, facilitarle a Evita
los quinientos dólares que ella necesitaba para renovar la computadora.
Obviamente, el mezquino ese no le estaba regalando el dinero, como yo había
creído; Eva le pagaría esa cantidad con programas. Desde ese momento, Evita
tendría que hacer cincuenta transmisiones impagas. Ella cumplió solamente con
una. Antes de terminarla, en medio de la creciente audiencia del Viejo, lo mandó
a la mierda al aire. Ya me cansé de tus tratos, viejo lesbiano. Vete a la
concha de tu abuela.
Yo me carcajeé
a más no poder, pero la burla me costó cara: se me cayeron dos dientes. No
tanto por la edad como por la falta de comida, de vitaminas, había perdido casi
todos mis colmillos.
***
Todos los
años, Marielita me llevaba al veterinario para que se me hiciera un chequeo
exhaustivo y se me pronostique, según los cuidados que me prodigaban, cuánto
tiempo de vida tenía por delante.
Ojo, es muy
importante diferenciar la semántica entre “cuánto tiempo tienes por delante” y
“cuánto tiempo te queda”. Sí, las respuestas son las mismas: una cantidad de
tiempo hasta el fin de tus días, pero coincidirán conmigo en que la primera
expresión tiene una connotación positiva en tanto que la segunda es lapidaria.
A un niño no le dices te quedan ochenta años de vida; se le dice tienes
por delante ochenta años y quizá más. Pero a un enfermo terminal o a un
anciano sí se les dice te quedan dos años, dos meses o dos días,
dependiendo.
Bueno, el
veterinario solía decirle a Marielita Rocky tiene por delante unos buenos
catorce años más.
Ahora, con
Eva, solo veía a un veterinario si me lo cruzaba en la calle. Entonces, ya no contaba
con un profesional que examinara mis condiciones de vida, pero estoy seguro de que,
si lo hubiera tenido, habría dicho a Chin Chin le quedan dos meses de vida.
Ya no me movía, no podía saltar, apenas si veía la punta de mi nariz. Estaba
cagado.
No voy a
negar que Evita me amaba a su manera, incluso más que al seboso que se había conseguido
por enamorado, gordo de mierda a quien no mencionaré en este mi recuento vital.
Bueno, solamente diré que nunca lo pasé, porque jamás se portó como un macho proveedor
con mi Evita. La pobre tuvo que organizar una pollada, con la siempre
condicionada ayuda del malvado lesbiano de Groover, para que el seboso de su
novio no tuviera que vender sus GI Joe de colección.
Entonces,
sin la necesidad de ir donde un veterinario, sabía yo que mi tiempo en este
mundo era muy corto. Y Eva también lo notaba. Yo la oía decir, en algunas
transmisiones del viejo lesbiano, mi Chin Chin ya está ancianito; cualquier
día de estos se me muere. Apuraba un poco de vino, y continuaba: Pero creo
que es mejor que se muera, ha sufrido mucho, perdón, esteee, quiero decir, va a
sufrir mucho así viejito como está.
A Eva se le
escapaba la verdad muy a su pesar. Claro que iba a sufrir. Por eso, era mejor
morir de una vez. Eva, sin embargo, le mentía a su público: si yo estaba moribundo,
no era por la edad, sino por la vida que ella me ofrecía, tan alejada del
paraíso en que moraba con Marielita.
Decidí,
entonces, terminar mi recorrido en este mundo. Como los perros no podemos tomar
una pistola y abrirnos los sesos, el único camino para desligarme de esta vida
era dejando de comer. Eva notó mi falta de apetito y, como sea, me conseguía
comida en abundancia. Era gracioso; ahora que me rehusaba a comer, ya débil y
corroído, ella se esforzaba por picarle comida a sus amigos para dármela a mí.
Hasta sustraía jamones y quesos en los supermercados. Era tentador tener esa
variedad de comida luego de tantísimo tiempo de escasez, pero sabía que, si
comía, volvería al mismo infierno. La preocupación de Eva era pasajera. Debía persistir
en mi objetivo.
Mi Chin Chin
ya está a punto de morir. Está muy viejito, por eso ya no quiere comer nada. No
me acepta ni los filetes que, de vez en cuando, nos jalamos de Wong con mi
chico, le decía a Groover en su programa. Sí, porque había vuelto con el
viejo de mierda ese luego de que había renunciado con pundonor y gallardía. Quién
podía entender a los humanos. Quién podía entender a Evita. Sin embargo, no
había mucho qué comprender. Eva era descocada e impulsiva. Eso aumentaba los
niveles de sintonía que Groover necesitaba. Y Eva necesitaba los treinta soles
que Groover le pagaba. Caso cerrado. Donde mandaba el dinero, la dignidad era
un traje desechable.
***
Morí un
jueves. Eva ni se dio cuenta. Ya no se fijaba en mí. No tenía tiempo de fijarse
en mí. Y eso que vivíamos en un cuartito muy pequeño. Yo me quedaba esperándola
durante horas. Ella había conseguido un trabajo de panadera. La explotaban. Salía
del cuarto a las cinco de la mañana y regresaba a las once de la noche.
Ni bien
llegaba, se tiraba en la cama. Yo apenas levantaba la mirada ya nublada por la
ceguera y, más que verla, la sentía quejarse unos instantes de la vida antes de
quedar profundamente dormida. Ni siquiera se bañaba. Bueno, tampoco era que se bañara
tan seguido antes de conseguirse ese trabajo. Decía que prefería juntar un
poquito de mugre en el cuerpo para así ahorrar algo de dinero en la cuenta del
agua.
En esas
circunstancias, mi autoeliminación era mucho más asequible. Sin nadie cuidándome,
me morí al poco tiempo de que Eva se hubo convertido, como diría Vallejo, en la
tahona estuosa de una panadería en donde la gente se creía con el derecho de
decirle dame un sol de pan, carajo, y cuidadito con no echarme la yapa
porque mando a la mierda a tu panadería de porquería.
Tres días
después de muerto, quizá porque mi olor ya no era el de un perro cochino, sino
el de otra cosa mucho más desagradable, Eva se dio cuenta de que me había
perdido.
Y lloró.
Lloró tremendamente.
Yo lloraba
a su lado. Mi alma lo hacía. Porque mi alma todavía estaba con ella en ese
cuarto, y porque, a pesar de todo, llegué a querer a esa conchasumadre,
perdonen el francés, pero luego de tanto tiempo de haber convivido con un
personaje como Eva era inevitable que se me pegaran sus expresiones más
comunes: carajo, puta, mierda, conchasumadre, la puta que te parió, entre otras
lindezas.
La llegué a
querer, y así como estaba, libre de las ataduras terrenales, podía haberme ido a
ver a Marielita, pero no lo hice, me quedé con Evita, mientras ella me lloraba
y yo la consolaba, aunque no me viera.
Perdóname,
Chin Chin, le decía a mi cuerpo inerte, acariciándolo y
besándolo a pesar del terrible olor que despedía; no te di una gran vida,
pero te daré la despedida que un ser tan bello como tú merece.
***
Ese mismo
día, a Eva le dijeron que ya no la necesitarían más en la panadería. Le dieron
su sueldo incompleto, porque no llegó a fin de mes, y una bolsa de pan de hacía
dos días. Esa fue su compensación por los dos meses que pasó desgastando su vida
en ese lugar de gente indolente.
¿Qué haces?, le dijo
la odiosa de la dueña al día siguiente, al darse cuenta de que Eva había ido a
trabajar y todavía permanecía en sus predios pasadas las once de la noche. Ya
te liquidé ayer. Vete. Fuchi, fuchi.
Usted me ha
tratado tan bien, mintió Evita con su mejor cara de buena gente, que
quiero quedarme, solamente hoy, a hornear el pan de mañana, si no le molesta.
Oye, pero tú
has estado trabajando en el mostrador, recibiendo las puteadas de los cholos
que se creen con derecho de tratar de indios a las personas que los atienden, ¿en
qué momento has aprendido a usar el horno, dime tú?
A esa vieja
se notaba que le faltaba cache, como decía Eva cuando despotricaba de la gente
renegona.
Sí, pero
cuando no había mucha clientela le decía a Cambrito, el maestro hornero, que me
enseñara a hornear pan, y aprendí.
La vieja la
miró con desconfianza. Ok, está bien, ponte a hornear, pero no creas que te
voy a pagar un solo centavo. Esto está naciendo de tu propia voluntad. Pero
cuando llegue mañana temprano no te quiero ver ni las pezuñas. ¿Estamos?
Estamos, dijo Eva.
Luego de
ver un tutorial en YouTube, Eva me puso en el horno de los pavos. Fue un
momento que sacudió mis lacrimales. Sintonicé el Nocturno de Chopin -son cosas
que las almas podemos hacer-, una de mis piezas favoritas. Me fui con honor de
este mundo, solo que oliendo un poquito a pavo. Pero Eva había cumplido su
palabra.
Ya conmigo
en una latita de atún, procedió a cagarse y mearse en la trastienda de esa panadería.
Era su desquite por los dos meses de penurias y malos tratos.
Vallejo,
pensando en Evita, muy bien le pudo haber agregado estos versos a su clásico
poema: el momento más grave de mi vida fue trabajar en una panadería del cono
norte de Lima.