sábado, 12 de julio de 2025

Novela Peruana "Brutalidad" de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 24: Eva la secuestradora

 


Marielita había intentado que me dejaran entrar en aquel Tambo, pero el mocoso a cargo del lugar se mostró igual de inflexible que la homofobia de Pincho de Piérola.

No le quedó otra alternativa a mi amorosa dueña que atar mi correa al poste de luz más cercano.

Ya vuelvo, Rocky; no te vayas a mover. Entro y salgo, ¿ya?

Le devolví uno de mis ladridos. Ella los entendía perfectamente. Este en particular quiso decir: Está bien. Te esperaré. No me moveré, pero no te tardes, por favor. Me da miedo la calle.

No te preocupes, Rocky; no me demoro nada, dijo ella muy amorosamente.

Luego de que ella diera uno, dos, tres pasos, empecé a llorar. Me aterraba la idea de quedarme solo, atado a ese poste, y, peor aún, en la calle, de noche.

Rocky, cariño, no llores, me consoló, volviendo sobre sus pasos. Si sigues llorando, te pondré tu bozalito, eh.  

Y yo, terco y mimado, en lugar de cerrar el hocico, volví a llorar cuando Marielita empezó a alejarse. Ciertamente, me merecía lo que me pasaría después.

Bueno, no quería hacerlo, pero tú me obligas, cariño, dijo Marielita, toda dulzura, mientras sacaba de su bolso mi pequeño bozal.

Con ese artilugio aprisionándome el hocico, el silencio me arrebató los lamentos.

No me demoro, dijo Marielita antes de irse.

Y así empezó mi calvario.

Marielita no salió pronto como prometió. Era viernes y la gente quería atiborrarse de chocolates, galletas, cervezas, gaseosas, huevadas. La fila de personas dentro del Tambo era desesperante.

Y aquí fue cuando apareció Eva.

Ay, ¡qué pastel!, exclamó ni bien me vio. Quién habrá sido el maldito que dejó abandonado a este angelito. Y está todo flaco y temblando de frío.

¿Todo flaco? Esa era mi contextura, cojuda. Marielita y yo salíamos a correr todas las mañanas por el malecón para mantenernos en el mejor estado físico posible. ¿Temblando de frío? Estaba muerto de miedo por haber quedado a merced de cualquier loca de la calle como tú.

Muy conchudamente, desanudó mi correa y me llevó en sus brazos. La loca esta, cuyas alas apestaban a cebolla, ni siquiera se tomó la molestia de aguardar a que apareciese alguien reclamándome. Simplemente, dio por sentado que me habían abandonado. Al toque concluí que el criterio era una clamorosa ausencia en esa mujer.

El lugar al que fui a parar no era para nada comparable con la mansión de Marielita. Había entrado a la casa de los gritos, como dirían los chicos de Libido. La mujer les gritaba a sus papás, y ellos le devolvían los gritos con el triple de furor. ¿Cuándo vas a ponerte a trabajar, carajo?, se quejaban. Cuando me sirvan mi desayuno a mi hora, les respondía la loca. Y encima traes a un perro pulgoso a la casa, volvían a la carga los viejos. Ustedes no se metan con Chin Chin, carajo. Se los prohíbo. Es el único que me entiende en esta pocilga, replicaba Eva, atronadora, quien ahora, además de haberme sustraído de mi cómoda vida con Marielita, empezaba a llamarme Chin Chin. ¡Qué mariconada de nombre! Me palteaba obedecer a sus llamados públicos en ese páramo de pichi y caca que ella llamaba parque. Los otros perros, esos carachosos de mierda, se burlaban dolorosamente de mi nuevo nombre. Y las perras, todas flacas y pedigüeñas, me tenían por bujarrón, maricón y loca.

Solamente en casa, le hacía caso; si no, me quedaba sin comer.

Con Marielita, comía tres veces al día; con Eva, tres veces a la semana -en una buena semana. Ya se imaginarán. De ser delgado por el cuidado de mi físico, pasé a estar demacrado por el rigor del hambre. No había dinero para comer en la casa de los gritos. Mucho menos para el perro de la casa. Porque en eso me había convertido, en el perro, el animal, la alimaña de la casa. Qué opuesta era la vida con Marielita, en cuya casa tenía mi propio lugar en la mesa familiar. Atrás habían quedado los días de chuletas y espectaculares piezas de pollo. Ahora, con Eva, había tenido que convertirme en cazador de palomas, ratones y, me avergüenza confesarlo, polillas y cucarachas, que eran, estos últimos, los animalitos más abundantes en la casa de los gritos.   

Ahora pones de excusa al mugroso perro ese para no salir a buscar trabajo. La pensión de tu papá ya no nos alcanza para nada, gritaba la mamá de Eva.

Ay, no friegues, mamá, y sírveme mi desayuno, ya son las dos de la tarde y tengo que trabajar en media hora, replicaba Eva, estirándose en la cama y bostezando.

¿Trabajar? ¿A estar sentada en la computadora le llamas trabajar? Vete a la mierda.

Algunas veces, Eva se sentaba durante una hora al día, en frente de la computadora, para dictar clases de inglés. Con esa pronunciación, pensaba yo, qué tal concha tienes para llamarte profesora de inglés. La mía era muchísimo mejor. Y ni qué decir de la pronunciación de mi añorada Marielita. Ella sí que hablaba inglés, y con un acento naturalísimo. Pero no tenía las ínfulas de considerarse profesora, tampoco la necesidad. En su casa, todos hablaban en inglés; sobre todo, los domingos de reuniones familiares. Con Eva, desaprendí el idioma. Lo más alucinante era que los pocos alumnos que tenía seguían confiando en ella. Con razón esta parte del Perú, que me había sido desconocida mientras viví con Marielita, seguía yéndose a la mierda.

Mi verdadera familia, mi familia de origen, la de mi Marielita, no me hubiera reconocido luego de los años transcurridos al lado de Eva. Ahora sí tenía la apariencia de un perro de la calle. Mis gustos ya no eran refinados. Ahora comía cualquier huevada con tal de no perecer por inanición. Las alocadas amistades de Eva me consideraban cariñoso por recibirlos a lamidas. Pero esos lengüeteos no eran gratuitos; los lamia para extraerles de la ropa y la piel las partículas de migajas y sabores de lo que habían desayunado, almorzado o comido, partículas que muchas veces pasan desapercibidas al ojo humano, pero no ante la lengua de un perro con hambre.

Entonces, llegó a la vida de Eva el Viejo Groover, un hombre mañoso y abusivo. Este la había contratado para que condujera un espacio de dos horas en su canal de YouTube “Cuchillos Largos”. Allí, por míseros treinta soles por programa, Groover la llenaba de insultos sin remordimiento alguno. Para que Evita se pusiera más bruta de lo acostumbrado, el malvado le pagaba hasta dos botellas de vino, baratas obviamente.     

Una vez Eva meó y cagó en plena transmisión. Vivíamos en un cuartito. Eva había decidido independizarse. Sí, tenía cuarenta años, pero nunca era demasiado tarde para dar el gran paso de cortar el cordón umbilical. Y me llevó a vivir a un cuartito en San Martin de Porras. ¡Puag! De solo decir el nombre de ese distrito, se me salen las tripas.

Ya Evita estaba borrachísima y no se daba cuenta de que estaba mostrando el culo y el churro que le salía por el aníbal a los seguidores de Groover. Se había puesto a cagar en un rincón del cuartucho, a vista y paciencia de la camarita que seguía prendida, registrando las miserias de mi querida dueña, sí, querida, porque ya la empezaba a querer. La pobreza te hermana. Intenté ladrar para regresarla al planeta Tierra, pero si lo hacía era probable que perdiera el conocimiento; andaba muy débilmente, y con las justas podía sostenerme en mis cuatro patas.

A las pocas semanas, Evita logró desquitarse del tal Viejo. Una vez le comentó que, si deseaba que sus intervenciones fuesen de mejor calidad, necesitaría una mejor computadora. Parece que esa solicitud cogió al Groover ese en su cuarto de hora porque aceptó, sin mucho palabreo, facilitarle a Evita los quinientos dólares que ella necesitaba para renovar la computadora. Obviamente, el mezquino ese no le estaba regalando el dinero, como yo había creído; Eva le pagaría esa cantidad con programas. Desde ese momento, Evita tendría que hacer cincuenta transmisiones impagas. Ella cumplió solamente con una. Antes de terminarla, en medio de la creciente audiencia del Viejo, lo mandó a la mierda al aire. Ya me cansé de tus tratos, viejo lesbiano. Vete a la concha de tu abuela.

Yo me carcajeé a más no poder, pero la burla me costó cara: se me cayeron dos dientes. No tanto por la edad como por la falta de comida, de vitaminas, había perdido casi todos mis colmillos.

***

Todos los años, Marielita me llevaba al veterinario para que se me hiciera un chequeo exhaustivo y se me pronostique, según los cuidados que me prodigaban, cuánto tiempo de vida tenía por delante.

Ojo, es muy importante diferenciar la semántica entre “cuánto tiempo tienes por delante” y “cuánto tiempo te queda”. Sí, las respuestas son las mismas: una cantidad de tiempo hasta el fin de tus días, pero coincidirán conmigo en que la primera expresión tiene una connotación positiva en tanto que la segunda es lapidaria. A un niño no le dices te quedan ochenta años de vida; se le dice tienes por delante ochenta años y quizá más. Pero a un enfermo terminal o a un anciano sí se les dice te quedan dos años, dos meses o dos días, dependiendo.

Bueno, el veterinario solía decirle a Marielita Rocky tiene por delante unos buenos catorce años más.

Ahora, con Eva, solo veía a un veterinario si me lo cruzaba en la calle. Entonces, ya no contaba con un profesional que examinara mis condiciones de vida, pero estoy seguro de que, si lo hubiera tenido, habría dicho a Chin Chin le quedan dos meses de vida. Ya no me movía, no podía saltar, apenas si veía la punta de mi nariz. Estaba cagado.

No voy a negar que Evita me amaba a su manera, incluso más que al seboso que se había conseguido por enamorado, gordo de mierda a quien no mencionaré en este mi recuento vital. Bueno, solamente diré que nunca lo pasé, porque jamás se portó como un macho proveedor con mi Evita. La pobre tuvo que organizar una pollada, con la siempre condicionada ayuda del malvado lesbiano de Groover, para que el seboso de su novio no tuviera que vender sus GI Joe de colección.

Entonces, sin la necesidad de ir donde un veterinario, sabía yo que mi tiempo en este mundo era muy corto. Y Eva también lo notaba. Yo la oía decir, en algunas transmisiones del viejo lesbiano, mi Chin Chin ya está ancianito; cualquier día de estos se me muere. Apuraba un poco de vino, y continuaba: Pero creo que es mejor que se muera, ha sufrido mucho, perdón, esteee, quiero decir, va a sufrir mucho así viejito como está.

A Eva se le escapaba la verdad muy a su pesar. Claro que iba a sufrir. Por eso, era mejor morir de una vez. Eva, sin embargo, le mentía a su público: si yo estaba moribundo, no era por la edad, sino por la vida que ella me ofrecía, tan alejada del paraíso en que moraba con Marielita.

Decidí, entonces, terminar mi recorrido en este mundo. Como los perros no podemos tomar una pistola y abrirnos los sesos, el único camino para desligarme de esta vida era dejando de comer. Eva notó mi falta de apetito y, como sea, me conseguía comida en abundancia. Era gracioso; ahora que me rehusaba a comer, ya débil y corroído, ella se esforzaba por picarle comida a sus amigos para dármela a mí. Hasta sustraía jamones y quesos en los supermercados. Era tentador tener esa variedad de comida luego de tantísimo tiempo de escasez, pero sabía que, si comía, volvería al mismo infierno. La preocupación de Eva era pasajera. Debía persistir en mi objetivo.

Mi Chin Chin ya está a punto de morir. Está muy viejito, por eso ya no quiere comer nada. No me acepta ni los filetes que, de vez en cuando, nos jalamos de Wong con mi chico, le decía a Groover en su programa. Sí, porque había vuelto con el viejo de mierda ese luego de que había renunciado con pundonor y gallardía. Quién podía entender a los humanos. Quién podía entender a Evita. Sin embargo, no había mucho qué comprender. Eva era descocada e impulsiva. Eso aumentaba los niveles de sintonía que Groover necesitaba. Y Eva necesitaba los treinta soles que Groover le pagaba. Caso cerrado. Donde mandaba el dinero, la dignidad era un traje desechable.

***

Morí un jueves. Eva ni se dio cuenta. Ya no se fijaba en mí. No tenía tiempo de fijarse en mí. Y eso que vivíamos en un cuartito muy pequeño. Yo me quedaba esperándola durante horas. Ella había conseguido un trabajo de panadera. La explotaban. Salía del cuarto a las cinco de la mañana y regresaba a las once de la noche.

Ni bien llegaba, se tiraba en la cama. Yo apenas levantaba la mirada ya nublada por la ceguera y, más que verla, la sentía quejarse unos instantes de la vida antes de quedar profundamente dormida. Ni siquiera se bañaba. Bueno, tampoco era que se bañara tan seguido antes de conseguirse ese trabajo. Decía que prefería juntar un poquito de mugre en el cuerpo para así ahorrar algo de dinero en la cuenta del agua.

En esas circunstancias, mi autoeliminación era mucho más asequible. Sin nadie cuidándome, me morí al poco tiempo de que Eva se hubo convertido, como diría Vallejo, en la tahona estuosa de una panadería en donde la gente se creía con el derecho de decirle dame un sol de pan, carajo, y cuidadito con no echarme la yapa porque mando a la mierda a tu panadería de porquería.

Tres días después de muerto, quizá porque mi olor ya no era el de un perro cochino, sino el de otra cosa mucho más desagradable, Eva se dio cuenta de que me había perdido.

Y lloró. Lloró tremendamente.

Yo lloraba a su lado. Mi alma lo hacía. Porque mi alma todavía estaba con ella en ese cuarto, y porque, a pesar de todo, llegué a querer a esa conchasumadre, perdonen el francés, pero luego de tanto tiempo de haber convivido con un personaje como Eva era inevitable que se me pegaran sus expresiones más comunes: carajo, puta, mierda, conchasumadre, la puta que te parió, entre otras lindezas.

La llegué a querer, y así como estaba, libre de las ataduras terrenales, podía haberme ido a ver a Marielita, pero no lo hice, me quedé con Evita, mientras ella me lloraba y yo la consolaba, aunque no me viera.

Perdóname, Chin Chin, le decía a mi cuerpo inerte, acariciándolo y besándolo a pesar del terrible olor que despedía; no te di una gran vida, pero te daré la despedida que un ser tan bello como tú merece.

***

Ese mismo día, a Eva le dijeron que ya no la necesitarían más en la panadería. Le dieron su sueldo incompleto, porque no llegó a fin de mes, y una bolsa de pan de hacía dos días. Esa fue su compensación por los dos meses que pasó desgastando su vida en ese lugar de gente indolente.

¿Qué haces?, le dijo la odiosa de la dueña al día siguiente, al darse cuenta de que Eva había ido a trabajar y todavía permanecía en sus predios pasadas las once de la noche. Ya te liquidé ayer. Vete. Fuchi, fuchi.

Usted me ha tratado tan bien, mintió Evita con su mejor cara de buena gente, que quiero quedarme, solamente hoy, a hornear el pan de mañana, si no le molesta.

Oye, pero tú has estado trabajando en el mostrador, recibiendo las puteadas de los cholos que se creen con derecho de tratar de indios a las personas que los atienden, ¿en qué momento has aprendido a usar el horno, dime tú?

A esa vieja se notaba que le faltaba cache, como decía Eva cuando despotricaba de la gente renegona.

Sí, pero cuando no había mucha clientela le decía a Cambrito, el maestro hornero, que me enseñara a hornear pan, y aprendí.

La vieja la miró con desconfianza. Ok, está bien, ponte a hornear, pero no creas que te voy a pagar un solo centavo. Esto está naciendo de tu propia voluntad. Pero cuando llegue mañana temprano no te quiero ver ni las pezuñas. ¿Estamos?

Estamos, dijo Eva.  

Luego de ver un tutorial en YouTube, Eva me puso en el horno de los pavos. Fue un momento que sacudió mis lacrimales. Sintonicé el Nocturno de Chopin -son cosas que las almas podemos hacer-, una de mis piezas favoritas. Me fui con honor de este mundo, solo que oliendo un poquito a pavo. Pero Eva había cumplido su palabra.

Ya conmigo en una latita de atún, procedió a cagarse y mearse en la trastienda de esa panadería. Era su desquite por los dos meses de penurias y malos tratos.

Vallejo, pensando en Evita, muy bien le pudo haber agregado estos versos a su clásico poema: el momento más grave de mi vida fue trabajar en una panadería del cono norte de Lima.

 


sábado, 5 de julio de 2025

Novela Peruana "Brutalidad" de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 23: El Profe Puti y el Pipo Conero se van de putas

 



El Pipo Conero miró el menú. A pesar de que él iba a pagar y de que tenía mucho dinero, eligió lo más económico: Unas alitas simples, por favor.

¿Envase chico, regular o grande?, dijo la cajera del restaurante de comida rápida “Píkame Riko”, un local de concepto disruptivo en Los Olivos, que ofrecía una combinación interesante de frutos del mar y pollo frito.

Chico, nomás, dijo el Pipo, YouTuber que se estaba abriendo un promisorio sendero en el mundo de la Brutalidad y para lo cual había fichado en su plantel al inefable Profe Puti por la nada desdeñable suma de cien dólares por programa. El Profe Puti, divo televisivo, no aceptaba elevar la sintonía de ningún canalito emergente del espectro brutal por menos de esa cifra.

¿Y tú qué vas a querer, Profe?, invitó el Pipo, alcanzándole el menú por el lado que daba cuenta de los platos económicos.

Puti le dio la vuelta a la carta; solo le interesaban los platos caros. Mientras decidía qué pedir, rumiaba su famoso ña, ña, ña, ña.

A ver, dijo, luego de un buen rato. Una inmensa fila se había formado detrás de él; una cola que recordaba la apocalíptica época del primer gobierno aprista. A Puti le importaba un pincho el tiempo de esos potenciales comensales, ya que, con toda la paciencia posible, empezó a decir: Yo quiero unas alitas de pollo acevichadas con salsa… ¿tecachi, tecache, yatecaché? ¿Qué dice aquí?

Salsa teriyaki, señor, dijo la cajera, harta de lidiar con tipos que pedían cosas que no sabían pronunciar solo para dárselas de gourmets.

Eso, dame eso en envase grande.

La muchacha asintió y tecleó en la máquina registradora.

Más bien, ¿no tendrás tamaño extragrande o familiar? Es que hoy fui al estadio a ver a mi U y me he cansado de firmar autógrafos y fotografiarme con mis fans. ¿Tú todavía no me sigues? Este es mi canal. Suscríbete, ah. Y no te olvides de dejarme un yapecito, dijo Puti.

La cajera, ignorando las barbaridades de Puti, dijo: Son ochenta soles.

El Profe pensó: ¿Tan poco? El Pipo puede pagar mucho más. Entonces, como propulsado por un cohete, retomó la palabra: Amiga, también agrégale un combo familiar de pollo frito para llevar.

La mujer lo miró sin mucha gracia: tuvo que romper la boleta para volver a tipear otra incluyendo la caprichosa adición.

Y una Coca Cola de tres litros también para llevar, ordenó Puti, quien desconocía la expresión “por favor”.

No tenemos Coca Cola; tenemos Big Cola, dijo la mujer.

¡Ag! Big Cola es para pobres. No tienes Pepsi aunque sea, se aniñó Puti, la frente fracturada por quinientos mil surcos gruesos y aterradores. Era su temida cara de can rabioso, de pitbull achorado. La señorita se sobresaltó.

Sí, señor, sí tenemos Pepsi, dijo, de puro miedo.

Ña, una Pepsi de tres litros, dictaminó el Profe.

El restaurante “Píkame Riko” solo vendía Big Cola, gaseosa de bandera nacional. La mujer, para evitar que Puti la mordiera y le pegase la rabia, pensó en venderle su Pepsi, la que ella se había comprado horas antes para el consumo de su familia.

Serían doscientos soles, dijo la cajera.

Puti se hizo a un lado y miró hacia el techo. Empezó a silbar la tonada de su mediático éxito musical “Arthur, mándame mi centrito”, versión huayno. Con él no era la cosa.

El Pipo Conero tomó el lugar dejado por Puti. Le acercó a la cajera una tarjeta negra de visos dorados.

¿Propina?, dijo la muchacha.

, intervino Puti, le vamos a dejar una buena propina. No se preocupe, ña, ña.

Las estrellas son así, pensó el Pipo Conero para calmar los ímpetus que le nacían por ahorcar a Puti, son jodidas, y se merecen que les complazcan sus caprichos.

***

Solo cuando terminó de tragar sus veinticuatro alitas acevichadas ahogadas en abundante salsa teriyaki, Puti habló. El Pipo Conero iba apenas por la segunda de las seis modestas alitas que le sirvieron sin ningún tipo de salsa o acompañamiento.

Pipo.

¿Qué pasa, Profe?

Te cuento algo, ¿ña?

A ver.

Estas alitas me han arrechado. Mira, ve. Puti invitó al Conero, con un gesto contundente de los fruncidos belfos, a que le pegara un vistazo a lo que había debajo de la mesa.

Mírame el bultazo, Pipo. Está que me pide cache el cabezón, ardió el Profe, la mirada perdida en la lascivia que el capítulo cinco de Gálatas condenaba.

¿Ahorita, profe?, dijo el Pipo, que andaba platónicamente enamorado de Puti; por ello, desde el país en el que vivía, los Estados Unidos, le había traído una inmensidad de regalos, entre pantalones, calzoncillos, talco para los huevos, perfumes y lentes de diseñador. Además, por si ello fuera poco, lo había llevado al estadio a ver jugar al equipo de sus amores, Universitario de Deportes. Y ahora lo premiaba con una cena pantagruélica en un restaurante del Mega Plaza, en el Cono Norte de Lima.

El Pipo tenía planeado llevarlo a su hotel, beber unos vinocos, disfrutar del jacuzzi, y verle y tocarle al fin esa manguera de bombero que llevaba enroscada y comprimida en el pantalón.

Claro, pe, Pipo, ahorita mismo, o me cacho a esta mesa, dijo Puti, relamiéndose, viendo a aquel mueble con enfebrecido furor. Palpó la madera. Sí, así era como le gustaban las mesas, con esa textura fina, sin astillas, de superficie aduraznada. Está rica esta mesa, carajo, ña, ña, ña.

Está bien, Profe. Vamos a mi hotelito. Pero antes compraremos unos vinitos y en la farmacia, lubricante, me gusta que resbale.

Puti pensó, con regocijo, que el Pipo era más enfermo que él.

Ña, ña, ña, está bien, Pipo. ¿Pero de dónde nos vamos a levantar a las cremitas?

La cara de extrañeza del Conero quedó interrumpida por la irrupción de la chica de la caja, quien a quemarropa le dijo a Puti: Señor, usted lo ha picado al señor, ¿no?

Puti, tosió, lanzó un par de ñas, no supo qué decir. El Pipo intervino: No, señorita, mi amigo no me ha picado.

Pero aquí le traigo lo que el señor pidió para llevar. Yo vi claramente que usted pagó todo, mientras su amigo se hacia el sueco, argumentó la chica.

Acorralado por las pruebas, el Pipo, con cierto rubor, admitió lo dicho por la cajera:  Sí, señorita, mi amigo me ha picado, pero todo ha sido consentido.

¿Admite que su amigo lo ha picado rico?, volvió a la carga la muchacha.

Bueno, eh, no sé, tartamudeó el Pipo.

Admita que lo ha picado rico, señor. Mire cuánto se va a llevar para la casa su amigo. Ha pedido para que coma un batallón entero, mostró la chica.

Está bien, sí, dijo el Conero, avergonzado. Mi amigo me ha picado rico, bien rico.

Para sorpresa de Puti y del Pipo, la chica estalló en una algazara sin igual: Excelente, señor, aquí, en “Pikame Riko” fomentamos la picadera, pero la rica picadera. Por eso, gracias a la sanguijuela de su amigo, se ha ganado una gorra (por lo gorrión) y una cámara desechable (por lo camarón) para que su amigo siga picando rico y capture esos momentos.

Sin perder tiempo, Puti se apropió de los regalos que le pertenecían al Pipo.

También, continuó la muchacha, se ha ganado esta copita de conchitas negras, para que su amigo siga picando rico, pero siempre en este restaurante, ojo.

Tras decir esto, la chica se despidió con una sonrisa y se evaporó en el ambiente; odiaba celebrar a los conchudos como Puti. Pero no le quedaba más remedio que hacerlo; estaba estipulado en su contrato.

Ni bien quedó la copita de conchas negras en la mesa, Puti se la devoró. No tuvo la delicadeza de preguntarle al Pipo si al menos deseaba una almejita.

Me encantan las conchas, ña, ña, decía mientras se embarraba la boca con el juguito oscuro que salpicaba de la copa. No cerraba la boca al masticar. El espectáculo era violento.

El Pipo quiso comer la quinta de sus seis alitas blancuzcas y desangeladas, pero ya no pudo; la tragadera de Puti era como para vomitar.

Tomó las llaves de su auto.

Profe, vaya terminando que yo…

Espera, oe, voy a decirle a la chica unas cuantas cosas, dijo Puti tras desaparecer sus conchas.

Señorita, demandó Puti, acá le dejo lo que pedí para llevar. Lo voy a recoger mañana, porque ahorita me voy a ir de putas y no quiero que esto que le voy a llevar a mi mujer llegue frío. Mañana voy a pasar a eso de las dos de la tarde y quiero que me lo entregue calientito, ¿ña?

La chica de la caja no se atrevió a contradecir a Puti, ya que en todo momento le habló con esa cara de cancerbero caracterizada por la monstruosa aparición de una eme en la frente, una eme que infundía temor y terror en sus opositores. Además, sus labios torcidos se asemejaban a ventosas prestas a chuparse el alma de su contrincante.

¿Qué le dijo a la chica, Profe?, dijo el Pipo, ya en el auto.

Nada, nada. Ahora vamos a cachar. Estoy fierro, conchasumare. Y esto solo se calma botando esta leche que me tiene cojudo.

Profe, ¿y su comida para llevar? ¿Se la olvidó? Tráigala, notó el Pipo.

Nada, huevón; maneja al cache, nomás. Yo ya sé qué hago con mi comida.

El Pipo no quiso insistir. Puso la mano en la palanca de cambios. La manaza de Puti se colocó encima de la suya. El Pipo mariconeó, se deshizo como un helado. Uy, el negro me va a dar vuelta aquí en el auto. ¡Qué rico!

Pipo, está que me pide chongo el cabezón. La trola me pide las tres pes: prostis, perras y putas, y yo conozco un lugar buenazo aquí cruzando la Panamericana, a la espalda de Mendiola.

¿Putas?, dijo el Pipo, tratando de ocultar la desilusión que la palabreja le causaba. No pensó que Puti, autopromocionado como honrado y puro profesor de Literatura, fuese a ser un putero de cuidado. Rápidamente concluyó que, si deseaba poseer al Profe, lo mejor era seguirle el juego, darle por donde le gustaba.

Claro, claro, Profe, levantemos unas putas y las llevamos a mi hotel.

Correcto, Pipo; bien dicho, carajo. Vamos por unas blancas. Me encanta la carne de pavo, celebró Puti.

Oiga, Profe, pero yo en los Yunaites estoy acostumbrado a la carne blanca. Ya no me llama la atención. Mire, yo le voy a poner las putas, pero consígame unas coneras como yo, unas cholas como yo. Aunque usted me juzgue por mi rostro conero, jamás tuve la oportunidad de comerme una conera. Quiero una con tatuajes, con pocos dientes, el pelo teñido. Vamos, Profe, consígamelas; no me defraude.

Ña, vamos a donde te digo; allí hay unas coneras que se venden hasta por un saludo, se entusiasmó Puti, frotándose las manos con una mosca a punto de saborear su caca.

***

¿Gemelas?

Puti abrió los ojos como cuando el Pipo dejó que le quitara sus RayBan. ¿Qué? ¿Sí? ¿Me los puedo quedar?, había dicho luego de haberle insistido como ladilla retortera.

Sí, yo salgo con mi hermana. Somos un dúo, papito.

Puti las miró con detenimiento. Eran blancas como la leche de coco.

Estás buenazas, mamacitas, pero mi pata quiere coneras. ¿No tendrán alguna amiguita cholita? Esa se la paso a mi pata y yo me quedo con ustedes, mamacitas.

No, chamo. Nosotras no nos juntamos con cholas. O somos nosotras o ninguna. Y mira que estamos de oferta. Dos por el precio de una. Te vamos a lamer tu chupetín bien rico entre las dos.

Puti se imaginó entre esas dos hermanas. Se pegó a la pared que tenía al lado y la empezó a taladrar. La dejó chorreada de líquido preseminal.

Vamos, nomás. Quiero que me laman el chupetín de brea entre las dos, se relamió Puti.

Pero primero la plata, chamito. No somos cojudas.

Puti se rascó la cabeza. Ni modo, tenía que recurrir a lo que sabía hacer mejor: pedir plata para no devolverla jamás.

***

No es tu culpa ser un pedigüeño de la reconchasumare, le dijo Ramón Castilla y Marquesado, expresidente del Perú. Llevaba su clásico y azulino atuendo militar en el que resaltaban sus doradas charreteras bailarinas.

¿Quién chucha eres tú? ¿Y esos bigotazos? ¿Te crees mariachi o qué huevada?, se puso salsa el Profe.

¿Qué? No, cojudo, soy yo, el que te dio la libertad, el mariscal Ramón Castilla. ¿No que eras culto, putero de mierda?

Ah, Ramón Castilla, ¿y qué quieres? No tengo sencillo, por si acaso, dijo el Profe con brutal insolencia.

Puta, putero, ¿y así dices que eres maestro? Trátame de usted, oe, conchatumadre, ¿no ves mis galones?

Oe, cuando estoy arrecho todo me llega al pincho. Dime rápido lo que me tienes que decir porque estoy yendo a picarle a un huevón para mi cache, dijo Puti.

¿Qué? ¿Acaso no tienes plata para pagarte las putas?, dijo el extinto presidente, quien había iniciado su carrera militar peleando por el ejército español para después, desilusionado y por una mejor paga, pasarse al bando peruano en 1822.

Sí tengo, pero cuando detecto a un huevón que es paganini, entonces que pague él, pe. Los huevones como el Pipo, pagan; los camarones como yo, se ganan, dijo Puti, riéndose maquiavélicamente.

¿Y no te jode el cargo de conciencia, hijo?, dijo el presidente, algo más paternal.

¿Cuál cargo de conciencia, huevón? ¿Ya te vas? Quiero cachar, ladró Puti.

Castilla se mostró desconcertado.

Carajo, yo vine hasta aquí porque abajo me avisaron que te había entrado un ataque de conciencia. Me pidieron que te consolara y te explicara que tu camaronería y tu actitud interesada vienen desde mis tiempos; es heredada, muchacho.

Pero yo no me siento culpable de nada, huevón; yo vivo de la camaronería. Con eso pago las cuentas y mis putas, dijo Puti, los ojos chinos de cinismo.

Bueno, como ya estoy aquí, te contaré lo que vine a decirte, dijo Castilla.

Al toque porque se me sale la lechada, demandó Puti.

Eres un convenido de mierda porque perteneces al clan del líder negro que se sentó a parlamentar conmigo, en representación de sus congéneres, sobre la libertad de su raza. Se la puse clara. Si tú y tu gente se pliegan a mis filas y me ayudan a derrotar al ladrón de Echenique, yo les doy la libertad. Ya no serán esclavos de nadie. Es mi palabra, carajo. El negro atracó en una. Ese huevón no tenía bandera. Se iba con el mejor postor. Y a los blancos que iban a perder a sus esclavos los recompensé con unos suculentos bonos. Me llegó al pincho perder ese billete porque ya en el poder por segunda vez lo recuperé.  Como dijo un colega, “la plata llega sola”.

¿Tanta huevada para decirme eso?, dijo Puti, que no había entendido un carajo. En condiciones normales, Puti no entendía nada; en estado de arrechura, menos.

Sí, solo eso, pero veo que te llegó al pájaro, dijo Castilla. Bueno, me largo. Pero antes te voy a dejar algo a manera de souvenir.

¿A manera de qué?, dijo Puti, que era tan bruto como una pared sin ladrillos.

De recuerdo, bestia, de recuerdo, dijo el mandatario, y le alcanzó una moneda de oro.

¿Y esto?, dijo Puti, abriendo los ojos convenidamente.

Es una moneda de mi época: la onza de oro.

Chucha, ¿y es de oro de verdad?

Claro, pes, imbécil, dijo Castilla. Bueno, ya cumplí con mi misión, me voy. Parece que en estos tiempos la gente es bruta y convenida; solo piensa en plata y en sexo. También en mis tiempos era igual, te diré, solo que ahora ya nadie se molesta en guardar las apariencias. Hasta nunca, Profe.

El presidente desapareció tras una cortina de humo.

Contento con su moneda, Puti regresó con las gemelas. ¿Con esto ya me las puedo cachar?, dijo ni bien las vio.

Las gemelas ya habían estudiado al Profe. Habían concluido que era un bruto redomado. Entonces, decidieron embaucarlo.

Mira, chamo, no aceptamos oro, pero haremos una excepción contigo. Te vamos a aceptar esta moneda, pero igual te faltarían quince soles para completar nuestra tarifa.

Pucha, ña, ña, ña, se lamentó el Profe. Ya regreso, chicas. No se vayan a ir con otro, ah. Vuelvo al toque.

Las gemelas pusieron pies en polvorosa. Puti había regalado una onza de oro, que equivalía a más de tres mil dólares, por no saber en qué mundo vivía.

Puti se acercó al Pipo, que esperaba dentro de su auto pacíficamente estacionado en uno de los lados de un parquecito detrás de la calle Alfredo Mendiola. El Conero había tirado el asiento del piloto para atrás y medio que se dejaba tentar por la duermevela. Ni bien se percató de la presencia del Puti, dijo: Ya vámonos, Profe, ya se me quitaron las ganas de tirar. Tengo sueño. Vámonos a mi hotel, mejor.

No, Pipo, más bien préstame quince soles.

¿Quince soles? ¿Para qué?, dijo el Pipo, sobándose los ojos.

Es para pagar los útiles escolares de mi sobrina, dijo Puti.

¿Qué? ¿Útiles? ¿A esta hora?, se iba despertando el Pipo.

Es algo personal. Regálame, digo, préstame, pe.

La conversación no recorría los cauces que el Pipo esperaba, así que se dejó de juegos y fue al chupo: Voy a ser claro, Profe, ¿cuánto quieres por medirme el aceite? Ya mucha huevada. Tú solo entiendes con plata, con yape.

La palabra “yape” disparó una muletilla que Puti usaba, como diría el vate santiaguino, a treinta minutos por segundo, durante las emisiones pedigüeñas de su programa: Un yapecito, pe, gente.

Putamadre, continuó Puti tras salir del trance, siempre que alguien dice esa palabra digo esa huevada. Sí, ya, te mido el aceite por los quince soles que necesito, pero aquí en tu auto, nomás. Ni cagando voy a ir hasta tu hotel. El plan de Puti era samaquear un rato al Pipo y, con los quince soles ganados, regresar corriendo a por las gemelas.

Al Pipo, el monto le pareció una ganga.

Eres bien barato, Profe.

Ya, huevón, deja de hablar. Ponte en cuatro pa clavarte, ordenó Puti, y con un pie le pisó la cabeza al Conero. 

Al ver al Pipo bajarse los pantalones, dejándose pisar el cráneo y alzando el poto para que albergara el misil de Puti, César Vallejo hubiera dicho: víctimas de plata, execrable sistema, la cantidad enorme de dinero que cuesta el ser pobre...

sábado, 28 de junio de 2025

Novela Peruana "Brutalidad" de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 22: Cambrito le vigila el depa a PAI Enchalado

 


El Tío Marly estaba calatito, ya que así gustaba de disfrutar de las intervenciones de PAI Enchalado en el programa de Rigoberto El Cabro Viejo Viajero. PAI, joven y culturoso ciudadano mexicano, era uno de los principales habitúes del programa de Rigoberto. Solía compartir con sapiencia y elegancia sus conocimientos sobre variados temas.

 México tuvo dos monarquías post independencia, decía PAI. La primera de 1822 a 1823, y la segunda, que duró apenas tres años, fue desde 1864 a 1867.

Nadie en el panel tenía una puta idea de lo que PAI hablaba; sin embargo, se dejaban cautivar por la contundencia y donaire de sus palabras.

Pero los que compusieron el primer reinado, los Iturbide, sí eran mexicanos mexicanos, o, bueno, si queremos ser más precisos, criollos. El primer monarca, Agustín de Iturbide, nació en lo que hoy es Morelia, continuaba PAI.

Cambrito, que también se hallaba entre los panelistas, con la cámara apagada, empezó a tocarse. La sangre se le romantizaba cuando oía la voz atildada y sabionda de PAI.

El Tío Marly estaba a punto de eyacular. También participaba como panelista en el programa y había silenciado su micrófono para que nadie se ganase con sus gemidos. Hoy me le declaro a este cabro, pensaba, escupiéndose el glande para que la ebullición seminal fuese máxima. Hoy me le declaro a este conchasumadre. Tiene que ser mío. Marly sudaba. Con la lengua, arrasaba con los gotones que le escurrían por la frente. Amo la sabiduría de este maricón.

En numerosas ocasiones, Marly, medio en broma, medio en serio -con él nunca se sabía- había declarado en el mismísimo programa de Rigoberto que estaba enamorado de PAI, y que lo abriría de piernas para rellenarlo como pavo en navidad, así de bárbaro era para expresarse. PAI tomaba las declaraciones del Pelao Marly con la importancia que se les reservaba a los vuelos de las moscas.

Y les cuento algo en calidad de primicia e infidencia, chicos, chicas y chiques, seguía PAI, yo soy uno de los poquísimos descendientes de ese monarca criollo. Por eso me hago llamar PAI.

¿Por qué, PAI? ¿Por qué? Cuéntanos, por favor, suplicó un emocionado Rigoberto. Definitivamente, PAI Enchalado era uno de sus mejores panelistas, además de dilecto amigo.

Por supuesto, Rigoberto. Pero no les voy a decir mucho, eh, porque alguno de los que nos ve me puede secuestrar y pedir un gran rescate. Solo les diré que la I de PAI es la I de los Iturbide. No solamente me apellido Iturbide, sino que también poseo una cuantiosa parte de la fortuna del patriarca. Tengo tanto dinero que puedo permitirme vivir sin que asome en mi cabeza, ni siquiera por casualidad, la idea de partirme el lomo como uno de los tantos mortales que ahora mismo nos está viendo en lugar de ponerse a trabajar.

Cambrito dejó de masturbarse cuando oyó esas declaraciones. PAI se cagaba en plata. Ahora, sentía que el deslumbramiento que PAI le generaba no solo era intelectual, ahora también era material. PAI lo podía sacar de su canallesco trabajo en el Bembos del Parque Kennedy, donde era constantemente hostigado por los pituquitos borrachosos que acudían a dicho local en busca de una reparadora hamburguesa.

Me le tengo que declarar a PAI. Debo confesarle mi amor efébico, decía Cambrito, siempre añadiendo, incluso a sus pensamientos, neologismos de corte culturoso. Por algo no lo llamaban, en los circuitos pestíferos de la Brutalidad, el sucesor del gran orador atrabiliario Groover. Ni bien termine el programa le dejaré un mensaje cargado de mis más acrisolados sentimientos.

***

También me gustas, dijo PAI. Estaba al teléfono con el Tío Marly. Y tú a mí más, cojudo, dijo este.

Aunque te parezca, raro, me encanta la forma zafia en la que te expresas, porque en tu vulgaridad radica tu belleza. O sea, eres vulgar, pero de una forma fresa, casi enternecedora, explicó PAI.

¿Entonces, estamos?, consultó Marly ávidamente.

Pues, yo creo que sí, dijo PAI tímidamente. El sentimiento del amor solía despojarlo de aquel talante de infalibilidad con el que solía versar sobre los temas que dominaba.

Puta, qué rico, y cómo hacemos para cachar. Quiero tirarte cuanto antes, aulló Marly, el sexo al palo, los pensamientos enturbiados por el deseo.

Espérame que vaya a Australia. Estoy viajando a inicios del próximo mes, anunció PAI.

¿En serio? ¿Vendrías solo por mí? Te puedes quedar en mi combi, ofreció Marly.

¿En tu combi?, dijo PAI, haciendo un esfuerzo descomunal por no desenamorarse de un pobretón que moraba en una carcacha. ¿Es cierto que cagas en bolsa, como dicen por ahí, querido?

Claro, pero donde caga uno, cagan dos, dijo con entusiasmo Marly. Ya vas a ver que vamos a cagar juntitos y tomados de la mano.  

Tontito, no va a ser necesario que caguemos en bolsa o durmamos en tu combi, ¿acaso no te acuerdas de la exposición que hice sobre la monarquía en México?

Claro que me acuerdo, dijo Marly. Estuvo de la putamadre.

Entonces recordarás que dije que soy descendiente del monarca Iturbide.

Marly lo recordaba muy bien: Claro, PAI, puta, nos dejaste a muchos con la boca abierta. No sabíamos nada de lo que hablabas, y mucho menos que eras de la realeza mexicana.

Sí, aunque esos títulos nunca fueron reconocidos. Entonces, también recordarás que casi al final de mi alocución dije que los descendientes de Iturbide se hallaban en Australia.

Ah, mira, dijo Marly, eso no lo recuerdo bien. Esto era mentira. Marly no recordaba aquello ni bien ni mal; simplemente, nunca lo supo porque no llegó a oírlo, ya que luego de haber eyaculado, se quedó dormido sobre su propio semen. Despertó varias horas después, con el papel higiénico de semen pegado a la cara.

Entonces, tengo casa allá en Sídney. Así que, cariño, el próximo mes nos vemos o, como diría ese autor peruano que seguro has leído, el próximo mes nos nivelamos.

***

No, qué te pasa, Cambrito. O sea, todo bien contigo, pero jamás sería tu pareja. Así fueras el último hombre en la Tierra, jamás te penetraría. No eres mi tipo, dijo PAI luego de haber recibido la telefónica declaración de amor de Cambrito.

Pero si nunca me has visto. Cómo sabes que no soy tu tipo, porfió Cambrito.

Para empezar, sí te he visto. Te he visto en un vídeo en el que hablabas sin autoridad, con si fueras un niño perdido, sobre un tema jurídico. Y de ese mismo modo, temeroso y dubitativo, son tus intervenciones en el programa de Rigoberto. Sí, te empeñas por parecer culto hablando con términos que ni tú mismo entiendes, pero te falta la valentía y gallardía de un hombre de verdad. Todo eso hace que me parezcas un bicho insignificante.

Yo cambiaría por ti, PAI; estoy supremamente enamorado de ti, continuaba Cambrito con los últimos estertores de su amor.

Te lo agradezco, pero no eres mi tipo, y punto. Ahí queda, zanjó PAI. ¿Crees que podamos cortar esta llamada? Ya me está incomodando.

Está bien, PAI; discúlpame. Quizá te pueda llamar mañana. Solo para conversar. Como amigos, intentó Cambrito.

No, no me vuelvas a llamar, ni siquiera para decirme si ha salido el sol en Júpiter. Simplemente, dejemos las cosas así. Los tipos tercos y tóxicos como tú se entusiasman fácilmente con cualquier gesto. Ustedes creen que un simple ‘buenos días’ ya es un ‘te amo’. Quiero ser claro. Tú y yo no somos amigos. No somos iguales, Cambrito. No seas igualado. Adiós. PAI no sintió remordimiento alguno al cortar la llamada. Ya había lidiado en el pasado con tipos como Cambrito. Era mejor mantenerlos bien a raya.

***

Putamadre, Paddington, me van a meter preso. El juez ya dictó sentencia. Tengo diez días para entregarme. De lo contrario, vendrán por mí a la fuerza, lloró el Tío Marly.

No seas maricón, cabrón, dijo Paddington, un oso de felpa que Marly compró por un precio inflado solo para dárselas de pituco. Siempre hablaba de tener dinero. Y olvidaba que Cervantes o Quevedo habían expresado en sus textos: Dime de qué presumes y te diré de qué careces.

Reponte, maricón, le ordenó Paddington.

Pero es que no quiero ir a la cárcel, pipipi, se deshacía Marly. Estaba desconsolado. En la cárcel, violan. A mí me contó, en privado, el serrano de Montes, que en la cárcel le metieron más pinga que los aviones gringos B2 a los iraníes. Y por eso tomaba en los parques de Milano, para olvidar el dolor de poto que los taitas de la prisión le clavaron.

Oye, huevón, ¿y acaso ya te han metido preso?, dijo Paddington, samaqueando a Marly.

No, pero…

Pero nada, cojudo. ¿Cuándo tienes que entregarte?

En diez días, creo, musitó Marly, los mocos saliéndole a borbotones.

Ya, pes, imbécil, diez días, cagón de mierda; hay tiempo para planear una fuga, como la que hice en mi película “En Busca de la Chucha Pérdida de los Incas”.

Pero, pero, ¿cómo haría?, balbuceó Marly.

Tenemos que largarnos de aquí y…

¿Tenemos?, observó Marly.

Claro, pes, imbécil, o crees que me voy a quedar abandonado para terminar en el tacho de basura o servir de almohada de algún vago fumón de por acá. ¡Ni cagando! Además, el plan de nuestra fuga lo estoy preparando yo, cojudo. También estoy pedigrí. Dejé en bola a la Olivia que tienes en la repisa de tu combi. Ahora el cachudo de Popeye me está buscando para sacarme el relleno.

Marly descubría con asombro que detrás de esa dulce figura de peluche se encontraba un oso revejido.

Mañana mismo saca los pasajes para Perú, ordenó Paddington. Supongo que luego de tanto tiempo por aquí tus delitos en el Perú ya habrán prescrito, ¿no? Sacó un cigarrillo de marihuana de su saquito y lo prendió con el encendedor de Marly.

Sí, pero en Perú ya no tengo a donde ir. Mi familia no me quiere ver ni en pintura, sollozó Marly.

Míralo al huevón, se lamentó Paddington. ¿O sea que yo soy tu único amigo de carne y hueso, imbécil?

, lloró Marly. Porque en el mundo de la Brutalidad soy la Maldad, pero cuando terminan las transmisiones en el canal de Montes nadie me empelota. Todos me tienen bloqueado. No tengo un solo amigo. Tengo que pagarles el streamyard para que me den tribuna. Perdóname por ser tan cojudo, Paddington.

Ya no llores, hijo de puta, y presta atención. La vez pasada te oí que hablabas con tu marido, con un tal PAI, dijo Paddington, la mirada dura.

Sí, es mi mujer. Bueno, a veces cambiamos posiciones y yo soy su mujer, dijo Marly, haciendo pucheritos.

Yo que el juez Cocodrilo Dundee te meto a la reja con cinco hermanos del Profe Puti, conchatumadre, por llorón, perdió los papeles Paddington. Ya, imbécil, escucha. Te oí que ese huevón de PAI es platudo. Ya, pes, le vas a decir que te compre un depa en Lima y que te lo tenga listo en cinco días. También, que te compre los pasajes de avión porque seguro que, así como vives, dependiendo siempre de lo que te da tu hermano, que sí es exitoso, no tienes un peso, maricón.

Qué buena idea, Paddington, por eso te amo tanto, dijo Marly, y apachurró al muñeco entre sus brazos.

Ya suéltame, oe, maricón; luego me vas a pasar tu mariconería y voy a terminar clavado por el zapatero de Popeye.

***

¿Cambrito?

El esquelético trabajador de Bembos no podía creer que estaba recibiendo una llamada del mismísimo PAI Enchalado.

¿PAI? ¿Eres tú?

Sí, Cambrito, fíjate que estuve recapacitando sobre las cosas tan feas que te dije y, …

No sigas, PAI, no tienes necesidad de decir más. Las cosas malas están olvidadas. Es más, nunca ocurrieron.

Qué bueno que lo hayas superado, Cambrito. Bueno, te quiero pedir un gran favor.

Cambrito, que hubiera sido un experto filólogo si la vagancia no se hubiese apoderado de él en el colegio, se fijó en la seguridad al hablar de PAI. No dijo ‘quería pedirte un favor’, como se hubiera expresado cualquier peruano pusilánime, dijo más bien ‘quiero’, con seguridad, con firmeza.

¿Cuál será, PAI? Estoy a tus órdenes.

Quiero que compres un departamento en la mejor zona de Lima. Yo te voy a dar el dinero. Recurro a ti porque eres mi único contacto en el Perú.

Esto era mentira. PAI sí tenía otro contacto en el Perú: Rigoberto El Cabro Viejo Viajero, pero sabía que se pondría supremamente celosa al momento que descubriera que el departamento era un regalo de amor para Marly.

Por supuesto, PAI, te paso mi número de cuenta y ahorita mismo me pongo a buscar el depa.

A los pocos minutos, la cuenta de Cambrito albergó una cifra para cuya acumulación él hubiera tenido que trabajar doscientos treinta cuatro años seguidos, ahorrándolos y sin gastar un mango.

¿Puedo confiar en ti, no, Cambrito?, le escribió PAI al cabo de unos minutos.

Claro que sí, respondió inmediatamente Cambrito. Más bien, te quería pedir un favorcito. Acompañó el texto con un emoticón de penita.

PAI sospechó lo peor. Sin embargo, no le quedó más remedio que escucharlo: Sí, dime, Cambrito, ¿qué favor será?

¿Crees que pueda quedare a vivir en tu departamento como vigilante hasta que lo ocupes?

Esto le pareció a PAI muy exagerado y aprovechado, pero no le vio mayor problema.

Claro, Cambrito.

Cambrito volvió a usar el emoticón de penita. Lo colocó cinco veces luego de escribir: Y otro favorcito más, por favor.

Sí, dime, Cambrito, escribió PAI, deseando de que la tortura terminase ya.

Mientras te vigilo el departamento, ¿crees que puedas pagarme el mantenimiento del depa, la luz, el gas, el agua, y los arbitrios?

Claro, claro, Cambrito; de todas maneras lo tengo que hacer porque finalmente viviré ahí. Así que, si no quiero atrasarme con esos pagos, los irás haciendo tú por mí con lo que yo te vaya enviando. Aunque no tendrás que pagar mucho porque ni bien esté comprado el depa me mudaré inmediatamente.

No hay problema, PAI, tómate tu tiempo. Las cosas deben hacerse con calma, sobre todo las mudanzas, así que tómate si quieres un mes, un año o cinco años, yo siempre estaré ahí para cuidarte el depa y tenértelo siempre bien limpiecito y con todos los pagos hechos puntualmente, con tu pecunio por supuesto.

Qué regio contar con tan buena persona como tú, Cambrito. Entonces, espero tus noticias. Ni bien encuentres el mejor departamento en la mejor zona de Lima, me avisas.

Cambrito asentía mientras leía los mensajes de PAI. Se veía ya amo y señor de un departamento A1 en San Isidro, San Miguel, Magdalena, La Perla, Chacarilla del Estanque o Rinconada del Lago. En eso, recibió un mensaje de Santos Camarón, huidizo periodista deportivo y amigo de Cambrito: Oye, loquito, aquí, desde mi casa, acabo de oler que tu situación financiera ha cambiado. Santos tenía un poderoso olfato para detectar a cuál de sus amigos le estaba yendo económicamente bien.

Sí, Santos. Bueno, la verdad que no. Tengo el dinero de un amigo para una inversión. Sí, mi cuenta ha crecido, pero con la plata de mi amigo.

No, hermanito, no te preocupes, más bien, ese dinerito lo vas a multiplicar conmigo. Ya sabes que prestarme a mí es invertir a lo grande.

¿Cuánto necesitarás, Santitos?

Mira, hermano, dame todo lo que te haya depositado tu amigo y yo te lo duplico.

Cambrito se imaginó comprándose su propio departamento con las ganancias que le devolviera Santos.

Ya, Santitos, pásame tu número de cuenta y te deposito.

Listo, hermano, dijo Santos. Muchísimas gracias. No te vas a arrepentir.

***

Tiene que pagar, pues, caballero, dijo Locho, El Candelero Mayor y conductor, mediador o facilitador del programa deportivo La Mentada de Media Cancha.

Págame, pues, mierda, ladró Bola Ocho, fogoso panelista del mencionado programa cuya característica principal era ajustar verbalmente a sus contertulios.

Santos Camarón sacó de su bolsillo mil dólares. Los camarógrafos, los panelistas y el propio Locho quedaron boquiabiertos. Sabían que Santos Camarón jamás había tenido en sus manos o en sus cuentas esa cantidad de dinero.

Pero voy a pagar cuando el señor Bola Ocho también le pague a Nariz de Pito, que ya sé que le tiene una arruga de más de diez años.

Oigan, oigan, caballeros, medió Locho, cómo van a estar exponiendo así sus asuntos privados, qué irán a pensar los televidentes en sus casas, que los periodistas deportivos somos unos sinvergüenzas que no honramos nuestras deudas. Por eso, les aconsejo a los abonados que no vayan a estudiar periodismo deportivo, porque van a terminar siendo picadores de cuidado como algunos de nuestros panelistas.

Oiga, exigió Bola Ocho, a mí no me meta en el mismo saco que este malparido de Santos Camarón.

Usted a quién le debe, señor Santos, aparte de al señor Bola Ocho, dijo Locho.

A nadie más, Lochito. Aquí lo del señor Bola Ocho ha sido producto de una apuesta ridícula y sin valor. O sea, una broma. Pero yo jamás le he pedido plata prestada a nadie. Escúchenme, amigos abonados, Santos Camarón nunca le ha pedido plata a nadie, ni la pedirá y si la pide, entonces paga. Pero no Lochito, en estos momentos, no le debo plata a nadie.

Cambrito veía el programa entre lágrimas: Santos negaba en señal abierta el préstamo que le había hecho. Además, su celular aparecía como desconectado. Ya no respondía ninguna llamada y los mensajes que le enviaba le eran devueltos con una alerta que decía ‘el usuario se ha ido o ha fugado, no vuelva a escribir a este número’.

Mientras tanto, en Australia, el juez Cocodrilo Dundee mandó enchironar al señor Marly por haber mostrado la chala en un bar de Sídney. PAI lamentaba haber confiado en Cambrito y Marly se preparaba mentalmente para soportar los vejámenes de los que su culo sería principal víctima. Por otro lado, en Newark, don Groover se sabroseaba con la noticia del encarcelamiento. Como diría el poeta de Jesús María, Luchito Hernández, ‘qué tal viejo, che’su madre’.