Su día
arrancó siendo uno de los tantos y tontos anodinos congresistas del parlamento
peruano que se masturbaba muy temprano por la mañana, estimulado por los más
recientes estrenos de las actrices porno que seguía cual acólito en Instagram.
Poco más de dieciséis horas después, estaba a un minuto de convertirse en el
nuevo presidente del Perú.
Los ojos
tumefactos por el horror y la incredulidad, Mónica, arrebujada dentro de su
cama, se asqueaba con la escena que su televisor de ochenta y cinco pulgadas le
transmitía sin rubor alguno. El hombre que la había violado hacía unos meses
nada más -estaba segura de ello. ¿O no? ¿O había sido el otro imbécil?-
y contra el que luchó en los tétricos y demorosos ambientes del Poder Judicial
controlaría su destino y el de los peruanos y venezolanos que sumados hacían ya
casi treinta y cinco millones.
Ahora cualquier
mierda puede ser presidente del Perú, bufó.
¿O siempre
había sido así la cosa? Quizá la diferencia con antaño radicaba en que los
políticos ya no se tomaban la molestia de ocultar el estercolero, de brindarles
una mínima pátina de decencia.
Recordó
cuando el tipo que veía en el televisor -muy erguido, muy camisa blanco-pureza,
asumiendo una postura a lo veintiocho-de-julio, mientras el bigotón de Hernando
Rospigliolo le ponía, el muy huevón, la banda rojiblanca al revés- bailó reggaetón
con ella, hasta abajo y todo, en vísperas de ese mismo 2025 en que lo van a
hacer presidente a este mañoso.
***
Ahora me
toca a mí, celebró Mario, amiguísimo, yunta de Jorge Jara,
congresista peruano fogoso y ardoroso no por lo inflamado de sus discursos -que
eran inexistentes- sino por su afición desmedida al porno de revista y
brazalete. Ahora voy yo.
Antes de reemplazarlo
en la improvisada pista de baile, le lanzó una advertencia visual: tu short,
compare.
Removido
por los piscos, Jorge, la cara un lienzo dedicado al jolgorio y la parranda, tomó
borrosa nota de la indicación de Mario: el short era incapaz de embozar la
hinchazón provocada por el sinuoso baile.
Reconoció
la hidalguía de su amigo. De no habérselo advertido, Mónica podría haberse
asustado -nunca se sabía cuándo una mujer se hacía la estrecha- y la cancha
hubiera quedado despejada para que Mario metiese la pelotita en ese arco
seguramente recién afeitadito y liso para recibir una buena tunda. Entonces, se
lanzó a la piscina. Las aguas tibias le aplacarían al monstruo ese que se
perfilaba para convertirse en el goleador de la noche.
Mónica y
Mario, ajenos al quejido de las aguas que recibieron el cuerpo alicorado de
Jorge, encontraron la perfecta sincronía entre la pelvis de él y la nalgamenta
de ella. Mario la tocaba con el grosor del animal que -él sí- no se molestaba
en disimular, y ella le sonreía con lo mejor de su vasto imperio posterior.
Esta
situación no le gustó nadita a Jorge quien, si bien había sido sosegado un algo
por las aguas de la piscina, mantenía todavía el fulgor por hacerse de Mónica,
la coqueta empresaria y amiga a quien hacía un par de meses nada más, fíjate tú,
condecoró en el congreso.
Recordó
cuando, con la ayuda de su pandilla de asesores, en un chifita de la avenida
Abancay, inventó las categorías de las premiaciones, ya que no solo condecoraría
los voluminosos talentos empresariales de Mónica, también los del huevón que
estaba ya bailando muy rico y húmedamente ahí con ella, a unos metros de sus
celosos ojos, el también empresario Mario Cardona.
“Empresaria
joven de la cuarta semana de octubre 2024” y “Empresario de entre treinta y
cuarenta años que ha perdido dos kilos en el mes de octubre del 2024”,
estallaron en risas, chocando en alto sus vasos de Inka Kola contagiada de
salsa de tamarindo y pedacitos de wantán.
Era facultad
de cualquier congresista peruano premiar a nombre del Estado a quienes ellos quisieran,
bajo el amparo de que así se felicitaba y estimulaba los mejores
comportamientos cívico-empresariales de los ciudadanos más destacados de la
nación.
Cualquier
clase de comportamiento cívico-empresarial podía caber en ese bolsón.
Mónica tenía
un emprendimiento de venta de empanadas y se había abrochado con el despacho de
Jorge Jara para la provisión de desayunos post reuniones de coordinación -las
cuales raras veces ocurrían, aunque el desayuno se pagaba sí o sí-. Desde que
la vio, Jorge supo que Mónica pasaría por sus armas más temprano que tarde.
Mario Cardona
había heredado el negocio de reciclaje de su escurridizo padre y ahora
facturaba miles de soles gracias a los contactos que Jorge le facilitó en el
gobierno.
Ah, no se
olviden de chequear si Marito ya depositó su agradecimiento del mes, apuntó
Jorge, devorando el muslo de un generoso langostino desenterrado de una montaña
de arroz graneadito. Los asesores, que conocían las leyes para sacarles el
mejor provecho, asintieron pícaramente.
***
Con los
brazos cruzados sobre el borde de la piscina, Jorge decidió que Mario y Mónica
no podían continuar así, punteándose y dejándose puntear delante de él y bajo
la mirada inocentona de ese cielo nocturno tachonado de estrellas que parecían
luces de navidad.
Auxiliado
por la fuerza de empuje arquimediana y la potencia de sus brazos entrenados, eso
sí, con sana regularidad en el gimnasio que el Congreso de la República le
pagaba -obra y gracia de una leguleyada de sus asesores- salió de la piscina,
tomó una manguera cercana a los bailarines y los bañó. Hace mucho calor,
chicos. Refrésquense.
No te
juegues así, Jorgito, dijo Mario, la entrepierna pronunciada, entre carcajadas
exageradas por el pisco.
Ay, Jorge, qué
pesado eres, rio coquetamente la mujer.
El
congresista, ajeno a los reproches amicales, ensañó el chorro de la manguera
contra los pechos de su amiga. Volvió a erectarse ante la visión esplendorosa
de esos pezones marrones que destacaban sin lugar a duda por debajo de esa blusita
blanca ya transparentada por la astuta intervención del agua.
***
¿Jura,
ciudadano Jorge Jara, por Dios y por la patria, ser un honesto presidente del Perú?, pronunció
solemnemente el camaleónico congresista Rospigliolo.
Por frenar
la mentira, la corrupción y, sobre todo, la delincuencia que está matando a mis
compatriotas, sí juro.
La voz del
recién juramentado resonó en medio del apandillado silencio que los tribunos habían
hecho para dejar que las palabras del imberbe presidente pudieran engatusar
debidamente a un Perú que ya se estaba volcando en las redes sociales con todo
su descontento e impotencia.
Sus
palabras fueron breves, y cuando culminaron, venales aplausos embargaron el
recinto congresal. Al mismo tiempo, en esas mismas redes sociales, hinchadas de
beligerancia y hastío ciudadano, empezó a conocerse que el presidente veía en
una mujer el mejor destino para su falo treintañero. Varios mensajes hechos
desde sus cuentas oficiales fueron exhumados en tiempo real. Uno de ellos
decía: Las chicas doradas italianas qué tetotas tienen. Mejor me voy a
Italia. Mamma mia. Otro, no menos agudo, rezaba: Lo que me gusta de toda
fiesta infantil son las animadoras. ¿No les gustaría conocer a mi payaso?
***
Despertó
desnuda hacia la una de la tarde del día siguiente. Se llevó una mano, casi mecánicamente,
hacia la vagina. Iba tomando conciencia de que yacía sobre una cama en ropa
interior, abrumada por un desalmado cataclismo de preguntas. El aterrizaje de
la sola yema de sus dedos sobre sus labios menores fue como el dolor de un incauto
meñique estrellado contra la arista de una perversa puerta.
¿Qué me han
hecho? ¿Qué paso? ¿Por qué?
No había
respuestas inmediatas; pero sí la culpa de saber que no debió tomar tanto, la
culpa de que cualquier cosa que le haya pasado pudo haberse evitado. No era la
primera vez que se extralimitaba con las copas, con el consiguiente y
aparentemente reparador juramento de que jamás vuelvo a chupar.
Sin
embargo, esta era la primera vez que le regresaba la conciencia acompañada de
un fuego que le hostigaba la vagina. La cosa ardía. Era el fuego impío de la
mala noche y las malas juntas.
¿Qué no
había estado con Mario y Jorge anoche?
Los piscos
puros, sin la intromisión apaciguadora del azúcar o del limón o del hielo, la habían
nublado rápidamente. ¿Recordaba algo? Trató de exprimirse la memoria en tanto
que luchaba tenazmente contra la desesperación de sentirse violada ¿Me
violaron? ¿Me han violado? ¿Me está pasando esto a mí?
La suciedad
la envolvió en sus visiones de náuseas, auto desprecio y lágrimas sin apaciguamiento
maternal post parto. Desesperadamente, se aferró a las dos centésimas de
ecuanimidad que aún se escondía, tímida, en medio de ese caos que era su alma.
Unos
brazos. Sí. Me cargaron. ¿Fue Mario? ¿Fue Jorge?
Volvió a
tocarse la vagina, esta vez por debajo del calzón que cubría con silente
vergüenza ajena un crimen sin nombre. Alguien había estado ahí dentro sin su
consentimiento.
Entonces
vio el mismo bividí que llevaba Jorge cuando bailaron reggaetón muy
cachondamente a orillas de la piscina. Tomó la prenda entre sus manos. Los
poros de su piel eran esporas que buscaban una verdad que se deshacía como las
gotas de agua que, ahora tibias, corrieron por sus brazos cuando estrujó furiosamente
el bividí.
Me violó
ese hijo de puta.
***
Ahora era
el presidente del país, con tan solo treinta y ocho años. Treinta y cuatro
votos congresales habían sido suficientes para consolidarlo en el sitio del
cual acababa de ser defenestrada la mujer que le había recomendado al Perú no
contestar las llamadas de los extorsionadores, desconociendo que estos
recurrirían a los balazos a domicilio como definitivo y mortal recordatorio de
que a nadie se le dejaba con el puñal en la boca.
Las
preguntas que demolieron su cabeza hacía algunos meses volvieron a acosarla en
sus puntos cardinales, jugueteando en lo ancho de la aorta de su vida.
¿Es
presidente este miserable que me ha violado? ¿O la ultrajó el otro idiota
que se mandó a largar burlándose del proceso que aún se aireaba en los mohosos
pasillos judiciales?
Aturdida,
sacó de las honduras del cajón de su mesita de noche una de las pastillitas que
hacía algunos meses la ayudó a dormir como si nadie la hubiese violentado jamás.
Aunque,
mejor, para asegurar la cosa, sacó tres píldoras más. Quería despertar cuando
el imbécil que ahora se pavoneaba con la banda presidencial cruzándole el pecho
con la concha distintiva de un buen político peruano dejase de ser el ciudadano
más importante, privilegiado e inmune de este país. Quizá ese día llegase
mañana, en una semana…
Ya no
quiero volver a despertar.
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