Cuando
despertó, tendido en la arena, recordó que debía presentarse en el Maccas de
ese lugar, de Gold Coast, para la entrevista de trabajo que su padre le había
conseguido. Si no regresas contratado, te boto de la casa, le había advertido.
¿Quieres que te pague la universidad? Entonces ponte a trabajar al menos seis
meses. Quiero que sepas qué es partirse el lomo todos los días por unas cuantas
monedas. Yo no he hipotecado mi vida para pagarte así de fácil los estudios.
Se levantó
con esfuerzo de la arena, dio unos torpes pasos, y volvió a caer al suelo, todo
el hocico cubierto por diminutas partículas calcáreas. ¿Cómo iba a presentarse a
la entrevista así de borracho?
Los amigos
con los que había llegado a Gold Coast a celebrar la emancipación de la
escuela, de ese yugo impuesto durante doce años de sus vidas, parecían cadáveres,
cuerpos lamidos por las claras aguas del mar. La noche anterior, la última de
la semana de Schoolies, días en los cuales los adolescentes australianos
celebraban con desafueros alcohólicos y libertinos el fin de una era, había
terminado en una borrachera sin igual.
Los
Schoolies habían terminado y ahora debía enfocarse en cómo librarse del alcohol
en las escasas horas que lo separaban de la entrevista.
Recordó
que, cuando estaba en el décimo primer año, asistió a una fiesta en la casa de
Kim, con sus padres de viaje, en donde a pesar de haber bebido de todo, el
baile lo mantuvo sobrio y alejado del suelo en el que fueron a parar varios de
sus amigos.
Tengo que
bailar. Intentó hacerlo, pero volvió a hundirse en la arena ni bien emprendió
una pirueta.
No lograría
nada en esas condiciones.
Empezaré
caminando y cuando logre cierta estabilidad, bailaré, aunque la gente me crea
loco.
Tambaleándose,
salió de la arena y caminó una cuadra por la acera cuando se topó con el
anuncio del primer club de corredores Schoolies: Termina el último día de
Schoolies haciendo algo saludable. Partimos a las seis de la mañana. Qué
esperas. Apúntate.
Zac se acercó
a la dirección del punto de partida del club, confiando en que estuvieran a
punto de ser las seis de la mañana. Al llegar, no vio a nadie. En su sitio, bamboleante
y despidiendo un potente olor a trago, se preguntó si ya todos los inscriptos habían
partido.
¿Vienes por
lo del club de corredores?, le dijo un tipo en licra.
Sí, vi el
anuncio. ¿Ya salieron todos?
No; de
hecho, son ya casi las siete y eres el primer interesado.
¿Las siete?, se alarmó
Zac.
Sí. ¿Pasa
algo?
Empecemos a
correr, dijo Zac, apresurado, avizorando los palazos con los que sería
recibido por su padre.
Claro,
empecemos; pero antes deja que me presente. Me llamo Brock. Soy el creador de
este club.
Al cabo de
hora y media de recorrido, Zac y Brock se encontraban de vuelta en el punto de partida.
Muchas
gracias por haberte unido a este primer intento de traer un poco de salud y
deporte a esta semana repleta de descontrol y excesos. Has sido el único que ha
creído en esta cruzada, dijo Brock, dejando caer una cariñosa palmada en la
espalda sudada de un Zac ya liberado del alcohol. Sus movimientos eran claros y
definidos. Solo le hacía falta un buen baño y estaría listo para la entrevista.
Le quedaba poco más de una hora.
Pero a quién
se le ocurre organizar una corrida saludable en plenos Schoolies cuando lo que la
gente quiere es emborracharse para olvidarse de los doce años de martirio
escolar, dijo Zac, ansioso por irse.
¿Y por qué te
presentaste si no crees en la misión de esta cruzada?
Me tengo
que ir, zanjó Zac. Otro día con gusto te respondo la pregunta. Y trotó
hacia las duchas de la playa, no sin antes llevarse, aprovechando un descuido de
Brock, la mochila de este con el traje de civil que allí llevaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario