MPM era una empresa constructora, sin gloria a futuro ni pasado apoteósico, que había nacido en este país de caos y miseria a fines del los años 80.
Esta empresa constructora tenía entre sus principales activos la presencia de dos “compañeros” apristas.
Se deduce que, desde su creación hasta antes de que García asumiera el mando presidencial, la empresa constructora MPM dormía profundamente.
Y como no hay mal que dure cien años, cuando Ala García asumió el poder, y con él toda la cohorte de apristas oportunistas y aprovechadores (perdonen el pleonasmo), la empresa MPM vio la luz. El año 2006 estaba signado para ser el inicio de la era lucrativa de la constructora.
Fue, pues, que en el 2006, MPM obtuvo la licencia para firmar contratos con entidades públicas. Había recibido la bendición del OSCE (Organismo Supervisor de Contrataciones del Estado).
Y desde esa fecha hasta ahora, MPM ha facturado más de 500 millones de soles en contratos con el Estado, más específicamente con Sedapal y el programa Agua para todos. Porque es en estas entidades que MPM cuenta con arcanos y cazurros contactos.
En estos tiempos, ser aprista es el medio más rápido y efectivo para hacer dinero.
Como me comentaba mi papá, seguramente que esa empresa MPM se constituyó con un capital irrisorio. Pero ahora hay que ver las camionadas de dinero que se han levantado en colusión con funcionarios apristas (malos funcionarios, o sea).
No hay que creer que los contratos que firman con Agua para todos, son contratos respetables y transparentes. No, señor. Perú 21 afirma que MPM tiene el cuajo de no respetar los presupuestos que establece y que suele aumentar sus costos a más del 10%.
Qué duda cabe que en este país, si quieres triunfar, sólo tienes que aliarte con la gente más “picuda” (como dicen los mexicanos) o de más influencia.
lunes, 14 de junio de 2010
viernes, 11 de junio de 2010
Esparacholos
Soy cholo porque me gusta Green Day.
Soy un cholo ególatra porque pienso que mi tiempo y mi existencia son valiosos y porque ignoro la dimensión del universo.
Soy cholo a medias porque le he pedido un autógrafo a un “famoso” (Jaime Bayly, Álex Lora –vocalista del Tri-, Adrián Barilari –vocalista de Rata Blanca) pero no lo he atesorado con cariño.
Soy cholo porque he pedido que comenten en mi blog.
Soy cholo porque he limpiado los cubiertos con servilletas antes de comer.
Soy cholo porque le he pasado la voz a mi pata con un silbido y porque él me ha respondido con otro.
Soy cholo porque me gusta la canción de Shakira del mundial.
Soy cholo porque he creído, durante años, que MSN era la abreviatura de Messenger cuando en realidad lo es de Microsoft Network.
Soy un cholo arrecho porque he tenido videos porno en mi celular.
Soy cholo porque me he tirado pedos cuando he estado tapado con la frazada y luego he metido mi cabeza para olerlos.
Soy cholo porque me he pajeado viendo a una actriz porno que se parecía a mi enamorada.
Soy cholo porque alguna vez he distraído a mi flaca para sacarme los mocos.
Soy cholo porque me he creído superior por usar palabras complejas para explicar cosas simples.
Soy cholo porque como yogurt con cereales.
Soy cholo porque he matado moscas con un periódico enrollado.
Soy cholo porque he dicho “michi” en lugar de “mierda”.
Soy cholo porque he levantado el plato para tomar el jugo del ceviche.
He podido darme cuenta de que soy cholo gracias a los tips diarios que se emiten desde el usuario de Twitter: Esparacholos.
Bueno, también me doy cuenta de mi condición de cholo cada día en que veo el reflejo de mi cara en el espejo de mi cuarto.
Soy un cholo ególatra porque pienso que mi tiempo y mi existencia son valiosos y porque ignoro la dimensión del universo.
Soy cholo a medias porque le he pedido un autógrafo a un “famoso” (Jaime Bayly, Álex Lora –vocalista del Tri-, Adrián Barilari –vocalista de Rata Blanca) pero no lo he atesorado con cariño.
Soy cholo porque he pedido que comenten en mi blog.
Soy cholo porque he limpiado los cubiertos con servilletas antes de comer.
Soy cholo porque le he pasado la voz a mi pata con un silbido y porque él me ha respondido con otro.
Soy cholo porque me gusta la canción de Shakira del mundial.
Soy cholo porque he creído, durante años, que MSN era la abreviatura de Messenger cuando en realidad lo es de Microsoft Network.
Soy un cholo arrecho porque he tenido videos porno en mi celular.
Soy cholo porque me he tirado pedos cuando he estado tapado con la frazada y luego he metido mi cabeza para olerlos.
Soy cholo porque me he pajeado viendo a una actriz porno que se parecía a mi enamorada.
Soy cholo porque alguna vez he distraído a mi flaca para sacarme los mocos.
Soy cholo porque me he creído superior por usar palabras complejas para explicar cosas simples.
Soy cholo porque como yogurt con cereales.
Soy cholo porque he matado moscas con un periódico enrollado.
Soy cholo porque he dicho “michi” en lugar de “mierda”.
Soy cholo porque he levantado el plato para tomar el jugo del ceviche.
He podido darme cuenta de que soy cholo gracias a los tips diarios que se emiten desde el usuario de Twitter: Esparacholos.
Bueno, también me doy cuenta de mi condición de cholo cada día en que veo el reflejo de mi cara en el espejo de mi cuarto.
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jueves, 10 de junio de 2010
El Fujimorismo es Alberto Fujimori
Víctor Andrés Ponce, en su columna de hoy en Perú 21, se pregunta si el Fujimorismo, encabezado por Keiko Fujimori, podrá desligarse de los hechos funestos de Alberto Fujimori y convertirse en un “fujimorismo civil y moderno”.
Este columnista comienza su opinión de manera muy optimista, dando a entender que Keiko está haciendo un esfuerzo ímprobo para desligarse del fujimorato. Lo transcribo: “Keiko Fujimori ha empezado a distanciarse de algunos aspectos de la herencia política fujimorista”.
Yo discrepo del señor Ponce. Keiko no se está desligando ni quiere desligarse de nada. Simplemente está guardando un calculado silencio mientras decidé qué fichas mover para ganar más adeptos.
Afirmo esto con categórica seguridad pues ayer, mientras pasaba por la avenida Bolívar en Pueblo Libre, vi un cartel fujimorista en el cual se le instaba al viandante a apostar por Fuerza 2011.
El diseño del cartel era simple y se ubicaba en la parte superior del frontis de una casa que, no estoy seguro, podría ser una base del partido.
En cartel tenía como protagonistas a Keiko y a su padre, cohesionados en un abrazo sonriente. Agucé un poco más la vista y noté que Alberto Fujimori destaca ligeramente en la imagen. Esto, subliminalmente, daría a entender que detrás de Keiko, todavía se puede sentir el brazo prohijador de Alberto.
Si yo me quiero desligar de algo, no me tomo fotos con ese algo, pues. Me imagino que el cartel que vi no es el único. Debe haber un montón con imagen similar por todo el país.
Qué triste que en este país, un partido político que tiene como único argumento la nefasta figura paterna de la candidata, esté ocupando el segundo lugar en las encuestas de intención de voto para la Presidencia de la República.
Este columnista comienza su opinión de manera muy optimista, dando a entender que Keiko está haciendo un esfuerzo ímprobo para desligarse del fujimorato. Lo transcribo: “Keiko Fujimori ha empezado a distanciarse de algunos aspectos de la herencia política fujimorista”.
Yo discrepo del señor Ponce. Keiko no se está desligando ni quiere desligarse de nada. Simplemente está guardando un calculado silencio mientras decidé qué fichas mover para ganar más adeptos.
Afirmo esto con categórica seguridad pues ayer, mientras pasaba por la avenida Bolívar en Pueblo Libre, vi un cartel fujimorista en el cual se le instaba al viandante a apostar por Fuerza 2011.
El diseño del cartel era simple y se ubicaba en la parte superior del frontis de una casa que, no estoy seguro, podría ser una base del partido.
En cartel tenía como protagonistas a Keiko y a su padre, cohesionados en un abrazo sonriente. Agucé un poco más la vista y noté que Alberto Fujimori destaca ligeramente en la imagen. Esto, subliminalmente, daría a entender que detrás de Keiko, todavía se puede sentir el brazo prohijador de Alberto.
Si yo me quiero desligar de algo, no me tomo fotos con ese algo, pues. Me imagino que el cartel que vi no es el único. Debe haber un montón con imagen similar por todo el país.
Qué triste que en este país, un partido político que tiene como único argumento la nefasta figura paterna de la candidata, esté ocupando el segundo lugar en las encuestas de intención de voto para la Presidencia de la República.
martes, 8 de junio de 2010
¿Mantilla no tiene influencias en el APRA?
Consultado por la agencia de noticias peruana Ideeleradio, Javier Morán, secretario general institucional del APRA, descartó que Agustín Mantilla tenga alguna influencia en las decisiones del partido. Dijo: “Él pudo haberse reunido con algunas personas en función, tal vez, de una amistad, pero descarto que tenga participación en las decisiones del Apra”.
Creer en las palabras de este desconocido señor Morán sería pecar de ingenuo. En un mundo donde todo es conexiones e influencias, sobre todo en el partido aprista, que es un semillero de argolleros, creer en las palabras de ese señor constituiría una ingenuidad supina.
Si en el partido de gobierno mantienen poderosas influencias el popular “Don Bieto” y hasta Rómulo León, ¿cómo no va a tener influencias el ex ministro Mantilla, que para más señas, está hasta el momento libre de prisiones, a diferencia de los otros señores mencionados?
Tan tontos no somos algunos peruanos para creer en disparatados embelecos.
Creer en las palabras de este desconocido señor Morán sería pecar de ingenuo. En un mundo donde todo es conexiones e influencias, sobre todo en el partido aprista, que es un semillero de argolleros, creer en las palabras de ese señor constituiría una ingenuidad supina.
Si en el partido de gobierno mantienen poderosas influencias el popular “Don Bieto” y hasta Rómulo León, ¿cómo no va a tener influencias el ex ministro Mantilla, que para más señas, está hasta el momento libre de prisiones, a diferencia de los otros señores mencionados?
Tan tontos no somos algunos peruanos para creer en disparatados embelecos.
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lunes, 7 de junio de 2010
Un hombre más fuerte
Ayer, luego de llegar de Chimbote y después de haber saludo a mi hermano Carlitos, éste me preguntó por la cámara de fotos.
-La tiene Claudia, Carlitos. ¿No te acuerdas que se la presté?
-Es que la quiero para hacer mis películas-me dijo Carlitos.
A mi hermanito le gusta filmar las batallas que planea con sus juguetes y luego los videos en Youtube. Hasta ahora no ha colgado ninguno de sus videos, pero cuenta con una veintena almacenada en el disco duro de la computadora.
Decidí llamar a Claudia. Eran las siete y cuarto de la mañana. Frío domingo.
Me contestó su papá. Sospeché que no me pasaría la llamada, que me diría algo como que su hija ha salido; pero era muy temprano, y encima domingo, como para que Claudia hubiese podido salir a alguna parte. Su papá me pasó la llamada.
Cuando escuché el sonido de unos tacos aproximándose al celular supe que Claudia se disponía a coger el auricular. Por las innumerables veces en que la he llamado a tempranas horas de la mañana y por las innumerables veces en que he oído que se aproximaba a contestarme con el sonido de sus tacos precediéndola, he llegado a la conclusión que Claudita no usa pantuflas, alpargatas u otro tipo de calzado liviano para desplazarse mientras todavía está en pijamas. Parece que sólo usa zapatos de taco.
Esto quiere decir dos cosas:
1. Que no tiene un calzado liviano.
2. Que se pone lo primero que encuentra para caminar. Y lo primero que encuentra para caminar es el calzado que seguramente usó en una fiesta a la que asistió el día anterior. O sea, sus zapatos de taco.
Luego de saludarla le pregunté por la cámara. Le dije si podía pasar por su casa más tarde para recoger el aparato. Me dijo que iba a ver. Después se quejó de que la llamara tan temprano. Su papá podría pensar que la estoy llamando para sacarla de su casa en la tarde y desaparecerse todo el día.
Malicié que seguramente ella había quedado con alguien en salir por la tarde, para lo cual ya contaba con un embeleco para despistar a su madre; verbigracia, salir a comprar ropa. Y yo estaba malográndole el plan llamándola tan temprano. Si ella le pedía permiso a su papá para salir a la calle, su padre iba a pensar que salía conmigo.
Creo que me reprendió más por eso que por el hecho de que la estuviera llamando tan temprano.
-Te llamo más tarde para decirte a qué hora puedes venir a recoger la cámara-me dijo. Era obvio que tenía muchas ganas de seguir durmiendo y, bueno, seguro también eso la molestaba un poquito.
Transcurrió todo el domingo y nunca me llamó.
Lo que rescato de este, para muchos, insignificante episodio, es que no sentí deseos de llamarla para averiguar por qué no me llamaba. Tampoco esperé con ansias a que el reloj marcase las once de la noches –a esa hora cualquier persona hogareña está en su casa, de todas maneras- para increparle por su incumplimiento de palabra.
Estuve tranquilo. Pensé: ya me llamará algún día para devolverme la cámara. Luego no me torturé como en otras ocasiones.
Esto significa que he superado cualquier tipo de cuitas con Claudia. Ella ha dejado de tener esa significancia amorosa que una vez mi corazón albergó por ella. Ahora puedo declararme un hombre totalmente desligado de sentimentalismos baratos de plazuela.
Este nuevo descubrimiento y afirmación de mi nueva condición me demuestran que estoy un poquito más preparado para seguir enrostrándome a las procelosas aguas del mar de la vida por un tiempo más, hasta que pueda asegurar la estabilidad económica de mi familia y haya escrito unos tres o cuatro libros. Una vez que haya alcanzado esos objetivos, me dejaré llevar al infierno del que salí alguna vez para poner mis dos pies en este mundo.
-La tiene Claudia, Carlitos. ¿No te acuerdas que se la presté?
-Es que la quiero para hacer mis películas-me dijo Carlitos.
A mi hermanito le gusta filmar las batallas que planea con sus juguetes y luego los videos en Youtube. Hasta ahora no ha colgado ninguno de sus videos, pero cuenta con una veintena almacenada en el disco duro de la computadora.
Decidí llamar a Claudia. Eran las siete y cuarto de la mañana. Frío domingo.
Me contestó su papá. Sospeché que no me pasaría la llamada, que me diría algo como que su hija ha salido; pero era muy temprano, y encima domingo, como para que Claudia hubiese podido salir a alguna parte. Su papá me pasó la llamada.
Cuando escuché el sonido de unos tacos aproximándose al celular supe que Claudia se disponía a coger el auricular. Por las innumerables veces en que la he llamado a tempranas horas de la mañana y por las innumerables veces en que he oído que se aproximaba a contestarme con el sonido de sus tacos precediéndola, he llegado a la conclusión que Claudita no usa pantuflas, alpargatas u otro tipo de calzado liviano para desplazarse mientras todavía está en pijamas. Parece que sólo usa zapatos de taco.
Esto quiere decir dos cosas:
1. Que no tiene un calzado liviano.
2. Que se pone lo primero que encuentra para caminar. Y lo primero que encuentra para caminar es el calzado que seguramente usó en una fiesta a la que asistió el día anterior. O sea, sus zapatos de taco.
Luego de saludarla le pregunté por la cámara. Le dije si podía pasar por su casa más tarde para recoger el aparato. Me dijo que iba a ver. Después se quejó de que la llamara tan temprano. Su papá podría pensar que la estoy llamando para sacarla de su casa en la tarde y desaparecerse todo el día.
Malicié que seguramente ella había quedado con alguien en salir por la tarde, para lo cual ya contaba con un embeleco para despistar a su madre; verbigracia, salir a comprar ropa. Y yo estaba malográndole el plan llamándola tan temprano. Si ella le pedía permiso a su papá para salir a la calle, su padre iba a pensar que salía conmigo.
Creo que me reprendió más por eso que por el hecho de que la estuviera llamando tan temprano.
-Te llamo más tarde para decirte a qué hora puedes venir a recoger la cámara-me dijo. Era obvio que tenía muchas ganas de seguir durmiendo y, bueno, seguro también eso la molestaba un poquito.
Transcurrió todo el domingo y nunca me llamó.
Lo que rescato de este, para muchos, insignificante episodio, es que no sentí deseos de llamarla para averiguar por qué no me llamaba. Tampoco esperé con ansias a que el reloj marcase las once de la noches –a esa hora cualquier persona hogareña está en su casa, de todas maneras- para increparle por su incumplimiento de palabra.
Estuve tranquilo. Pensé: ya me llamará algún día para devolverme la cámara. Luego no me torturé como en otras ocasiones.
Esto significa que he superado cualquier tipo de cuitas con Claudia. Ella ha dejado de tener esa significancia amorosa que una vez mi corazón albergó por ella. Ahora puedo declararme un hombre totalmente desligado de sentimentalismos baratos de plazuela.
Este nuevo descubrimiento y afirmación de mi nueva condición me demuestran que estoy un poquito más preparado para seguir enrostrándome a las procelosas aguas del mar de la vida por un tiempo más, hasta que pueda asegurar la estabilidad económica de mi familia y haya escrito unos tres o cuatro libros. Una vez que haya alcanzado esos objetivos, me dejaré llevar al infierno del que salí alguna vez para poner mis dos pies en este mundo.
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domingo, 6 de junio de 2010
De cómo traicioné la confianza de mi hermano - Parte 1
Lima me recibió con un cielo encapotado y una fina garúa. Con mi enorme mochila a cuestas caminé unas cuadras por la avenida Javier Prado, en el ridículo y tacaño intento de reducir significativamente la distancia desde el terminal de Cruz del Sur hacia mi casa en La Perla para que el taxi que pudiese tomar después me ofreciera una tarifa rebajada.
Tomé un taxi diez cuadras después.
-¿A Haya de La Torre en La Perla?
-Catorce soles.
-¿Y a Plaza San Miguel?
-Doce soles.
-Diez pues, maestro.
En Plaza, tomé la coaster de la ruta San Miguel-Callao. Hacía más frío y garuaba más en La Perla que en Javier Prado.
Los días en Chimbote habían concluido. A diferencia de las muchas otras visitas que hice a ese lugar, sin lugar a dudas, ésta última había sido la mejor. Disfruté cada uno de los días que estuve por allá.
El viaje me sirvió para afianzar los lazos con todas las personas que allá, en aquella ciudad del eterno olor a pescado, todavía me estiman, a pesar de que están enterados de las tonterías que aquí escribo y de que muchas veces suelo tomar decisiones incorrectas en mi vida y cometer disparate tras disparate.
Pero sobre todo, este viaje me fue útil para conocerme mejor y conocer un poquito más a mi hermano Miguel.
Antes de empezar con esto del blog, en mi relación con mi hermano, la confianza para contarnos sobre nuestras cuitas amorosas o sexuales no había encontrado cabida. Fue necesario que yo empezara a desnudar mis propios sentimientos, ante la anónima variedad de gente que me pudiera leer, para incoar el proceso de auténtico conocimiento de mis falencias, debilidades, vicios y taras.
Siempre que ocurría algo en mi diario quehacer, que yo consideraba que debía contar, corría a la computadora y principiaba a narrar el hecho a manera de cuento. Algunas historias quedaban terminadas, pero no eran lo que se dice un cuento, eran más una especie de relato arrancado de un diario. Otras historias se me alargaron y nunca recibieron su punto final. Ahora yacen lánguidas y mustias en la carpeta Mis Documentos de mi ordenador.
Descubrí esto del blog y comencé a colgar, en desmedro de mi propia reputación y honor –cosas, ambas, que no tenía ni tendré- mis atrabiliarias ideas y mis desmanes sexuales.
Me confronté a mí mismo. Saqué a relucir mis miserias y pude, por fin, abocarme a tratar de conocer a mi hermano, preparando el puente que creara esa complicidad que es propia de los buenos amigos.
Un buen día le pregunté si era cierto que había tenido relaciones con Karina, la chica con la que, digamos, mantengo una especie de relación. Él me dijo que no, que no había pasado nada mayor que unos cuantos besos.
La información que me proporcionó mi hermano la contrasté con la que me dio su amigo Ignacio. Ignacio me dijo que Miguel había “clavado” a Karina tantas veces y en tantas posturas como se clava un cuadro a la pared de una sala.
En una divertida conversación, como son todas las que sostengo con Karina, ella me dijo que no recordaba que entre ella y Miguel hubiese existido sexo, solamente alguno que otro beso. Le conté luego la versión de Ignacio y a ella se le aclaró la memoria y admitió que en una sola ocasión Miguel y ella habían tenido relaciones sexuales; pero que Ignacio era un exagerado de mierda que no debía andar diciendo esas cosas.
Sentí que mi hermano Miguel aún era reticente para ciertas cosas conmigo.
Otro día le pregunté a Miguel qué de cierto había en las habladurías que lo relacionaban con una de las asistentes que trabajaban en la clínica de mi papá, allá en Chimbote. Ese día estábamos bebiendo un preparado de ron con Coca Cola en una combi mientras nos dirigíamos a una discoteca de Los Olivos. Quizá por el efecto de los tragos, Miguel fue más sincero conmigo y me contó alguna de las aventuras que vivió junto a Pamela.
Pamela era guapa y había ido a visitar a Miguel a la casa que teníamos en Los Olivos. En esa visita, salieron al Parque de Las Leyendas llevando a mi pequeño hermano Carlos. Pasaron la noche y la madrugada en su habitación de la casa, con la secreta anuencia de mi madre, que para esos menesteres siempre ha sido muy aquiescente y comprensiva con sus mayores hijos –muchas gracias, mami-. Al día siguiente, ella regresó a Chimbote. Definitivamente, Miguel la había pasado muy bien.
Me reconfortó mucho saber que mi hermano veía en mí a un amigo. Ese era mi objetivo: no dejar ese tipo de secretos entre nosotros e intercambiar anécdotas, pasando un agradable momento de camaradería, acompañando nuestras historias con algunos vasos de cerveza.
Hace poco mi hermano viajó a Chimbote. Después viajé yo.
Mientras él estuvo en Chimbote, un día recibí una llamada de su celular. Era Miguel que enviaba saludos a la familia y me decía que en unos días regresaría a Lima. Me pasó con mi hermanita Alicia. La saludé con mucho cariño. Ella, interrumpiendo nuestra conversación, dijo:
-¡Miguel, deja de coquetear con Sandra! Le prestas más atención a ella que a mí.
-¿Quién es Sandra, Alicita?
-Es la chica que me ayuda en mis tareas.
-¿Y es bonita?
-Sí. Por eso Miguel está detrás de ella todo el día-me dijo Alicia, celosa porque su hermano le prestaba poca o ninguna atención.
Sospeché entonces que mi hermano estaba haciendo de las suyas. Cuando viajé yo a Chimbote pude enterarme de primera mano que Sandrita era un linda chica de dieciocho años, estudiante del primer ciclo de Administración en la Universidad Los Ángeles de Chimbote –vale aclarar que algunos profesores y alumnos no son tan ángeles como reza el nombre de dicho centro de estudios, a juzgar por algunas historias que mi papá me ha contado-, que había sido contratada por mi papá para que ayudase a Alicia, Rebeca y Raymundito en sus deberes académicos del colegio. Lika y Raymundo no se daban abasto para satisfacer esas demandas pues tenían que trabajar en la clínica hasta las nueve de la noche.
Miguel llegó de Chimbote y, luego de los respectivos saludos de rigor, le pregunté sobre Sandra.
-¿Es bonita?
-Un poco-me dijo Miguel.
-¿Estuviste con ella o algo?-pregunté, tratando de establecer el lazo amical que debe primar sobre cualquier relación fraterna. Porque un hermano no necesariamente es tu amigo por el sólo hecho de poseer el mismo vínculo sanguíneo. La hermandad carnal es simplemente un accidente en la vida.
Miguel me contó que sí, que había pasado algo entre ellos dos. Le felicité. Estar con una chica guapa no era poco.
Ya más entrados en confianza me contó que también había estado coqueteando y persiguiendo a Mirtha, quien es la chica que asiste a mi papá en la atención de su clínica de la mujer.
Mirtha y yo habíamos tenido una especie de relación fugaz en el pasado. Ella me había tenido mucho cariño y me guardaba un sentimiento muy especial. Dicho sentimiento fue destruido cuando le conté que no le era del todo fiel y que el amor que yo decía que le profesaba era solamente ocasional. Me mandó al carajo y me dedicó “Ojalá que te mueras” de los Hermanos Yaipén, canción que, dicho sea de paso, no me gustó ni me gustará pues su letra me parece digna de gente despechada que no sabe entender y comprender la diversidad de sentimientos que puede albergar el alma humana.
Sin embargo, poco tiempo después, Mirtha y yo retomamos nuestra amistad y hasta la actualidad se ha mantenido incólume.
Miguel me dijo que porfiaba por birlarle unos besos a Mirtha. Finalmente, luego de comer un ceviche y con unas no pocas botellas de cerveza encima, Miguel había logrado encajarle unos besos afiebrados a Mirtha.
Un par de días antes de que yo viajase a Chimbote, Miguel y yo estuvimos viendo una película en donde un tipo tenía que “partirse a la mitad” para estar con una chica y, al minuto siguiente, con otra.
Miguel, luego de reírse, me dijo:-Me hace recordar lo que hacía en Chimbote. En el segundo piso estaba con Mirtha y en el tercero con Sandra. Y así paraba, de abajo para arriba y de arriba para abajo.
Hay que contar, para que el ocasional lector pueda ubicarse mejor, que la casa de mi padre cuenta con tres pisos. En los dos primeros funciona su Clínica de la Mujer. El tercer piso es usado como vivienda propiamente dicha. Mirtha trabajaba en el primer y segundo nivel, asistiendo a los pacientes que mi padre curaría. Sandra pasaba el día en el tercero procurando ayudar a Alicia en sus tareas escolares. Miguel, según me confió, desarrolló el don de la ubicuidad para moverse en ambos mundos.
Cuando llegué a Chimbote, Miguel ni yo sospechábamos que yo traicionaría su confianza.
(Continuará...)
Tomé un taxi diez cuadras después.
-¿A Haya de La Torre en La Perla?
-Catorce soles.
-¿Y a Plaza San Miguel?
-Doce soles.
-Diez pues, maestro.
En Plaza, tomé la coaster de la ruta San Miguel-Callao. Hacía más frío y garuaba más en La Perla que en Javier Prado.
Los días en Chimbote habían concluido. A diferencia de las muchas otras visitas que hice a ese lugar, sin lugar a dudas, ésta última había sido la mejor. Disfruté cada uno de los días que estuve por allá.
El viaje me sirvió para afianzar los lazos con todas las personas que allá, en aquella ciudad del eterno olor a pescado, todavía me estiman, a pesar de que están enterados de las tonterías que aquí escribo y de que muchas veces suelo tomar decisiones incorrectas en mi vida y cometer disparate tras disparate.
Pero sobre todo, este viaje me fue útil para conocerme mejor y conocer un poquito más a mi hermano Miguel.
Antes de empezar con esto del blog, en mi relación con mi hermano, la confianza para contarnos sobre nuestras cuitas amorosas o sexuales no había encontrado cabida. Fue necesario que yo empezara a desnudar mis propios sentimientos, ante la anónima variedad de gente que me pudiera leer, para incoar el proceso de auténtico conocimiento de mis falencias, debilidades, vicios y taras.
Siempre que ocurría algo en mi diario quehacer, que yo consideraba que debía contar, corría a la computadora y principiaba a narrar el hecho a manera de cuento. Algunas historias quedaban terminadas, pero no eran lo que se dice un cuento, eran más una especie de relato arrancado de un diario. Otras historias se me alargaron y nunca recibieron su punto final. Ahora yacen lánguidas y mustias en la carpeta Mis Documentos de mi ordenador.
Descubrí esto del blog y comencé a colgar, en desmedro de mi propia reputación y honor –cosas, ambas, que no tenía ni tendré- mis atrabiliarias ideas y mis desmanes sexuales.
Me confronté a mí mismo. Saqué a relucir mis miserias y pude, por fin, abocarme a tratar de conocer a mi hermano, preparando el puente que creara esa complicidad que es propia de los buenos amigos.
Un buen día le pregunté si era cierto que había tenido relaciones con Karina, la chica con la que, digamos, mantengo una especie de relación. Él me dijo que no, que no había pasado nada mayor que unos cuantos besos.
La información que me proporcionó mi hermano la contrasté con la que me dio su amigo Ignacio. Ignacio me dijo que Miguel había “clavado” a Karina tantas veces y en tantas posturas como se clava un cuadro a la pared de una sala.
En una divertida conversación, como son todas las que sostengo con Karina, ella me dijo que no recordaba que entre ella y Miguel hubiese existido sexo, solamente alguno que otro beso. Le conté luego la versión de Ignacio y a ella se le aclaró la memoria y admitió que en una sola ocasión Miguel y ella habían tenido relaciones sexuales; pero que Ignacio era un exagerado de mierda que no debía andar diciendo esas cosas.
Sentí que mi hermano Miguel aún era reticente para ciertas cosas conmigo.
Otro día le pregunté a Miguel qué de cierto había en las habladurías que lo relacionaban con una de las asistentes que trabajaban en la clínica de mi papá, allá en Chimbote. Ese día estábamos bebiendo un preparado de ron con Coca Cola en una combi mientras nos dirigíamos a una discoteca de Los Olivos. Quizá por el efecto de los tragos, Miguel fue más sincero conmigo y me contó alguna de las aventuras que vivió junto a Pamela.
Pamela era guapa y había ido a visitar a Miguel a la casa que teníamos en Los Olivos. En esa visita, salieron al Parque de Las Leyendas llevando a mi pequeño hermano Carlos. Pasaron la noche y la madrugada en su habitación de la casa, con la secreta anuencia de mi madre, que para esos menesteres siempre ha sido muy aquiescente y comprensiva con sus mayores hijos –muchas gracias, mami-. Al día siguiente, ella regresó a Chimbote. Definitivamente, Miguel la había pasado muy bien.
Me reconfortó mucho saber que mi hermano veía en mí a un amigo. Ese era mi objetivo: no dejar ese tipo de secretos entre nosotros e intercambiar anécdotas, pasando un agradable momento de camaradería, acompañando nuestras historias con algunos vasos de cerveza.
Hace poco mi hermano viajó a Chimbote. Después viajé yo.
Mientras él estuvo en Chimbote, un día recibí una llamada de su celular. Era Miguel que enviaba saludos a la familia y me decía que en unos días regresaría a Lima. Me pasó con mi hermanita Alicia. La saludé con mucho cariño. Ella, interrumpiendo nuestra conversación, dijo:
-¡Miguel, deja de coquetear con Sandra! Le prestas más atención a ella que a mí.
-¿Quién es Sandra, Alicita?
-Es la chica que me ayuda en mis tareas.
-¿Y es bonita?
-Sí. Por eso Miguel está detrás de ella todo el día-me dijo Alicia, celosa porque su hermano le prestaba poca o ninguna atención.
Sospeché entonces que mi hermano estaba haciendo de las suyas. Cuando viajé yo a Chimbote pude enterarme de primera mano que Sandrita era un linda chica de dieciocho años, estudiante del primer ciclo de Administración en la Universidad Los Ángeles de Chimbote –vale aclarar que algunos profesores y alumnos no son tan ángeles como reza el nombre de dicho centro de estudios, a juzgar por algunas historias que mi papá me ha contado-, que había sido contratada por mi papá para que ayudase a Alicia, Rebeca y Raymundito en sus deberes académicos del colegio. Lika y Raymundo no se daban abasto para satisfacer esas demandas pues tenían que trabajar en la clínica hasta las nueve de la noche.
Miguel llegó de Chimbote y, luego de los respectivos saludos de rigor, le pregunté sobre Sandra.
-¿Es bonita?
-Un poco-me dijo Miguel.
-¿Estuviste con ella o algo?-pregunté, tratando de establecer el lazo amical que debe primar sobre cualquier relación fraterna. Porque un hermano no necesariamente es tu amigo por el sólo hecho de poseer el mismo vínculo sanguíneo. La hermandad carnal es simplemente un accidente en la vida.
Miguel me contó que sí, que había pasado algo entre ellos dos. Le felicité. Estar con una chica guapa no era poco.
Ya más entrados en confianza me contó que también había estado coqueteando y persiguiendo a Mirtha, quien es la chica que asiste a mi papá en la atención de su clínica de la mujer.
Mirtha y yo habíamos tenido una especie de relación fugaz en el pasado. Ella me había tenido mucho cariño y me guardaba un sentimiento muy especial. Dicho sentimiento fue destruido cuando le conté que no le era del todo fiel y que el amor que yo decía que le profesaba era solamente ocasional. Me mandó al carajo y me dedicó “Ojalá que te mueras” de los Hermanos Yaipén, canción que, dicho sea de paso, no me gustó ni me gustará pues su letra me parece digna de gente despechada que no sabe entender y comprender la diversidad de sentimientos que puede albergar el alma humana.
Sin embargo, poco tiempo después, Mirtha y yo retomamos nuestra amistad y hasta la actualidad se ha mantenido incólume.
Miguel me dijo que porfiaba por birlarle unos besos a Mirtha. Finalmente, luego de comer un ceviche y con unas no pocas botellas de cerveza encima, Miguel había logrado encajarle unos besos afiebrados a Mirtha.
Un par de días antes de que yo viajase a Chimbote, Miguel y yo estuvimos viendo una película en donde un tipo tenía que “partirse a la mitad” para estar con una chica y, al minuto siguiente, con otra.
Miguel, luego de reírse, me dijo:-Me hace recordar lo que hacía en Chimbote. En el segundo piso estaba con Mirtha y en el tercero con Sandra. Y así paraba, de abajo para arriba y de arriba para abajo.
Hay que contar, para que el ocasional lector pueda ubicarse mejor, que la casa de mi padre cuenta con tres pisos. En los dos primeros funciona su Clínica de la Mujer. El tercer piso es usado como vivienda propiamente dicha. Mirtha trabajaba en el primer y segundo nivel, asistiendo a los pacientes que mi padre curaría. Sandra pasaba el día en el tercero procurando ayudar a Alicia en sus tareas escolares. Miguel, según me confió, desarrolló el don de la ubicuidad para moverse en ambos mundos.
Cuando llegué a Chimbote, Miguel ni yo sospechábamos que yo traicionaría su confianza.
(Continuará...)
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jueves, 3 de junio de 2010
Por favor, no me insultes
¿Quién no ha recibido en su vida un apelativo? Hay los apelativos cariñosos y aquellos ofensivos. Estos últimos pueden acarrear efectos devastadores en sus víctimas que aquellos que colocan esos epítetos no podrán ver ni mensurar.
Los calificativos malvados y colocados con saña generalmente sirven para hacer de la víctima el punto de chiste y risa en el ambiente donde estudia, trabaja o habita. Las denominaciones nocivas minan la autoestima del calificado pudiendo afectarle su futura vida profesional, amical, estudiantil, etc.
El caso del joven poeta peruano Javier Heraud nos prueba lo perniciosa que puede ser la práctica de colocar apodos insultantes para exacerbar las carcajadas de la “audiencia”.
En el artículo del último número de la revista Caretas de título “Javier Heraud: El burgués guerrillero”, Rodolfo Hinostroza, que conoció a Heraud, nos relata la conversación que sostuvo con el eximio poeta cuando se encontraban en Chile, a donde habían llegado gracias a una beca que a fin de cuentas había resultado un vil engaño del dictador Fidel Castro para reclutar jóvenes brillantes de toda Latinoamérica y convertirlos en líderes revolucionarios en sus lugares de origen.
Luego de algunos entrenamientos físicos con armamento e impedimenta militar, en los que Javier debido a sus condiciones físicas –era alto, flaco y desgarbado- muchas veces terminaba haciendo el ridículo, Hinostroza inicia un diálogo con el poeta sobre las verdaderas intenciones castristas de enrolarlos en la guerrilla revolucionaria.
“Yo le dije, básicamente, que el Perú no era Cuba, y en nuestro enorme territorio, con el triple de su población, y con un gobierno no dictatorial, era imposible que una guerrilla de unas pocas docenas de personas tomase el poder en 6 meses, como nos había profetizado Castro, y continué en la misma línea de razonamiento, que Javier no objetó. ‘Entonces ¿por qué vas a la guerra?’, le dije, y él repuso muy emocionado: ‘¿Sabes cuánto mido yo? Un metro ochenta y cinco, y siempre he sido el punto en el colegio, el gringo cojudo, el Grandazo por las Huevas. Siempre todo el mundo me ha pegado porque yo no sabía defenderme, siempre me han tomado de punto, desde la primaria. ¿Entiendes? Seguro que a ti no te ha pasado eso... Pero ahora yo no me corro y quiero demostrarles, a ti y a todos del grupo, que soy tan hombre como cualquiera’, me dijo mirándome a la cara, y yo le comprendí, hondamente”.
Debido a esos pueriles estigmas que le habían acechado desde el pasado es que Heraud había decidido hacerse guerrillero.
Si aquella gente, que tuvo el privilegio de convivir con Javier cuando éste era niño, no hubiera incurrido en la crueldad de rebajar o eliminar su autoestima por medio de aquellos impíos denuestos, seguramente Heraud hubiera vivido muchos años más y los amantes de su poesía hubieran tenido muchas obras más que disfrutar y estudiar.
Luego de leer este artículo, hice un mea culpa y decidí, en lo que a mí concierne, no usar apodos para referirme a las personas. Para eso las personas cuentan con nombres que las identifican plenamente.
Hasta pronto.
Los calificativos malvados y colocados con saña generalmente sirven para hacer de la víctima el punto de chiste y risa en el ambiente donde estudia, trabaja o habita. Las denominaciones nocivas minan la autoestima del calificado pudiendo afectarle su futura vida profesional, amical, estudiantil, etc.
El caso del joven poeta peruano Javier Heraud nos prueba lo perniciosa que puede ser la práctica de colocar apodos insultantes para exacerbar las carcajadas de la “audiencia”.
En el artículo del último número de la revista Caretas de título “Javier Heraud: El burgués guerrillero”, Rodolfo Hinostroza, que conoció a Heraud, nos relata la conversación que sostuvo con el eximio poeta cuando se encontraban en Chile, a donde habían llegado gracias a una beca que a fin de cuentas había resultado un vil engaño del dictador Fidel Castro para reclutar jóvenes brillantes de toda Latinoamérica y convertirlos en líderes revolucionarios en sus lugares de origen.
Luego de algunos entrenamientos físicos con armamento e impedimenta militar, en los que Javier debido a sus condiciones físicas –era alto, flaco y desgarbado- muchas veces terminaba haciendo el ridículo, Hinostroza inicia un diálogo con el poeta sobre las verdaderas intenciones castristas de enrolarlos en la guerrilla revolucionaria.
“Yo le dije, básicamente, que el Perú no era Cuba, y en nuestro enorme territorio, con el triple de su población, y con un gobierno no dictatorial, era imposible que una guerrilla de unas pocas docenas de personas tomase el poder en 6 meses, como nos había profetizado Castro, y continué en la misma línea de razonamiento, que Javier no objetó. ‘Entonces ¿por qué vas a la guerra?’, le dije, y él repuso muy emocionado: ‘¿Sabes cuánto mido yo? Un metro ochenta y cinco, y siempre he sido el punto en el colegio, el gringo cojudo, el Grandazo por las Huevas. Siempre todo el mundo me ha pegado porque yo no sabía defenderme, siempre me han tomado de punto, desde la primaria. ¿Entiendes? Seguro que a ti no te ha pasado eso... Pero ahora yo no me corro y quiero demostrarles, a ti y a todos del grupo, que soy tan hombre como cualquiera’, me dijo mirándome a la cara, y yo le comprendí, hondamente”.
Debido a esos pueriles estigmas que le habían acechado desde el pasado es que Heraud había decidido hacerse guerrillero.
Si aquella gente, que tuvo el privilegio de convivir con Javier cuando éste era niño, no hubiera incurrido en la crueldad de rebajar o eliminar su autoestima por medio de aquellos impíos denuestos, seguramente Heraud hubiera vivido muchos años más y los amantes de su poesía hubieran tenido muchas obras más que disfrutar y estudiar.
Luego de leer este artículo, hice un mea culpa y decidí, en lo que a mí concierne, no usar apodos para referirme a las personas. Para eso las personas cuentan con nombres que las identifican plenamente.
Hasta pronto.
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Javier Heraud
Las chicas de la última página
Siempre que vengo a Chimbote a visitar a mi papá, lo primero que hago es recolectar, de los diferentes ambientes que componen su naciente clínica, todos los números de Caretas que no leía desde mi última visita.
Reúno un buen número de revistas y, con cierta fruición, me dispongo a recorrer sus páginas en busca de los artículos dedicados a la literatura. A veces, y dependiendo de lo impactante de las fotografías, me avengo a leer una que otra nota sobre actualidad política.
Me gusta recorrer la revista Caretas, hoja por hoja, de principio a fin. La recompensa de mi recorrido se encuentra siempre al final de la edición: la mujer desnuda que posa en las más diversas posturas.
Lo que todas tienen en común es que solamente se dejan avistar las tetas; rara vez el perfil de sus tafanarios, pero nunca la vagina.
A través de Caretas he podido aumentar mis conocimientos acerca de las mujeres. Claro, no de las mujeres peruanas –porque las chicas de las páginas ulteriores no son peruanas ni poseen nuestros autóctonos rasgos- sino de féminas de extranjeras procedencias.
A mis años, ver las mujeres de la página final de Caretas sólo me produce una sana alegría y una promisoria esperanza de algún día follar con una chica de semejantes atributos.
Cuando tenía trece o catorce años, y venía a Chimbote, cumplía el mismo rito que de lectura que he descrito líneas arriba; con el agregado de que, al caer la noche, y acompañado por la soledad de la habitación que mi padre me procuraba para pasar mis noches, distribuía a la calatas de las revistas en una especie de abanico.
Al centro de ese abanico estaba yo, con mi pequeño miembro en ristre y la lujuria a borbotones, mirando a la más tetona, a la más culona o la que tuviera la cara más libidinosa y provocadora. Así, con un papelito al costado, que usaba para envolver mis adolescentes efluvios, daba por terminado mi ritual de lectura de Caretas.
Cuando el momento de retornar a Lima se acercaba, devolvía las revistas a sus lugares de origen. Mi papá las colocaba en las mesitas de su, en aquella época, sala de espera. Ahora él cuenta con dos salas de espera en vista del aumento de sus siempre fervorosos pacientes.
Los pacientes se daban con la sorpresa de encontrar pegadas las últimas hojas, como si les hubiera caído encima algún pegamento potente. Tengo que aclarar que yo jamás he pegado esas hojas con mis líquidos seminales. Yo siempre procuraba envolver a mis potenciales hijos en un papel de cuaderno. Seguro mi hermano tenía que ver con aquel entuerto.
Espero que la revista Caretas nunca proscriba a la calata de la página final.
Hasta pronto.
Reúno un buen número de revistas y, con cierta fruición, me dispongo a recorrer sus páginas en busca de los artículos dedicados a la literatura. A veces, y dependiendo de lo impactante de las fotografías, me avengo a leer una que otra nota sobre actualidad política.
Me gusta recorrer la revista Caretas, hoja por hoja, de principio a fin. La recompensa de mi recorrido se encuentra siempre al final de la edición: la mujer desnuda que posa en las más diversas posturas.
Lo que todas tienen en común es que solamente se dejan avistar las tetas; rara vez el perfil de sus tafanarios, pero nunca la vagina.
A través de Caretas he podido aumentar mis conocimientos acerca de las mujeres. Claro, no de las mujeres peruanas –porque las chicas de las páginas ulteriores no son peruanas ni poseen nuestros autóctonos rasgos- sino de féminas de extranjeras procedencias.
A mis años, ver las mujeres de la página final de Caretas sólo me produce una sana alegría y una promisoria esperanza de algún día follar con una chica de semejantes atributos.
Cuando tenía trece o catorce años, y venía a Chimbote, cumplía el mismo rito que de lectura que he descrito líneas arriba; con el agregado de que, al caer la noche, y acompañado por la soledad de la habitación que mi padre me procuraba para pasar mis noches, distribuía a la calatas de las revistas en una especie de abanico.
Al centro de ese abanico estaba yo, con mi pequeño miembro en ristre y la lujuria a borbotones, mirando a la más tetona, a la más culona o la que tuviera la cara más libidinosa y provocadora. Así, con un papelito al costado, que usaba para envolver mis adolescentes efluvios, daba por terminado mi ritual de lectura de Caretas.
Cuando el momento de retornar a Lima se acercaba, devolvía las revistas a sus lugares de origen. Mi papá las colocaba en las mesitas de su, en aquella época, sala de espera. Ahora él cuenta con dos salas de espera en vista del aumento de sus siempre fervorosos pacientes.
Los pacientes se daban con la sorpresa de encontrar pegadas las últimas hojas, como si les hubiera caído encima algún pegamento potente. Tengo que aclarar que yo jamás he pegado esas hojas con mis líquidos seminales. Yo siempre procuraba envolver a mis potenciales hijos en un papel de cuaderno. Seguro mi hermano tenía que ver con aquel entuerto.
Espero que la revista Caretas nunca proscriba a la calata de la página final.
Hasta pronto.
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