El escritor mediocre ya no sabe sobre qué escribir. Está en blanco. Siempre que se sienta frente a esa simulación de la hoja en blanco de la computadora se halla vacío. Eso lo deprime. No lo deprime tanto como antaño, pues hogaño tiene a Morgana, quien con su bella sonrisa y esbelta figura le insufla muchas ganas de seguir viviendo.
Sin embargo, un día sin escribir le recuerda su mediocre destino. Un día que ha transcurrido sin que el escritor mediocre pueda poner por escrito aquello que lo sorprende, agobia o atribula es un día nulo, un día en el que ha consumido inútilmente una parte de ese 21% de oxígeno que cubre la Tierra.
El escritor mediocre sabe que no ha nacido con el instinto negociante que tuvieron su padre y su abuelo materno. No es carismático como su hermano. No es diligente como su madre y su abuelita materna. No es pródigo como sus tíos. El escritor mediocre no ha nacido ni para ser millonario, ni generoso ni bonachón. Ha nacido, únicamente, para escribir sus tonterías más íntimas.
Un día desierto de palabras transformadas en diminutos píxeles en la pantalla o en minúsculos corpúsculos de tinta en el papel revela que el escritor mediocre trató de vivir esa otra vida impostada que lleva, empleando sus exiguas fuerzas en aquello que no es y nunca será.
Un día de esos son el reflejo de que el escritor no tuvo los cojones de dejar esas vidas accesorias para dedicarse a lo único que lo conmueve y estimula: escribir mil y un naderías.
Esos días de páramo son días que no ha vivido, son días de acquaforte: “ya no me conocen, estoy solo y viejo, no hay luz en mis ojos…, la vida se va…”
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