Cuatro
interesantes novelas cortas, unas mucho más que otras, componen “El fruto
prohibido” de Somerset Maugham (París, 1874 – Niza 1965).
Decían
los más acerbos críticos del siglo pasado que los protagonistas femeninos de
las historias de Maugham estaban cargados de un deseo sexual irrefrenable,
característica que el escritor les atribuía, según estos críticos, porque, a
causa de su bisexualidad –sí, era bisexual, aunque el rostro de recto militar
le desdijera-, sentía que las mujeres eran su competencia. Cierto o no, la
primera historia del volumen, titulada como el libro, “El fruto prohibido”,
presenta a esta mujer culta y en extremo liberal, esposa de un dedicado pero
poco sexual profesor de ciencias naturales, que se enamora poderosamente del joven
aprendiz de su marido. El joven aprendiz, llamado Neil, se resiste al acoso de
la guapa mujer. Ella le ruega y, prácticamente, se le ofrece en bandeja. ¡Cómo
olvidar la descripción, precisa y sólida, que Maugham hace de esta femme fatale, a quien ha llamado Darya!
Neil no se doblega ante los insistentes requerimientos amorosos de Darya, porque
tal flaqueza constituiría una tremenda traición a la confianza de su maestro,
el profesor Munro. Por momentos, nos da la impresión de que Neil fuese
homosexual. Yo, en su lugar, le hubiera dado curso a la señora Darya desde el
primer momento. Se nota que el respeto por la mujer del prójimo no es uno de
los miramientos que me caracterizan.
El
final de esta historia es algo regular. Por el desarrollo magnífico y sinuoso
que Maugham logra en la historia, esperaba un final más logrado. Sin embargo,
el lector rijoso coincidirá conmigo en que la imagen que se nos impregna en la
memoria, y que no nos abandonará sino hasta el último día de nuestras
existencias, es aquella en la que una desnuda y bien torneada señora Darya se
zambulle en el solitario lago en el que Neil chapoteaba tranquilamente. La
descripción de la escena, con el estilo directo de Maugham, es muy vívida.
“La
decadencia de Eduardo Barnard”, segunda historia del libro, nos relata el por
qué el protagonista, Eduardo Barnard, abandona una vida de logros y éxitos
profesionales en Chicago, y se convierte en despachador de telas en una fábrica
en el paupérrimo pueblito de Tahití, otrora hogar político del pintor Paul
Gauguin. Allí lleva una vida apaciguada y feliz. En Chicago, su mejor amigo y
su prometida se preguntan por su paradero. El amigo va en busca de él, al cabo
de dos años de su partida. Se sorprende cuando ve lo mucho que Eduardo ha
cambiado, aquel Eduardo ambicioso y materialista.
Dejar
todo aquello que los demás (familiares, amigos) esperan de nosotros (ser
profesionales, adinerados, exitosos) y llevar la vida que realmente anhelamos,
sin reglas ni dogmas impuestos, eso hace Eduardo, y eso le dice a su amigo, un
día antes de que éste regresara a Chicago: “Vamos, hombre, no te conmuevas
hasta ese punto. No he fracasado, he triunfado. No puedes imaginarte con qué
entusiasmo afronto la vida, y cuán significativa me parece ahora. […] A mi
modesto parecer, yo también habré vivido en la belleza. […] De nada sirve que
un hombre gane todo el universo cuando acaba de perder su alma. Creo haber
ganado la mía”.
La
mayoría de personas que nos rodean, estén embozadas bajo el disfraz de un amigo
o de un padre, siempre nos dirán que no hagamos aquello que nosotros sentimos
que nos llenará espiritualmente. En muchas ocasiones, las advertencias de estas
personas serán acertadas, y nosotros, aún molestos por la derrota y a
regañadientes, les daremos la razón. Pero
es imperioso que experimentemos, que corramos, suframos o gocemos de nuestra
suerte. ¿Cuál es el objetivo de la vida sino? ¿Ganar plata, ser algo, ser
alguien? Eso era lo que los familiares de Jorge, muchacho de origen judío,
querían para él: una vida de prestigio como parlamentario inglés. Su padre, y
el resto de su familia, se sentían ingleses puros, olvidaban su origen judío.
Jorge solo quería dedicarse a la música, al piano, a su verdadera pasión y
vocación.
Ante
la testarudez del muchacho, sus padres acuerdan con él enviarlo a Alemania para
que estudie música. Al cabo de dos años, Jorge debía regresar y demostrar ante
una pianista profesional y de gran trayectoria, de muchas campanillas como Lea
Makart, si tenía madera para ser un pianista excepcional. Si la señorita Makart
no hallaba genialidad en él, Jorge debía renunciar a sus veleidades artísticas
para dedicarse a la continuación de la tradición parlamentaria de la familia en
el senado inglés. El trato agradó en extremo al joven, quien partió anhelante y
triunfante hacia Alemania.
Pasado
el tiempo convenido, Jorge regresa de Alemania sintiéndose más judío que nunca,
adorando sus raíces, y renegando de la falsedad e histrionismo de sus padres
por ocultar su verdadero origen y querer aparentar un abolengo inglés
inexistente.
La
familia está reunida en la sala y Lea Makart los acompaña, ocupando un sitio
preferencial. Jorge, ante el piano, alista su recital. El glacial veredicto de la
baqueteada señorita Lea y el consecuente trágico acto de Jorge, al conocer tal
juicio, dejarán pensando al lector sobre qué tan acertado y prudente es que nos
entrometamos en los deseos y querencias de los demás. Excelente relato de
Maugham, quien una vez más demuestra fineza y concisión para plasmar una
historia con tanta verdad. Esta corta novela es la tercera historia del libro y
se la llamó “La voz de Israel”.
El
último cuento, quizá inspirado en alguna de las peripecias de Maugham en su
etapa de espía, titulado “El Mexicano calvo”, en mi opinión, pudo haberse
trocado por otro tan bueno como los anteriores. Maugham escribió alrededor de
cien historias cortas durante su carrera literaria.
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