Con
“La pena máxima”, Roncagliolo se nos consolida como un tramador estupendo de
historias de suspenso y, además, nos demuestra que el efecto narcótico y
enajenante del fútbol, el deporte rey, suele ser el velo perfecto que emplean
los gobiernos de tiranuelos para perpetrar fechorías, agios y matanzas.
A
estas alturas del partido (para emplear términos peloteros), uno compra las
novelas de Santiago porque su obra, que es diversa, extensa y, en promedio,
buena, le ha redituado un público cautivo. Entonces, en mi caso, a pesar del
fiasco que representó “Oscar y las mujeres”, compré, con el mismo fervor con el
que acuden algunas señoritas al cierra puertas de Saga, la última novela de
Santiago: “La pena máxima”.
No
recuerdo muy bien la trama completa (ni mucho menos la incompleta) de “Abril
rojo”, pues la leí hace mucho tiempo, cuando todavía vagaba por la universidad.
Apenas algunos hitos puntuales de aquella lejana lectura perviven en mi
memoria:
·
Compré
el libro original (no sé con qué plata)
·
La
tapa del libro era roja y había una especie de máscara en la portada.
· El
fiscal que investiga la serie de asesinatos ocurridos durante una festividad
ayacuchana se llama Félix Chacaltana.
· La
historia narrada no me defraudó. Por el contrario, me hizo seguidor de la obra
de Roncagliolo. Ya antes le había leído “Pudor”.
· “Abril
rojo” no despertó en mí el interés de releerlo (tampoco pienso releer “La pena
máxima”)
·
Presté
mi ejemplar original a la que ahora es una ex enamorada mía (error que no
volveré a cometer jamás: el de prestar mis libros). Como consuelo, pienso que
ella merece conservar el libro como una especie de reparación civil por los
estragos que le causé durante nuestra larga relación.
Entonces,
echando mano a los vagos recuerdos de esa lectura de “Abril rojo” (novela que
ganó el prestigioso premio Alfaguara de novela 2006) y comparándolos con lo
leído en “La pena máxima”, me atrevería a decir que ésta, en la que también
aparece un Félix Chacaltana, aunque más joven, más idealista, más castrado y
más metódico, supera, digamos largamente, en construcción, en enganche, en
suspenso, a la primera.
Asesinatos
y secuestros ocurren en una Lima cuyos habitantes únicamente emplean sus
sentidos para vibrar con cada partido que disputa, en el mundial de Argentina 1978,
la “mejor selección peruana de todos los tiempos”. Cubillas, Cueto, Quiroga, La
Rosa y Oblitas son algunos de los nombres que componen el equipo del Perú.
Cubillas
rompe las redes de la portería holandesa y todo Barrios Altos celebra. Los
gritos de felicidad y algarabía eclipsan cualquier otro sonido, incluso el que
hace una bala que perfora el cráneo de un joven en el patio de una quinta. Así
empieza “La pena máxima”. Y no será la última muerte del libro. Vendrán más.
A
pesar de tan espléndido inicio (mezclar fútbol y sangre no está nada mal), la
trama de la novela se me iba desinflando con el correr de las páginas. Pero
poco iba a durar mi decepción. Luego de que Roncagliolo presenta las
características y manías de su fiscal Chacaltana (un tipo empeñoso y metódico
que se da de bruces con la realidad más bien remolona, pasiva y mediocre de su
profesión), la novela despunta y el autor nos asalta con cada sorpresa, al
mismo estilo de Agatha Christie (aunque no tanto como la maestra) para
despertar nuestra curiosidad por saber quién es el malo de la película.
Sin
embargo, en la mayoría de los casos, y como lo deja ver Santiago en esta
novela, no siempre hay malos y buenos. Tanto buenos cuanto malos actúan bajo la
misma consigna: hacer lo que ellos creen que es lo mejor. Allí están los
gérmenes comunistas que buscan el bien común; allí están los militares que
buscan poner orden y salvaguardar la integridad del estado; allí están los
ciudadanos de a pie, que únicamente quieren disfrutar en paz de sus partidos y
ver al Perú campeón. Pero cuando cualquier bando se fanatiza con su consigna, los las consecuencias son, obviamente, desastrosas.
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