Pienso
que Melville se dijo: “¿qué pasaría si escribo sobre alguien a quien
simplemente no le da la gana de ajustarse a ningún mandato ni convención;
alguien que hace solo lo que le place?”
Me
parece que ese pudo haber sido el chispazo que provocó la escritura de Bartleby, el escribiente.
A
ver, ¿de qué va este relato largo?
El
narrador es un abogado, dueño de un pequeño bufete cuya oficina se ubica en un
edificio de Wall Street, New York. Es el Wall Street de mediados del siglo XIX:
mil ochocientos y cincuenta y pico, supongo. Uno nunca se pone a pensar en
estas cosas, pero mientras leía el relato caí en la cuenta de que: ¿cómo se
hacía en aquella época para realizar las copias de los documentos legales y
otros afines? No existían máquinas copiadoras. Pero sí existía la gente. Había personas
cuyo trabajo consistía en copiar a mano legajos y legajos, toneladas de
documentación importante para procesos legales.
Entonces,
el narrador, dueño de esta pequeña firma de abogados, cuenta con tres copistas
o escribientes, que es el término con el que se les conocía a las máquinas
Xerox de aquellos tiempos. Si hago memoria, estos colaboradores respondían a
los apelativos de Turkey, Nippers y Ginger Nut. Cada uno de ellos poseía sus
manías -una más extraña que la anterior, como en todo grupo humano- pero
demostraban eficiencia al momento de trabajar.
Puesto
que los tres no se abastecían para cubrir la gran demanda de trabajo que
–felizmente para su dueño- ingresaba en la oficina, aquel decidió contratar un
copista más. Así fue como cierto día se presentó Bartleby, un tipo alto,
delgado y taciturno.
Se
le asignó un cubículo algo aislado del resto de sus compañeros, pero cercano a
la oficina de su jefe. A propósito, no es que sea un desmemoriado (aunque lo
soy), pero el nombre del jefe, quien, recordemos, es el narrador de la
historia, nunca es revelado.
Bartleby
ejercía el trabajo para el cual se le contrató. Al mismo tiempo, el narrador se
daba cuenta de ciertas particularidades en el comportamiento de su nuevo
empleado. Por ejemplo, jamás abandonaba la oficina, ni siquiera para almorzar.
No almorzaba. Al parecer, se alimentaba solo de galletas de jengibre, que se
las traía de la tienda el muchachito y recadero Ginger Nuts.
¿Pero,
en qué consistía exactamente el trabajo de un escribiente?
Copiar
los documentos legales que el jefe o las circunstancias ordenaran copiar y,
para controlar la calidad del producto, leer en voz alta, ante sus compañeros,
la copia hecha. Así, se aseguraba la ausencia de errores en la copia.
¿Qué
hizo Bartleby?
Se
negó a realizar las lecturas de los documentos; solo los copiaría. No haría la
revisión. Y ante cada pedido o ruego de su jefe, Bartleby siempre respondería: «Preferiría
no hacerlo».
El
jefe, en lugar de despedirlo violentamente, decide usar la psicología. Le habla
bonito. Trata de indagar por qué no quiere hacer el trabajo que hace el resto
de sus compañeros. Bartleby, sin mostrar preocupación o temor alguno,
simplemente repite su letanía: «Preferiría no hacerlo».
Llega
el punto en el que Bartleby “prefiere” no hacer nada más aparte de contemplar
el paisaje a través de su ventana; o sea, la pared de ladrillos desnudos del
edificio de enfrente. Bartleby no quiere copiar, no quiere moverse, no quiere
salir de la oficina, no quiere hacer nada.
El
jefe, siempre subyugado por la fuerza y el magnetismo que despide Bartleby e
impotente ante la suave terquedad de su empleado, decide huir. Abandona su
oficina y se traslada, con el resto de sus empleados, a otro edificio. Bartleby
permanece en la oficina de Wall Street a pesar de que ella cuenta ya con nuevo
dueño, quien no sabe qué hacer con ese extraño personaje. Entonces, averigua
que Bartleby trabajó para el abogado que había poseído ese departamento. Va en
su búsqueda y lo exhorta a hacer algo al respecto. Bartleby tenía que ser su
responsabilidad o llamaría a la policía para que lo pusieran tras los barrotes.
Como no se hizo nada al respecto, Bartleby termina en la prisión.
El
abogado, influenciado por el magnetismo que Bartleby aún ejerce sobre él, acude
a ver a su ex empleado a la prisión. El ex jefe tratará de hacer que su Bartleby
entre en razón y enrumbe su vida, pero este se negará a escucharlo y
permanecerá en la prisión.
Bartleby
muere al poco tiempo, de inanición. Se había negado a probar bocado alguno.
Mucho
tiempo después, el abogado descubrirá que Bartleby había trabajado para la
Oficina de Cartas Muertas de Washington, donde se dedicaba a echar al fuego
todas aquellas cartas que jamás serían reclamadas por nadie, pues sus
destinatarios habían ya abandonado esta vida. ¿Puede ser que ese lóbrego y
penoso trabajo le haya descubierto a Bartleby la desesperanza ineluctable que
acecha la existencia del ser humano? El gran Herman Melville no nos lo dice.
Depende de nosotros, sus lectores, crearnos un mensaje o simplemente disfrutar
de tan impecable texto.