Miércoles 07 de setiembre del 2016
Salí
temprano del trabajo. Manejé lo más rápido que pude. Llegué a Zepita en hora y
media. Guardé la bici y me bañé. Me vestí de negro, empaqué mi laptop y salí.
Caminé
por Peñaloza. Vi el enorme culo de Jazmín, que resaltaba de entre todos los que
se ofrecían en esa calle.
Salí
a Nicolás de Piérola y torcí en Chancay. Puro cabro feo. Agarré Zepita y salí a
Wilson. Me detuve en el primer local de reparación de computadoras que
encontré. Una gordita simpática y blancona me recibió. Sonreía. Le expliqué el
problema de mi laptop. Discúlpame,
amiguito, la técnica no soy yo. Ahorita sale; está atrás. Otra gordita apareció
desde la trastienda. Esta no sonreía, era trigueña, y se vestía como hombre.
Era la técnica. ¿Serán torteras estas
gorditas? Le expliqué el problema. Me pidió la máquina. Se la di. ¿Tienes el cargador? Se lo di. La otra
gordita no paraba de sonreírme. Qué
bonitos tus tatuajes. ¿Éste no es Vallejo? Su dedo hincó uno de los ojos
del poeta. Sí, era él. ¡Qué loco! ¿Te
gusta leer? Sí, me gustaba. ¡Qué loco!
¿Y éste no es Jaime Bayly? El mismo.
Amigo, creo que es la
placa madre. Mira, para mañana te la tengo lista. Te va a costar noventa soles. Perfecto. Me habían inspirado
confianza. Prometí regresar al día siguiente. Necesitaba que esa máquina
estuviese operativa cuanto antes. No hay
problema, amigo; mañana vienes a esta hora y la recoges.
Miguel,
mi hermano, me había invitado a ver el Perú Ecuador en su casa, en La Perla.
Podía ir, pero el viaje sería largo: cuarenta minutos en combi. Chelearíamos.
Los comentarios irían y vendrían, al igual que los vasos de cerveza. Me
costaría abandonar la chupeta y al día siguiente había que chambear. No, paso. Fui a la librería del señor
Luna, en Quilca.
Mis
más de mil seiscientos libros se habían quedado en el departamento de mi esposa
y su pareja. ¿Para qué llevármelos? Quería
que mi hija creciera familiarizándose con ellos, estimándolos, leyéndolos.
Al
cuarto le faltaba libros. Yo los necesitaba. Por quince soles, metí en la
mochila Los Poemas Completos Y Las Prosas Selectas, de Eguren; Abaddón, de Sabato;
La Ciudad De Los Tísicos, de Valdelomar; El Tungsteno, de Vallejo; Las Tradiciones
Peruanas, de Palma; Garabombo El Invisible, de Scorza; ¿Quién Mató A Palomino
Molero?, de Vargas Llosa; El Cantor De Tango, de Tomás Eloy Martínez; Crímenes Imperceptibles,
de Guillermo Martínez; una antología de cuentos; y un volumen de historia de la
filosofía.
En
una tienda cercana, compré Vinifan, cinta adhesiva y un mata polillas en spray.
Había que resguardar los libros de las plagas.
De
vuelta en el cuarto, empecé a forrar los libros. Forrarlos me gustaba más que
leerlos. Encendí la radio del celular Nokia que me dieron en el trabajo. Era un
modelo pequeño, barato, antiguo. Nadie, por muy desesperado que estuviese, lo hubiera
robado. Busqué la transmisión del partido. Todavía jugaba Argentina, pero los
comentaristas no dejaban de anunciar que, en breve, la selección de todos
saldría victoriosa a aplastar a Ecuador. No
te muevas de Radio Unión, ciento tres punto tres de la efe eme.
Luego
de cuatro libros forrados, llamé a Jazmín. Hacía varios días que contaba con su
número. Jazmín, hola, le dije. ¿Sí?, dijo ella, la voz atiplada, de
cabro. Soy el pata de los tatuajes de escritores,
¿te acuerdas? Un silencio de duda. Mmm,
ah, ya, dime. Nada, solo que estoy
por el Centro y quería saber si estás en Peñaloza. Sí, aquí estoy. Bacán, ¿te
parece si te caigo en quince minutos? ¿O ya fugas? Otro silencio de duda. Ya, pues, te espero.
Forré
El Tungsteno y Garabombo. Volví a rociarme el Rexona en las axilas y aplicarme
otro poco del perfume que mi esposa me había obsequiado por mi cumpleaños,
fragancia que Rosario había encontrado bastante agradable -obviamente, no sabía
que era un regalo de mi esposa-.
No se muevan, ya viene el
partido que todo hincha peruano de corazón espera. Nosotros aquí, desde Radio
Unión, le vamos a…
Ahí
estaba el culazo de Jazmín. Me acerqué. Me reconoció. Sonrió. ¿Vamos? Vamos. Entramos al Malka Masi, hospedaje de más de cien años de
antigüedad, donde, se contaba, José María Eguren había pasado la noche luego de
un recital en el Politeama.
La
pagué doce soles al tío que miraba fútbol detrás de un mostrador. Ya estaba
jugando Perú. Pasa, me dijo, sin
despegar los ojos del televisor. Me alargó un rollo de papel higiénico y un
condón.
Jazmín
había entrado en uno de los cuartos del primer piso. Me esperaba sentada al
filo de la cama. Me senté a su lado y le pagué sus cuarenta soles. Los metió en
su cartera. ¡Qué tetas! Se las toqué.
La tendí en la cama. Me apresuré en quitarle el sostén. Le lamí los pezones. Gimió.
Presionó mi cabeza contra sus senos.
Tenía
que tirármela ya mismo. Me desvestí. Se quitó la pantaloneta que le resaltaba
aún más el rabo. Quedó al descubierto un culo enorme y blanco. Se me paró la
pinga. La tomó entre sus manos y le encajó el condón. Échate boca abajo, le dije. Obedeció. La vista era insuperable. Una
mujer con el mismo cuerpo de Jazmín costaba entre doscientos y trescientos soles.
Esta perra me salía mucho más barata.
Me
tendí sobre su culo. Hundí mi pichula entre sus nalgas. La cogí de la cintura y
empecé a bombear, sin metérsela. Me sobaba. Le agarré las tetas. Volvió a gemir.
Pegué mi cara a la de ella. Quería sentir de cerca su arrechura. Unos
cañoncitos le crecían en la barbilla o se habían escapado de la afeitada. Me
rasparon ligeramente.
Chúpamela, le dije. Ponte en cuatro y chúpamela. De un bocado, se tragó mi pinga. La
lamió. La idolatró. La hizo suya. Fueron dos ricos minutos.
Ven, le dije. ¿Ahora qué quieres?, preguntó. Nada,
respondí, solo déjame chuparte las tetas
mientras me la corro. Ella seguía en cuatro. No, eso sí que no; yo quiero sentir esa pingota en mi culo. No me
hice de rogar. Se la metí. Empezamos en perrito. El furor me llevó a terminar
encima de ella, aplastándola. ¿Te gusta?
¿Te gusta así?, le preguntaba, arrecho, sin dejar de bombear. Sí, sí, me encanta, hazme un hijo, vamos.
Se la seguí empujando. Tenía un ano ajustador. Alguien gritó “¡gol!” y las luces del hotel se
apagaron. No nos importó. Estábamos demasiado arrechos como para detenernos. ¡Hazme un hijo, hazme un hijo! ¡Ah! Terminé.
La pinga me quedó latiendo dentro de ese culo, botando la descontrolada leche.
Saqué
la pinga con cuidado. Podía darse el caso del condón atorado en el ano. No
quería contagiarme de ninguna enfermedad.
Nos
vestimos. Gracias, Jazmín. Estuvo rico.
Te pasaste. Luego de un cache, se me quitaba toda la lujuria y solo quería estar
solo. Pero los modales inculcados desde niño me obligaban a dar las gracias e intercambiar
algunas palabras. No me llamo Jazmín,
dijo. Claro que sí. Me dijiste que te
llamabas Jazmín la última vez que estuvimos juntos, le recordé. ¿Sí?,
preguntó, cubriéndose las tetas con el brassier. Claro, afirmé. Bueno, a mí me
dicen Keiko, por lo chinita. Era cierto, tenía los ojos rasgados. Quedamos
en ir a un bar. Conversaríamos; nos conoceríamos un poco más. Me interesaba saber
cómo se había hecho cabro. Planeaba escribir la historia de un tipo que, tras
terminar una relación heterosexual, se hacía novio de un travesti de tetas y
culo desproporcionados. Había mucho por investigar.
Salí
del Malka Masi. Estaba ligero, fresco. Si el mundo aplacara sus urgencias como lo
hacía yo, sería un lugar feliz, sin guerras.
Caminé
por Nicolás de Piérola. Unos cuantos tipos, acumulados en las afueras de un
minimarket, veían el partido. Perú, uno; Ecuador, cero. Al minuto, gol del
Ecuador. ¡Malos de mierda!, gritó un vejete.
Era calvo, delgado, y el poco pelo que le quedaba arriba de las orejas estaba
tieso y gris. Apestaba a sudor de semanas.
Terminó
el primer tiempo. El grupo se deshizo. El vejete se acercó a un tacho de basura
y metió la mano en el agujero. Sacó algo que se llevó a la boca. Murmuraba. No
se le entendía. Se alejó.
Fui
a Chancay y seguí hasta Quilca. En la cuadra cuatro, el restaurante Piero era
el único atendiendo a esas horas. Las mesas estaban llenas de botellas de
cerveza. Hallé un asiento vacío. Entré y pedí una cerveza bien helada. Al poco
rato, empezó el segundo tiempo. ¡Písenles
la cola a esos monos malparidos!, se exasperó un tío. Llevaba el pelo
engominado y raya al costado. Un bigotito grasiento le colgaba de la nariz. ¡Esos monos no nos ganan! ¡La casa se
respeta, carajo!
Cuando
entró La Pulga, se escucharon aplausos. Sin la leche jodiéndome la cabeza, me
entregué al disfrute del partido. El tío del bigotito era el más entusiasta.
Aplaudía, gritaba, saltaba, golpeaba la mesa cuando los jugadores desobedecían
las instrucciones que él, desde su mesa, forjaba a viva voz. De pronto, se hace
un silencio. Tiro libre para Perú. Lo lanza Cueva. La pelota hace pim pum pam
en el área chica hasta que se la encuentra Renato Tapia. Pam, dispara y gol
peruano, conchasumadre. ¡Goooool,
carajo! ¡Goooool por la reputamadre!
Era
ya la medianoche. Quedábamos pocos en el restaurante. Yo terminaba mi segunda
cerveza. El propietario del lugar, un provinciano de nombre Eric, compartía una
cerveza con un amigo. Por las puertas aún abiertas, se filtró un tío de pelo
entrecano, delgado. Vestía una vieja casaca de cuero. Se acercó a la mesa del
dueño.
Eric, yo te conozco. Sé
que me conoces, también. Seguro no te acuerdas. Trabajo aquí cruzando la calle;
en esa imprenta,
señaló. Miren, no quiero interrumpir su
conversación. Es solo que mi pecho está hinchado de orgullo, eructó. No puedo más. Tenía que decirles, decirles a todos los presentes aquí, nos miró, que estoy orgulloso de ser el papá de Tapia.
Sí, soy el papá de Renato Tapia. ¿No me creen? Sacó algo del bolsillo de
atrás de su pantalón. Eric, mira, mi DNI.
¿Qué dice ahí? ¿Ves? Me apellido Tapia. Eric y su amigo lo miraron como se
mira a un borracho que habla huevadas. Yo me estaba creyendo el cuento. ¿Y cuál es el apellido de tu esposa, de la
mamá de Tapia?, preguntó Eric. El señor Tapia dudó. No supo qué decir. Eh, este, este, este. Bueno, un abrazo y
arriba Perú. Se retiró.
Unos
minutos después, también me fui. Era rico dormir completamente calato en tu
propio cuarto.