Del jueves 08 al viernes 09 de setiembre
del 2016
Jean Carlo se acercó a mi escritorio. Daniel, los italianos quieren que arranquemos
los ventiladores este viernes. Así que mañana viajamos con el técnico. Nos
vamos en mi camioneta. Salimos en la tarde. Nos encontraremos en Plaza Norte.
¿Está bien? Yo te confirmo la hora.
Me acababan de cagar el primer fin de
semana completamente instalado en Zepita. Daniel,
volvió a la carga Jean Carlo; no es
necesario que vengas mañana a la oficina. Así tienes tiempo para alistar bien
tus cosas.
Llamé a mi esposa. Le conté del viaje;
no podría ver a la bebe el fin de semana. ¿Puedo
verla hoy, por favor? Claro, no había problema.
Llamé a Rosario. Malas noticias; tengo un viaje para mañana. No estaré el fin de semana.
Me dijo que no importaba, que podíamos vernos el próximo. Un rato después, me
envió un mensaje: Te visito hoy a las
once y media; después de mi clase. ¿Te parece? Hacía unos meses, Rosario
había vuelto a las aulas. La Bibliotecología, que había estudiado en San
Marcos, no resultó rentable. Decidió convertirse en ingeniera industrial. Se
inscribió en la UPC, en el programa diseñado para la gente que trabajaba. Claro, vente, le escribí. La pasaremos rico, ya verás. Te chuparé el
pene hasta que te quedes dormidito y puedas viajar tranquilo mañana. Me
pidió que la esperase en El Queirolo.
Llegué a mi cuarto poco antes de las
ocho. Cuadré la bici al pie de las escaleras. Me bañé. Me vestí. Corrí hacia el
paradero de buses en Alfonso Ugarte. Ya quería ver los ojitos de mi hija.
Mi esposa me contó los logros de la bebe
en el colegio. Ya escribía del uno al diez. ¿Cierto,
amor?, le pregunté. Yes, daddy,
me dijo ella, con su fina vocecita. La cubrí de besos; los cachetes, la frente,
las orejitas, su pelito.
Les invité unas hamburguesas en una
sanguchería de la cuadra catorce de La Alborada.
Ahora vas a ir
a la casa a dormir con mamita, ¿ya? Sí, papi. ¿Me prometes que no vas a llorar
y vas a dormir tranquilita? Yes, daddy. La volví a besar. Mi esposa y yo nos
despedimos. Cuídense, por favor. Ya nos
vemos pronto. Mi esposa me abrazó. Cuídate
mucho, cuídate por nuestra gordita. La bebe subió tres escalones y me dijo:
Papi, papi, sube, por favor. Su
pedido me quebró el corazón. Su inocencia le cubría la jodida realidad. Esa ya
no era mi casa. No puedo, mamita; pero
sube que arriba está Mel. ¿Quieres jugar con Mel? Sí, papi. Subió el resto
de peldaños, alegre. ¿Vas a portarte
bien? Sí, papi. Mel era Melina, la pareja de mi esposa. Mi bebe la quería
mucho. Se entendían. Mel era excelente con los niños; les tenía paciencia.
Eran las once cuando llegué a Alfonso
Ugarte; aún a tiempo para el encuentro con Rosario. Al pie del colegio guadalupano,
en puestos improvisados, se vendían libros, celulares, ropa, gorras, billeteras.
Hallé la edición original de Conversación En La Catedral, de 1971, en dos
tomos. En la biblioteca que dejé en el departamento de mi esposa, tenía una
copia pirata. Esos tomos eran una joya. Dame
diez soles por los dos, me dijo el vendedor, un joven de barba tupida. Pagué.
Era una ganga. Recibí un mensaje de Rosario. Estaba a cinco minutos del
Queirolo. Apuré el paso. Conseguí releer las primeras páginas del tomo uno. Santiago mira la avenida Tacna sin amor:
automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos
luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido
el Perú?
Compramos unas cervezas en el camino a
mi cuarto. Conversamos. Bebimos directamente de las botellas. Una para mí; la
otra para ella. En este cuarto jamás
habrá un vaso, le dije. Acá todo se
toma del pico.
Me contó sus problemas. El octogenario
dueño del departamento que alquilaba había fallecido hacía poco. Los herederos querían
desalojar a los inquilinos y vender la casa. Varias constructoras estaban
dispuestas a levantar modernos edificios en ese lugar. Las ofertas eran
incontables. Seguía sin trabajo. Vivía de sus ahorros. Pero, Diosito es grande, acababa de recibir
una propuesta de trabajo en PetroPerú. Ahora
que nos quieren desalojar, tengo que tener dinero para buscarnos otro lugar.
Desde que egresó de la San Marcos, nunca le faltó trabajo. El último fue en VISA,
donde nos conocimos. La empresa sufría la crisis más jodida de su historia.
Había empezado a deshacerse del personal que estuviera a punto de cumplir los cinco
años de permanencia. Ese fue el caso de Rosario. Afortunadamente, salía lo de
PetroPerú. Brindamos por eso.
Puse Doble Nueve. Habíamos prescindido
de las luces. Ella ocupaba la sillita azul. Yo tenía el culo en el suelo, la espalda
contra la pared.
Al término de las cervezas, nos
acostamos. Me chupó la pinga tal cual lo prometió. Eyaculé. Nos quedamos
dormidos casi de inmediato.
Nos despertó la alarma de mi celular.
Tenía el culo de Rosario contra mi pinga. Se me puso dura. Se la metí en la
concha, por detrás. Empezó a gemir. Chúpame
la pinga, perra, le ordené. Obedeció. Le gustaba que la llamara así; perra.
Volví a eyacular. Esta vez, dentro. Rosario se cuidaba con un anillo que se
insertaba cada cierto tiempo en la vagina.
La acompañé a tomar su colectivo.
Caminamos hasta la siete de Tacna. Anotas
la placa, ¿ya?, me pidió, por seguridad. Sí, claro, la apunto de todas maneras, le aseguré. No apunté nada.
Ni siquiera memoricé el número. Sabía que a nosotros difícilmente podría
pasarnos algo malo, sobre todo después de haber tirado tan rico.
Compré algo más de ropa en la calle
Capón; un par de pantalones ajustados y tres camisas oscuras.
Regresé al cuarto. Me bañé. Me vestí. Empaqué
lo que llevaría al viaje. Tomé el bus a casa de mamá. Ella custodiaba mis
zapatos con puntera de acero. Toda mina te pedía ingresar a sus instalaciones con
ese calzado. Me recibió con un lomazo saltado. Me alcanzó un jugo de maracuyá,
heladito, como me gustaba. Ahí están tus
zapatos, me dijo. Gracias, má. Los
había lustrado hasta sacarles un brillo que ya no tenían. Descansa, hijito. Duerme un ratito. Era buena idea. Antes, le mandé
un mensaje a Jean Carlo; que me confirmara la hora del encuentro. A las ocho en Plaza Norte.
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