Del domingo 11 al lunes 12 de setiembre
del 2016
Ricardo configuró los variadores de
frecuencia, unos aparatos que regulaban el consumo de energía de los
ventiladores. Terminó el trabajo en veinte minutos. Jean Carlo le comunicó a
Luciano que todo estaba listo. Queríamos irnos pronto. Era lo atractivo de este
trabajo: viajabas, te quedabas unas horas en el proyecto, y regresabas a la
ciudad. Muy diferente de la esclavitud del sistema minero.
No tan rápido, dijo Luciano. Quería que
Ricardo programara los variadores en un modo para el cual no habían sido
diseñados. Ricardo lo intentó. Llegó la hora del almuerzo y Ricardo seguía
intentándolo. Jean Carlo se sacaba fotos al lado de sus ventiladores. Vamos a mangiare, dijo Luciano. Después, continúas, le dijo a Ricardo.
Los obreros treparon en una van. Luciano y su chofer lideraron el camino.
Nosotros fuimos a la zaga. Un obrero, que no alcanzó cupo en la van, nos pidió un
aventón. Se acomodó atrás. Se llamaba Clemente. Disculpe, ingeniero, le dijo a Jean Carlo, que conducía, ¿ustedes qué ven aquí? Veíamos la
ventilación. Ah, ya. ¿Se quedan mucho
tiempo? No, hoy mismo nos regresábamos a Lima. Quién como ustedes, inge; acá nosotros trabajamos treinta y cinco días y
solo descansamos siete. Encima, ni nos pagan los descansos. Los ingenieros acá son bien ratas. En el
proyecto que teníamos en Ica, los ingenieros pasaban vida. No había fin de
semana que no se emborracharan. En cambio, a mis compañeros nos detectaban un
poco de aliento y nos botaban como perros. Contó más historias; como la del
ingeniero de seguridad que se emborrachó en su cuarto con la chica del servicio
de lavandería. Habían tomado cerveza, vino, pisco. Al día siguiente, todo el
mundo se preguntaba dónde estaba el ingeniero; no se había presentado a ninguna
de las reuniones de trabajo que solía presidir. Lo buscaron. Lo hallaron en su
cuarto, desnudo, roncando, con la mujer al lado. El cuarto entero olía a alcohol,
a semen, a vómitos. La chica fue expulsada de la empresa. El ingeniero solo
recibió una amonestación escrita.
Clemente nos contó de los accidentes que
habían enlutado a los proyectos de la empresa. Había una señorita bien simpática, no me acuerdo su nombre, que
trabajaba en el área de Comunidades. Una vez hubo un problema con la comunidad.
Habían bloqueado la carretera para protestar. Entonces, esta chica fue al
pueblo para reunirse con los dirigentes. Viajó en una camioneta de la empresa.
Ella iba en el asiento de atrás, trabajando en su computadora, creo. En eso llegan
al tramo que la empresa estaba construyendo, en la ladera de una montaña. Estaban
doblando una curva cuando de lo alto cae una piedra de este tamañito, vea; así,
no más, era la piedrita, pero con la fuerza de la caída atravesó el techo del
carro y se hundió en la cabeza del chofer. El pata mancó en una. Pucha que la
chica se controló; nervios de acero tenía, no se asustó, y lo primero que hizo
fue lanzarse por la puerta que tenía al lado. Imagínese que ella salta y el
carro al siguiente segundo se fue derechito al abismo. Había más relatos. Gente
que moría decapitada, sin piernas, sin brazos. La empresa demoraba en pagar las
indemnizaciones. Treinta mil dólares valía la vida de un obrero. Si el cuerpo
no era encontrado en el accidente, como pasó
con dos chamberos a los que se llevó el río, los deudos no veían ni un
centavo.
Luego del almuerzo, regresamos a la
obra. Yo solo pensaba en volver a Lima. Ricardo continuó intentando cumplir el
pedido de Luciano. Dieron las cuatro de la tarde y no conseguía resultado
alguno. Los mosquitos del lugar, unos insectos medio verdes, gordos y peludos,
se pegaban a la piel. Cuando los sentías, ya era demasiado tarde; te dejaban un
chupazo. Ricardo, acaba rápido, carajo. A las cuatro y cuarto, se dio por
vencido. No quiero malograr los
variadores, Jean Carlo. Mejor, me gustaría probar lo que quiere el gringo con
los que tenemos en Lima. Además, Luciano quiere esa vaina para cuando el túnel
llegue a los dos kilómetros, y ahorita no llevan ni doscientos metros. Tenemos bastante
tiempo para hacer las pruebas con calma. Dile eso al gringo, por favor, que le
vamos a dar la solución en las próximas semanas. Luciano entendió. Al fin y
al cabo, el propósito inicial de la visita –configurar los variadores- fue
conseguido. Nos despedimos. Partimos hacia Lima.
Hicimos una parada en Sondorillo. Eran
las nueve de la noche. Compramos panes y gaseosas. Tres horas después,
estábamos en Pacasmayo. Ricardo y yo tomamos un bus a Lima. Jean Carlo se
quedaba con su familia. Regresaría a la oficina en los próximos días. El viaje
fue largo. Era la una de la tarde, cuando llegamos a Lima.
La agencia estaba a pocos pasos de
Polvos Azules. Caminé hasta allí. Me compré unas Supra. Acompañarían a mis Adidas.
También, unas mancuernas para ejercitar los brazos. Tomé un taxi a Zepita.
Me rondaba el temor de hallar el cuarto
desvalijado. Pero todo estaba en su lugar. Me convencí, finalmente, de que era
un lugar seguro. Acomodé mis nuevas adquisiciones. Me bañé. El agua estuvo
rica. Decidí que empezaría a escribir la novela La iría publicando en mi blog,
capítulo a capítulo hasta terminarla. Tenía el nombre: El Solitario De Zepita.
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