Del jueves 15 al viernes 16 de setiembre
del 2016
Cogí
un libro y salí del cuarto. Fui a La Jarrita. Siempre cabía la posibilidad de
tirar gratis con una trava. Brother,
saludé al portero del local. Causa, esto
es un bar de travestis, me advirtió. Sí,
ya sé, le dije. Entré. Una pareja conversaba en una mesa. Dos chelas, dos
vasos. No hay ambiente, ¿no, brother?,
le dije al portero. Así son los jueves, respondió.
A
dos casas de La Jarrita, se hallaba La Casona De Camaná. No sabía que existía.
Se notaba que no era un bar de cabros. Entrada
gratis, decía un cartelito. Un tipo flaco me esculcó antes de entrar. El
lugar había sido el hogar de alguna vieja familia rica. Cada cuarto era el
reino de un género musical: rock, reggaetón, salsa, electro.
Me
acodé en la barra del ambiente rockero. Pedí una cerveza. Prendí un cigarro. Me
entregaron la cerveza. Leí. Era Los Señores, de Luis Alberto Sánchez. Isaías,
hijo mayor de don Nicolás de Piérola, junto a unos matones, irrumpe en Palacio
de Gobierno. A punta de balazos, secuestran al presidente Leguía y lo conducen hasta
la Plaza de la Inquisición. Le obligan a firmar un documento en el que declara
dimitir de la presidencia. Las cosas estaban más interesantes en el libro que
en La Casona.
Un
pata y dos flacas se aparecieron en la barra. Pidieron cervezas. Los tres eran
gringuitos. Pitucos. Recibieron unas Coronas
y se alejaron a un rincón del ambiente.
Leguía
es liberado por un grupo de gendarmes. Varios muertos tapizan el suelo de la
Plaza. El presidente, devuelto a su sillón, ordena perseguir a todos los
pierolistas hijos de su madre.
Iba
por mi tercera cerveza cuando alguien dijo: Hola,
gente. Somos Koala. Hoy vamos a ofrecerles
un tributo a Panda. Por Elena, antigua enamorada cuyas mamadas relaté en
Latidos Del Asfalto, el único libro que había publicado en mi vida, conocía
varias canciones de esa banda. Cerré la novela y me acerqué al escenario. Tocaron
las canciones que me sabía de memoria. Las canté. Las grité. La Pilsen era mi
micrófono. Luego de tres temas, tenía el bividí empapado de sudor. Una
gringuita se movía junto a mí. Era una de las pitucas de la barra. Me miró. ¿Te gusta Panda? Asentí. El vocalista anunció
una canción que yo desconocía. Era demasiado lenta. Regresé a la barra. Terminé
mi cerveza y pedí otra. Continué leyendo. El concierto era un montón de
canciones sin alma; lo peor de Panda.
¿Qué lees? Era la rubia de hacía ratito. Bebía una
Corona. Era preciosa. Tenía unas tetas redonditas. Llevaba una pantaloneta
ajustada a un culito trabajado en el gimnasio. Le mostré la tapa del libro. Es la primera vez que veo que alguien lee en
una discoteca. Se echó un trago
de la Corona. No tenía otra cosa que
hacer, le dije. Fue una acotación estúpida. Ella sonrió. Ya sin entender lo que leía, me
preguntaba por qué una chica así me estaba hablando. Permanecí en silencio; los
ojos en el libro.
Terminé
la cerveza. Dejé la botella sobre la barra. Nos
vemos, le dije. Espera. Su mano cubrió
el rostro tatuado de Guy de Maupassant en mi brazo izquierdo. Nos miramos. ¿Puedo darte un beso? Disimulé mi
sorpresa. ¿Era cierto eso? ¿Una pituca quería chapar conmigo? Seguro no era tan
pituca. Debía decir algo que sonase inteligente y liviano. La respuesta
equivocada destruiría sus intenciones. ¿Solo
uno?, se me ocurrió. Volvió a sonreír y me besó. Fue un beso largo. Nuestras
lenguas se enredaron. Se me paró la pinga. Despacio, se la arrimé al cuerpo. Cuando
la sintió, terminó el beso. ¿La había ofendido? ¿Qué fue eso?, preguntó. ¿Qué
fue qué?, me hice el cojudo. Olvídalo.
Besas rico. No te pierdas. Nos vemos. Bye. Regresó con sus amigos.
Caminé
a mi cuarto. Eran las dos y media de la madrugada. Estaba agotado. Me calateé y
me derrumbé en el colchón.
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