Sábado 01 de octubre del 2016
¡Oh, monje holgazán! ¿Cuándo sabré yo
hacer
Del espectáculo vivido de mi triste
miseria
El trabajo de mis manos y el amor de mis
ojos?
Charles Baudelaire – El Mal Monje
Llegó un momento
en que no paraste de hablar. Paul solo te escuchaba.
Te movías y te
movías. Paul no te decía nada porque te tenía paciencia, pero, la verdad, era que
estabas bien, pero bien espeso. Daban ganas de meterte una cachetada. Así que
yo te decía “Daniel, no te muevas. Mira que va a salir mal la carita de tu
hija.”
“Me va a doler,
me va a doler”, gritabas. Me dabas risa, oye. Paul te decía “tranquilo,
tranquilo, va a ser rápido, no te va a doler nada”, pero tú dale con seguir
quejándote. Entonces, yo te mire bien seria y te dije que te comportaras. Y te
calmaste, oye. Será porque te hablé fuerte. ¿En serio no te acuerdas de nada de
lo que te estoy contando? Bueno, Paul te hizo así el labio y te clavó la aguja.
Luego, te metió rapidito el primer aro. Cuando te soltó el labio y se preparó
para hacerte el otro huequito, tú dijiste “¿qué? ¿Ya?” Estabas feliz porque no
sentiste nada. Seguramente, a esas alturas ya estabas totalmente anestesiado
por los vinos que te habías tomado.
¿Dos? No, fueron
CUATRO los vinos que te tomaste. Compraste dos más. Bueno, me mandaste a
comprar a mí. ¿No te acuerdas? ¿En serio? Espera, espera, espera. Tú me
mandaste a comprar tres botellas. O sea, iban a ser CINCO y no cuatro. Pero
¿sabes qué pasó? Rompiste una. La habías dejado sobre el filo de una mesa. En
una de esas que te moviste mientras cantabas tu Pearl Jam, le diste una manazo
y todo el piso de Paul quedó oliendo a vino.
Saliste feliz
con el tatuaje de tu hija. “Quiero que todo el mundo la vea. Quiero que el
mundo vea lo hermosa que es mi bebé.” Y te quitaste el polo. Yo te decía
“Daniel, cállate. Ponte el polo.”, pero tú, terco, hiciste lo que te dio la
gana. Te daba igual que la gente te mirara. Serían las doce de la madrugada.
Habían locos en
la Plaza San Martín. Varios grupos. Tú te acercaste a uno de ellos. Creo que
hablaban de religión. Los escuchaste un ratito en silencio. Luego gritaste “Dios
me llega al pincho, sarta de ignorantes”. Toda la Plaza San Martín te quedó
mirando. Habías resultado estar más loco que ellos. Yo me moría de vergüenza. Alguien
te mandó a la mierda. Yo no me di cuenta de quién te había gritado, pero tú sí,
y no sé cómo, porque estabas alocado y distraído. Entonces, corriste hasta el
tipo ese. Yo me asusté. Pensé “ahorita le pegan a Daniel”. Todos te miraban con
miedo. Es que, en serio, parecías un endemoniado. Cuando estuviste a punto de
chocarte con él, te detuviste y como que lo retaste. Pusiste tu frente contra
la de él. Parecías un toro que quiere embestir. A frentazos, lo llevaste contra
una de las bancas de la plaza. Y, en el camino, le ibas diciendo que era un
ignorante, que cómo se atrevía a insultar a un escritor como tú, que esto, que
el otro. Ya sabes, pues, Daniel, cómo te pones de pedante cuando tomas. El tipo
se quedó mudo. Todos se quedaron mudos. Con mucho miedo, me atreví a decirte
que nos fuésemos. “Hazle caso a tu jermita”, dijeron por ahí. Miraste a ese que
habló. De nuevo, parecías poseído. Dabas miedo. Imagínate, pues, qué puede
pensar alguien si te ve así, sin polo, tatuado, gritando tontería y media. El
tipo se quedó calladito. Luego me miraste y caminaste rápido a Quilca. Yo te tuve
que seguir. Tenía que seguirte. No quería que nada malo te pasara. Cuando te
alejaste un poco, uno de los tipos me dijo “flaca, cuida a tu enamorado”. Me
gustó que me dijera flaca.
Cuando llegamos
a Wilson, en lugar de cruzar la avenida, te pusiste a torear los autos. Los
carros pasaban a toda velocidad y tú les pedías que te atropellen. Yo estaba
asustada. No sabía qué hacer. Ya te veía tirado en la pista. Felizmente, pasaban
pocos carros a esa hora, pero con una velocidad que si te hubieran agarrado te
hubieran hecho volar kilómetros. Algunos de los conductores te gritaban “loco
de mierda”, “te vas a matar, huevón”. Y tú decías “yo soy un genio, un artista,
soy inmortal”. Estabas loco. Yo te decía “Daniel, cruza, cruza, por favor”. Y
tú te ponías peor. Saltabas en medio de la pista esperando que llegue otro carro.
“Yo soy Eddie Vedder”, gritabas, y te ponías a imitar su caminada en ese video
que me enseñaste en tu cuarto. Me dio más miedo cuando llegó un camión cargado
de cosas. Parecía que era de alguna mudanza. Iba a mucha velocidad para estar
tan cargado. Mucho más rápido que los autos. Y tú te plantaste en medio de la
pista. “Daniel, sal de ahí, por favor”, te grité. Un poco más y me ponía a
llorar de la preocupación. Y tú, ahí, parado en la pista gritándole al camión
“ven, atrévete a matarme, ven, aquí te espero”. El camión bajó la velocidad y
se cuadró a un lado. Bajó el chofer. Era un señor grueso. Tenía unos brazos que
yo dije ahorita lo desaparece a Daniel. Bajó furioso y caminó hacia ti. Yo dije
ahorita Daniel se asusta y se va corriendo. Pero no. Al contrario, corriste a
darle el encuentro a ese chófer. Era un cholo grandazo. Un brazo de él era una
pierna tuya. El señor se quedó parado en su lugar. Estaba sorprendido porque no
esperaba que fueras a correr hacia él. Seguro pensó que con solo verlo te ibas
a ir corriendo. Estaba asustado. Y tú ibas derechito a él como para pegarle.
Entonces, a mí se me pasó la rigidez y corrí hacia ti. No sé cómo, pero llegué
antes de que tú y el chofer se acercaran. O, mejor dicho, antes de que tú te le
aventaras. “Controla a tu enamorado, pe”, me dijo. Agarró y se subió a su
camión.
Por unos
momentos, estuviste tranquilo. Había logrado que te pusieras el polo otra vez.
Yo pensaba que llegaríamos a tu cuarto y dormiríamos tranquilos. Pero me equivoqué.
Estábamos por Washington, cuando le buscaste pelea a un chico que venía
caminando con su enamorada. De la nada, apenas lo viste, corriste hacia él. Te
me escapaste, porque te tenía de la mano. El chico te vio y te enfrentó. “Cuál
es tu problema”, te dijo. Tú le respondiste “mi problema eres tú”. A pesar de
lo preocupada que estaba, tus respuestas me hacían reír. El chico no se anduvo
con cosas y te empujó. Caíste al suelo como un saco de papas. Te paraste al
toque y te fuiste derechito al pata. Le tiraste un puñete, pero él lo cogió y
lo desvió. Luego, te metió un rodillazo en la barriga. La chica del pata estaba
tranquila. Parece que estaban acostumbrados a pelear con gente. El chico me
dijo que te agarrara o te mataba. Y sacó una pistola, Daniel. Yo me quedé
helada. Entonces, me fijé bien en el chico. Tenía toda la pinta de esos narcos
que salen en la tele. Nunca había visto una pistola. Y el chico la tenía ahí en
su mano, lista para usarla. ¿Y sabes qué fue lo más increíble? Que a ti no te
importó. Te paraste y lo insultaste. Le dijiste que no le tenías miedo. Luego
miraste a su chica. Era de esas que te gustan, alta, blanca, tetas grandes y un
vestido de zorra. Le dijiste que por qué estaba con alguien sin cerebro. “Yo
soy escritor, yo leo, ¿sabe leer tu cavernícola?”, le dijiste. Entonces, el
chico te apuntó. “Cállate, conchatumadre”, te dijo. “Cállate o hasta aquí
llegaste”. Mi corazón estaba a punto de estallar, Daniel. Y lo peor era que no
podía hacer nada. El solo hecho de ver una pistola apuntándote, apuntando a alguien
que yo quería, me paralizaba. Y me diste cólera porque dijiste una barbaridad: “Los
poetas malditos no morimos sin haber dejado obra”. Y te acercaste al cañón de
la pistola hasta que lo tapaste con tu pecho. No sé por qué no me desmayé ahí
mismo. Sentía que la sangre se me iba del cuerpo. Me había quedado fría, pero
sudaba. Sudaba mucho. “Dispárame, pues, dispara, huevón”. Entonces, lo
empujaste. Y yo casi me muero, Daniel. Te odio, te odio. Solo por tu culpa
tengo que pasar por cosas así de fuertes. El chico cayó de poto así como habías
caído tú. La pistola cayó en la pista. Caminaste hasta donde cayó y la cogiste.
El chico te vio con el arma en la mano y, luego de decirnos que nos iba a
buscar para matarnos, corrió con su chica. Yo me asusté más cuando te vi con
esa cosa en la mano. Dijiste “pesa esta huevada”. Te acercaste a un tacho de
basura que había cerca. Luego, pusiste el cañón de la pistola en tu cabeza. Sí.
No te estoy mintiendo. Yo ya estaba más que aterrada. En ese estado tuyo no
sabía qué cosas eras capaz de hacer. “Así apretara este gatillo, no saldría
ninguna bala. ¿Sabes por qué?”. Parecías el Daniel de siempre, pero había algo en
tu mirada que me hacía sentir que hablaba con un extraño. Estaba muerta de
miedo, Daniel. Tú con esa arma y diciendo tonterías. Para tu suerte, no pasó
nadie más por la calle, porque hubieran pensado que estabas asaltándome o, algo
peor, que estabas a punto de secuestrarme o violarme. Y volviste a decirme una
tontería. “Si disparo no va a salir ninguna bala porque yo no puedo morir sin
terminar de escribir mi novela. Me crees, ¿no?”. “Claro, claro”, te respondí.
“Tú no vas a morir todavía”. Pero estabas terco. “No, no me crees. Mira, te lo
voy a demostrar”. Y te apuntaste a la cabeza.
Disparaste. Solo
sonó un clic bien fuerte, uno que nunca había escuchado antes. “¿Ves?”, me
dijiste. “Nada me va a pasar todavía”. Luego, metiste la pistola en un tacho de
basura. “Eres un idiota, Daniel”, te dije, y te abracé. Había sentido que te
perdía para siempre. No sabía si estar molesta o feliz. Creo que estaba feliz.
Yo tampoco quería que te murieras ahí. No quería que te mueras nunca. Te apuré
para que nos fuésemos rápido. Temía que llegase el tipo a buscar venganza. Gracias
a Dios, me obedeciste.
Faltaba poco
para llegar al cuarto. Ya tú estabas más tranquilo. Estábamos acá en Chancay.
Pero no habían cabros. Habían unas putas. Sí, mujeres. Y tú te acercaste a ellas.
Yo pensé “pucha, y ahora qué cosa hará, Daniel”. “Ustedes qué hacen aquí”, les
dijiste. “Este es el territorio de mis cabros. ¿Dónde están mis cabros?” Yo te
decía que nos vayamos a la casa. Pero tú no me hacías caso. Era en vano decirte
algo. Pero tenía que hacerlo. En el corto trayecto de los tatuajes al cuarto,
ya te habían pasado muchas cosas. Estuviste así de morir. Te iban a matar los
carros, te iban a disparar en el pecho y hasta tú mismo te ibas a disparar en
la cabeza. Y ahora les estabas buscando pleito a esas prostitutas. Pero ellas
no te hacían caso. Solo una te insultó o algo así. No sé de dónde habían salido
tantas prostitutas, porque siempre que vengo por acá veo más cabros que
mujeres. Pero eran mujeres. Y un grupo de ellas me empezó a rodear. Me querían
robar, Daniel. Y tú no te dabas cuenta de nada. Entonces, te llamé. Me viste y
corriste hacía mí. “¿Qué pasa?”, dijiste. Alzaste tu voz. Dabas miedo. Las
putas se asustaron un poco. “Déjenla, qué quieren”. Y ellas me dejaron. Una
dijo que quería mi celular. Entonces, tú sacaste el tuyo y dijiste “¿tanta cosa
por un celular?”. Una chica que estaba detrás de ti saltó hasta tu mano y se lo
llevó. Yo dije “Daniel, tu celular”. Y tú no reaccionaste. Grité: “¡Ratera,
ratera!” Las otras putas se fueron corriendo. Solo las más conchudas se
quedaron en sus lugares. Ni caso me hacían, ni se asustaron de mis gritos. Tú
te quedaste parado. “Daniel, te robaron tu celular”, te dije. Pero no
reaccionabas. Estabas ahí parado con cara de tonto. Luego de un rato me dijiste:
“Era solo un celular. Puedo comprarme otro, Rose. Todo se puede comprar. Pero
lo que tengo aquí en mi cabeza, mi novela, eso sí que no se puede conseguir en
ninguna tienda”. Me abrazaste y me dijiste: “Vamos al cuarto que quiero cacharte”.
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