Del martes 18 al jueves 20 de octubre
del 2016
Nada conmovía la conciencia de este hombre. Era
como tratar de obtener sin un espejo la reflexión de una imagen. La conciencia
es en el individuo la guardiana de las leyes dictadas por la colectividad,
considerando su necesidad de conservarse. Es un guardián que vigila nuestros
corazones para impedirnos infringir las reglas establecidas, un espía instalado
en la íntima fortaleza del ser. El hombre tiene tal sed de simpatía, su temor
por las críticas es tan vivo, que por sí mismo ha introducido al enemigo en la
plaza; su conciencia no cesa de vigilar, siempre dispuesta a ahogar toda
veleidad de independencia. Es el lazo poderoso que encadena al individuo con la
masa y que le impulsa a preferir a los suyos los intereses de la colectividad,
que ha aprendido a considerar superiores. El hombre llega a convertirse en el
esclavo de su conciencia. La coloca sobre un pedestal. Por último, como el
cortesano, adulador servil del cetro que lo oprime, se vanagloria de su
esclavitud. A sus ojos, ninguna inventiva es suficientemente fuerte para
castigar al que desconoce el principio de autoridad, porque se siente desarmado
ante este ser independiente. Frente a la monstruosa insensibilidad de
Strickland, yo no podía menos que retirarme horrorizado.
W. Somerset Maugham – La Luna Y Seis Peniques
Se
llamaba Estrella y tenía las nalgas moradas. Se las había inyectado hacía unos
días. Las tetas se las había hecho hacía un par de meses. Silicona me pusieron. No me
vayas a agarrar duro, ah. Su acento serrano me destruía la arrechura. Entonces,
debía hacer malabares mentales para que no se me ablandara la pichula. No tenía
cara de serrana. Llevaba levantada la punta de la nariz y el rostro perfilado. Su
ropa la había dejado sobre una silla, al lado de su bolso. Yo, siempre cauto,
acomodé la mía en una esquina de la cama. Tampoco
me vayas agarrar fuerte las nalgas, ah. Me duelen. Detestaba cuando las
putas se ponían exquisitas: no toques ahí, no me golpees las nalgas, no me
muerdas los pezones, no beso en la boca. Cuando empezaban las prohibiciones, me
sentía estafado. Yo necesitaba besar a la puta, amasarle el trasero,
mordisquearle los pezones, decirle que la amaba. Solo así podía venírseme la
leche. Traté de soslayar sus reparos. Ya había pagado y necesitaba eyacular; dentro
de algunas horas partiría hacia la sierra y podría ser el último viaje de mi
vida. Masajeé sus nalgas. Despacio. Eran tremendas, durísimas. Fueron esas
protuberancias las que me condujeron hasta ese hostal. Cuando le pregunté la
tarifa, eran poco más de las once de la noche. Por lo general, no me era fácil
acercarme a una trava; unos nervios indecibles me bajaban la presión, congelándome
el cuerpo. Que cualquier persona me viese conversando con una trava, me
paniqueaba. Sus miradas eran las de mi madre, las de mis amigos, las de mis
vecinos, recriminándome: así que eras un
cachacabros, Daniel. Qué decepción. Qué vergüenza. Si uno de esos fisgones
me conocía o conocía a mi esposa, estaba perdido. Si ella se enteraba de que
tiraba con cabros, me exigiría el divorcio demandándome una buena cantidad de
plata y, lo que era peor, prohibiéndome ver a la bebe. Irónico. Yo no la
juzgaba por su relación con Melina. Es más, consentía que viviesen con mi hija
en la casa que yo pagaba. Ella, sin embargo, sería implacable con el lado B de
mi vida.
Esa
mañana lo único que tenía en la cabeza era abrir, de una buena vez, la cuenta
en dólares de la empresa. Necesitaba que Villanueva Ingenieros me depositase el
pago correspondiente. Gracias a los ingresos de esa empresa, fundada entre mi
hermano y yo, podía pagarme un cuarto y vivir solo, sin descuidar mis obligaciones
paternas. Jean Carlo llegó temprano. Entró a mi oficina. Daniel, nos ha salido un viaje para la mina El Devenir. Están interesados en comprarnos unos
ventiladores. Victorio sacó la cita. Mañana salimos temprano. Le pedí permiso
para ir a casa y alistar mis cosas. Me dijo que no había problema. Victorio se
unió a la conversación. Llevaba en la mano una taza humeante de café. En su
rostro, culebreaba ese airecillo ladino que siempre lo caracterizó. Me parecía
un tipo nada confiable. En su hablar, pervivía algo de su natal acento serrano.
Algo en su voz me llegaba al pincho. Victorio no sabía un carajo de ventilación,
pero la rompía consiguiendo citas comerciales. Llegaba tarde a la oficina, se
largaba temprano y conseguía contratos.
Cuando
era inminente un viaje a la mina, debía hacer dos cosas: ver a mi hija y tirar
con una hembra. Ese viaje, forzosamente conducido por las sinuosas carreteras de
la sierra peruana, podía ser el último en la vida. Cada curva era una trampa
mortal; cada conductor que se atravesaba, un enemigo que creía estar sobre una
pista de hielo.
A
las once de la mañana, ya tenía todo listo para fugar. Le dije a Patricia que
ya volvía, que iba al banco. En la oficina de Jean Carlo, había libertad: uno
podía largarse adonde quisiera, sin anunciarse. No me gustaba abusar de la
autonomía que se me concedía. No era mi empresa; no era mi chacra. Debía
guardar las formas. Así que le comunicaba a Patricia si me iba a algún lado.
Fui al banco. Llevaba la copia legalizada y, en la tarjeta, los quinientos
dólares que Rosario me había depositado. Le devolvería el dinero apenas
Villanueva me depositase lo adeudado. Una vez abierta la cuenta, desde mi
celular, le escribí un correo a Irma León, la contadora de Villanueva
Ingenieros, la encargada de gestionar los pagos a los sufridos proveedores de
la empresa. Le mandé el número de cuenta. Presioné enviar y caminé al chifa. Por
fin, terminaba con un trámite que me había tenido cabezón los últimos días.
Ahora, se venía el viaje a la mina. Otra huevada más. Si había algo que no me
gustaba, era viajar a la sierra: el frío, el dolor de cabeza, el olor a mineral
que se impregnaba en la boca, en la nariz, en las orejas, en la entrepierna.
Nadie quería estar en una mina. Ni siquiera los propios ingenieros de minas. Todos
los que conocí vivían pensando en sus días libres, en el momento en que
chapaban sus cosas y salían disparados al primer burdel de la ciudad.
Iba
por la mitad del chaufa cuando recibí un mensaje de Irma. Que no me preocupara,
el pago no tardaría en realizarse.
Hice
un esquema mental de lo que debía hacer. Eran muchas cosas. Lo primero: ver a
mi hija. Le mandé unos WhatsApp a su mamá. Le conté que me iba a la mina y que,
por favor, necesitaba ver a la bebe. Que me dijera la hora en que podría pasar
por ella. Empezó con sus huevadas. Ay, Daniel, tengo que hacer esto, tengo que
hacer lo otro; que por qué no le avisaba con tiempo. Acopié paciencia. Le
expliqué que lo del viaje había sido cosa de última hora y que por eso me urgía
ver a la bebe. Entiéndeme, por favor.
Continuó quejándose: tenía clases en el gimnasio que perdería debido a mi intempestiva
solicitud. Insistí con tino. Aflojó. Trataré
de tenértela lista para las nueve, dijo, refunfuñando. Las nueve era súper
tarde, pero, qué chucha, vería a mi hija. Eso era lo que importaba.
Lo
siguiente era coordinar con mamá la indumentaria que llevaría al viaje. En el
cuarto de Zepita, solo tenía las cosas esenciales para vivir. Toda la ropa que
usaba para la mina había quedado a buen recaudo en casa de mamá: los zapatos de
punta de acero, los pantalones de lana tipo chicle y las casacas gruesas. En
las minas peruanas, si no te abrigabas bien, te congelabas. La llamé. Quedamos
en que estaría en su casa, en La Perla, a las cuatro de la tarde.
Regresé
a la oficina. Me encerré en el baño. Salí vestido de ciclista. El short
ajustado me resaltaba la pinga. Siempre trataba de que Patricia se fijara en el
bulto, pero ella nunca despegaba la vista de las facturas. Manejé con soltura.
Sorteé con destreza a combis, motos y camiones. Con la bicicleta, llegaba más
rápido a cualquier lugar; pero sudando.
Me
detuve en Wilson para recoger mi laptop. Aún no estaba lista, a pesar de que la
gordita machona me había prometido que lo estaría. Carajo. Mi socio tiene su laptop, joven. Llega en un minuto. El minuto se
convirtió en media hora. No protesté. Reprimí, una vez más, mi molestia. Me
jodía la impuntualidad, la sacada de vuelta a la palabra empeñada. Esperé.
Cuando llegó la máquina, la probó. Funcionó bien. La guardé en la mochila. Di
las gracias y monté en la bicicleta. Llegué a Zepita. Me bañé. Me vestí. Caminé
al paradero de la Venezuela. Una hora después, mamá me abría la puerta de su
casa. Había dispuesto los zapatos de seguridad, el pantalón de lana y la casaca
que llevaría a la mina. Noté que algo le preocupaba. Le pregunté si todo estaba
bien. No. Mi abuelita, su mamá, se había puesto mal. Había tenido dificultades
para respirar esa mañana. Ella vivía en Barranca, donde, al lado de su casa, tenía
una chacra en la que criaba animales y sembraba legumbres. Nos visitaba con
frecuencia. Traía las frutas y la carne que su chacra producía. Tu tío la llevó a un hospital, contó
mamá. Pero yo voy a viajar mañana para
traerla e internarla en una clínica. Pasé un susto horrible cuando me enteré.
Todavía estoy temblando. Mira. El internamiento en una clínica era costoso;
algo de mil soles. Pídeselos a tu papá,
por favor. Yo estaba entre dar y no dar de mi dinero. Me sentí como una
mierda por ser tan cicatero en un asunto que atañía a la salud de mi abuelita.
Fue ella quien nos crió desde pequeños a mi hermano y a mí mientras nuestros
padres continuaban sus carreras en la universidad. Si algo éramos en la vida,
era gracias a ella. Recapacité. La salud de mi abuelita estaba primero. Esa era
una emergencia, ¿o no? Decidí aportar el dinero. Igual, no descarté la
posibilidad de llamar a mi papá, contarle el problema, y pedirle el dinero para
los gastos del internamiento. Estaba seguro de que colaboraría sin pensarlo dos
veces: gracias a que mi abuelita nos crió, él pudo terminar su carrera y ser el
médico adinerado que ahora era. Lo llamé. Contestó al segundo intento. Hola, hijo, cómo estás. Le conté el
problema. Necesitábamos mil soles para que la abuelita pudiera recuperarse en
Lima. Chasqueó la lengua en señal de molestia. Hasta cuándo vas a estar sin plata, Daniel. Yo siempre tengo que darles
plata. Me desconcertó la respuesta. ¿Era cierto lo que estaba escuchando? Reconocía
que era un ingeniero sin dinero, de medio pelo; eso estaba fuera de discusión. Lo
lamentable era que el idiota que me había tocado por papá no viese la gravedad
del asunto. Se trataba de la vida de mi abuelita. Continuó ladrando: Ustedes ya trabajan -se refería a mi
hermano y a mí-. Hace tiempo que salieron
de la universidad. No es posible que me sigan pidiendo plata. Colgó. No
podía ser hijo de ese atorrante. ¿Era yo tan tacaño, tan desalmado, como él? Sí,
lo era. Hacía poco yo mismo acababa de dudar sobre donar mis mil soles a la
causa de mi abuelita. Esa decisión debió ser inmediata y no demorar treinta
segundos. Siempre que mi esposa me pedía dinero, y yo se lo negaba, me acordaba
de mi papá, de la tacañería que le había heredado. No te preocupes, má. Yo voy a poner la plata. Ella se negó. Intuía
la precariedad de mi situación. Insistí. Además,
pronto me van a pagar los de VISA. Con eso me estabilizo. Mamá, resignada,
me lo agradeció. Ella tampoco entendía los niveles de roñosería de quien fue su
esposo. Te deposito apenas llegue a mi
cuarto. Quedé empinchado con el huevón de mi papá. Mil soles no le
significaban nada. Metí mi encargo en la mochila y me despedí de mamá. ¿A qué hora viajas, hijito? Partiríamos a
las cinco de la mañana, en la camioneta de Jean Carlo. Quizá nos quedemos ese día en la mina, o en un hotel, y regresemos a
Lima temprano al día siguiente. Mamá me miró a los ojos. Cuídate mucho, hijito. Vibró mi celular.
Era mi papá. Dime, papá. Me hubiera
gustado recibir la llamada con un árido qué
quieres, pero no podía transparentarle mi molestia. Era el trauma que me
dejó cuando, de pequeño, me acomodó descarnados correazos. Crecí temiéndole. Con
mi mamá, en cambio, me mostraba burlón, faltoso, atrevido. Cuando una persona
te brindaba su estima, recibía los peores tratos. Era el huevón de mi papá
quien merecía que lo tratase ásperamente. Lo había pensado mejor: depositaría
en la cuenta de mamá los mil soles para mi abuelita. Pero que sea la última vez que les mando plata. Ya ustedes están
grandes y deben aportar. Hijo de puta. Lo peor de todo era que en el fondo
yo era igual a él. Eso me jodía. En mis momentos de cicatería y violencia, me
daba perfecta cuenta de lo que nos emparentaba: la ruindad. Mamá quedó más
aliviada con que mi papá aportase el dinero. Regresé a mi cuarto y dispuse lo
que llevaría al viaje. Me volví a bañar y salí a ver a mi hija. A las nueve en
punto, estuve en su casa. Toqué y toqué el timbre. No había nadie. Esperé. Luego
de media hora, aparecieron. Regresaban de algún lugar. Eran Melina, mi esposa y
mi hija. La imagen de las tres saliendo como una familia, me impactó. Podía
pasar por alto la tardanza, podía disculpar que me hubiesen tenido tocando el
timbre como un huevón, pero no que Melina ocupara el lugar que me correspondía
como papá. Eso sí que no. No les dije nada. No era de hacer escenas. Melina entró
en la casa. Mi esposa, mi hija y yo fuimos a comer chicharrón de pollo a la
Alborada, tal como habíamos acordado. Estuve con mi cara de culo durante la comida.
Si vas a estar así, mejor me voy,
dijo mi esposa. Se levantó y se fue. No la seguí. Igual que la vez anterior,
permanecí con la bebe hasta que terminó de comer sus papitas fritas y su
pollito. Caminamos tranquilamente de regreso a su casa. Le había entrado algo
de sueño. Eso era bueno porque no sentiría mi partida; se iría directamente a
la cama. Mi esposa bajó a abrirnos la puerta de rejas. En el camino, se me pasó
el enojo. Yo no almacenaba rencores. Los olvidaba con facilidad. Tras abrir la
reja, la bebe subió, algo adormilada, casi hasta con desgano, las escaleras al
segundo piso. Adiós, papi, dijo. Quedé
a solas con su mamá, al pie de la puerta. Llevaba un camisón. Era evidente que
no llevaba nada debajo. Al menos, no llevaba sostén; se le notaban los pezones.
Como siempre que discutíamos, le ofrecí mis disculpas. Las aceptó luego de un
tenso momento. Nos abrazamos. Estaba a menos de ocho horas de viajar a la
sierra. Iba a conducir el imprudente de Jean Carlo. En el último viaje que
hicimos, gracias a sus maniobras, casi terminamos en el fondo de un abismo. Era
mejor despedirse de la gente sin rencores.
Regresé
al Centro. En una botica de Piérola, compré un blíster de dimenhidrinato, las
pastillas genéricas que prevenían las náuseas y el mareo. Una sola pastilla genérica
costaba diez céntimos; una de marca, dos soles cincuenta: el dos mil quinientos
por ciento. Los empresarios de la salud eran tremendos ladrones. Luego de eso, con
el pene duro y angustiado, enrumbé en busca de sexo. Inspeccioné Chancay y
Peñaloza. Una mamacita estaba parada en una de las esquinas de Chancay con
Zepita. Un imbécil de gorra le conversaba. Ella oía con cierto desgano. Eran
casi las once de la noche. Aún había gente circulando, lo que me impedía acercarme
a la trava. Sin embargo, cuando reunía el valor necesario para hacerlo, me daba
cuenta de que el idiota de gorra continuaba conversando con ella, sin demostrar
el menor atisbo de querer largarse. Si vas a tirártela, tíratela ya, cabrón. Se
me ocurrió pasar al lado de la trava y mandarle inequívocas miradas de que necesitaba
de sus servicios. Así, ella se desharía del hablantín para atenderme y darle la
bienvenida a un dinerillo rápido. Hicimos contacto visual en un par de
ocasiones. No comprendió mi requerimiento. Pasé a su lado una tercera vez. Volvió
a fracasar la conexión visual. Caminé de largo por Zepita. Mi afán por no
levantar sospechas hacía que le diese una vuelta completa a la manzana formada por
las calles Zepita, Prolongación Tacna, Delgado y Chancay: una vueltaza para
despistar a cualquiera que me estuviese vigilando. Había que ser paranoico. La
paranoia era, en estos casos, una aliada: te mantenía alerta. William Burroughs
decía que la paranoia era conocerlo todo. Si lo conocía todo, sería imposible que
me pillasen pagándoles a hombres por sexo, porque eso era, al fin y al cabo, lo
que la sociedad veía en las travas: hombres, hombres desviados, asquerosos,
pecadores, lacras. Para mí, eran mujeres, tan mujeres como mi mamá, mi esposa,
Rosario, Daniela o Karina.
Llevé
La Luna Y Seis Peniques, de Maugham. Había empezado a leerla tirado en mi
colchón, luego de haber estado con Estrella,. A pesar de las contundentes
primeras páginas, suspendí la lectura; estaba rendido, había botado demasiada
leche. Un taxi me dejó en el punto de encuentro acordado: el Real Plaza del
Centro de Lima, en la cuadra trece de Wilson. Habíamos determinado salir a las
cinco de la mañana para regresar ese mismo día a Lima. Detestábamos permanecer
más de veinticuatro horas en una mina. Llegué cinco para las cinco. No había
rastro de los impuntuales de mierda. Deambulé por varios minutos a lo largo del
frontis del centro comercial. Continué leyendo La Luna Y Seis Peniques. Charles
Strickland era un próspero agente de bolsa que, de un día para otro, dejó la
seguridad de un trabajo bien pagado y la comodidad de un hogar con esposa,
hijos y comida calentita para dedicarse al arte de la pintura. Ya eran las
cinco y media y no aparecían los hijos de puta. Empezaba a clarear. Unos
minutos más tarde, llegó Victorio. Bajó de un taxi. Se me acercó. La ausencia
de Jean Carlo me obligaba a conversar con él. De sus hombros colgaba una
mochila. Una chompa roja iba doblada en uno de sus brazos. Me tendió una mano
pequeña, fría. Caminamos hacia la calle Roosevelt, una de las que flanqueaba al
centro comercial. Especulaba sobre la demora de Jean Carlo. Nos sentamos sobre
uno de los bajos muros que circundaban al Real Plaza. Quería retomar la lectura
de la novela, pero Victorio no tenía intenciones de cerrar la boca. Me preguntó
si había oído hablar de ciertos ventiladores franceses. Algo, le dije. Pero nunca he
trabajado con ellos. Creo que no tienen presencia en el Perú. Me dijo que le
parecían unos ventiladores excelentes; incluso mejores que los que vendía Jean
Carlo. No tomé en serio su comentario; a pesar de que trabajaba en una empresa
que vendía ventiladores, Victorio sabía tanto de ventilación como yo de física
nuclear. Había algo raro en su repentino interés por esos ventiladores. El
asunto olía mal.
Jean
Carlo llegó en su camioneta y el martirio terminó; había tenido que soportar la
insufrible conversación de Victorio por más de una hora. Eran las siete. Se
había quedado dormido, que lo disculpásemos. Subimos a la camioneta. Victorio
cogió el asiento del copiloto.
Como
no sabía conducir, no tuve que turnarme al volante con Jean Carlo y Victorio.
Me pasé el viaje leyendo y durmiendo. A eso de las cuatro de la tarde, llegamos
a la mina. Nos recibió el jefe de ventilación, un tipo que seseaba con
frecuencia; bañando en saliva a quien tuviera el infortunio de ser su
interlocutor. Se le notaba hastiado de vivir. Nos condujo a su oficina, que
estaba dentro de la mina, en el subsuelo, a cien metros del portal de entrada. Por
orden del gerente, los ingenieros y el personal técnico debían permanecer
dentro de la mina, con todo y sus oficinas; solo podían abandonarla para
dormir. Nos sentamos alrededor de la mesa del ingeniero. Había rumas de papeles
por doquier. El ingeniero, con visible desgano, retiró los papeles como pudo y
los dejó en una mesa adyacente, que probablemente le pertenecía a su asistente.
Jean Carlo acomodó su laptop sobre la mesa y empezó a exponer las bondades de
sus ventiladores. La codicia brillaba en sus ojillos, que saltaban de la
pantalla a la desangelada cara del ingeniero. Victorio y yo solo mirábamos. Luego
de unos minutos, Jean Carlo me cedió la palabra. Era la estrategia que habíamos
planificado; yo, a raíz de mi experiencia como jefe de ventilación en Compañía
de Minas Villanueva, debía encomiar los ventiladores de Jean Carlo: Sí, cuando fui jefe de ventilación, usé
estos ventiladores. Son estupendos. Tienen un rendimiento increíble. Nos
permitieron ahorrar miles de dólares mensuales en consumo de energía…
Tonterías y más tonterías. A pesar de que no eran mentiras, me sentía como un títere
diciéndolas. Necesitaba el dinero, así que no tenía más opción.
Jean
Carlo propuso visitar una mina que se hallaba en el camino de regreso. Había
concertado esa visita con la jefa de ventilación de esa mina, que era su amiga.
Jean Carlo la había conocido hacía mucho tiempo cuando ella, que en ese
entonces trabajaba para una consultora minera, le solicitó unas cuantas
cotizaciones con respecto a sus ventiladores. Desde ese día, no perdieron el contacto.
Jean Carlo la llamó al celular. Le indicó que la esperásemos, que ya salía. Eran
las siete de la noche. La camioneta aguardaba en las afueras de las
instalaciones de la mina. Permanecimos dentro, yo con los brazos cruzados. Salir
hubiera sido estúpido; hacía un frío de mierda. Luego de una hora, la ingeniera
se acercó a la camioneta. Bajamos. Nos llevó a una oficina cercana. Era tremendamente
guapa. A pesar del grueso y abultado uniforme que vestía, podía adivinarse una
excelente figura. Se llamaba Paola. Era colombiana. Conversó principalmente con
Jean Carlo. A Victorio y a mí, prácticamente, nos ignoró. Ella era jefa de
ventilación; yo, un minúsculo empleado que había huido de las acosadoras
presiones inherentes al trabajo minero. No soporté el estrés ni el
confinamiento. Paola, con toda seguridad, ganaba un buen billete y tenía dos carros.
Yo ganaba la miseria que me depositaba Jean Carlo y me movía en bicicleta.
Procuré no abrir la boca durante la conversación; tenía la moral por los suelos.
Rogué porque Jean Carlo no me presentase con pomposidad. Cualquiera diría: si eres la gran cosa, qué chucha haces de
vendedor. Lo temido ocurrió. Nos presentó. Paola, él es Daniel. Es el nuevo jale de la empresa. Es ingeniero de
ventilación con amplia experiencia en consultoría y en operaciones. Ella me
miró con lástima. Adiviné lo que pensó: pobre
diablo. Paola instó a Jean Carlo a cotizarle tres ventiladores. Los estamos necesitando para un proyecto de
integración de dos de nuestras minas. No me falles. Los ojos de Jean Carlo
fulguraron de codicia. Mañana mismo
tienes la cotización, Pao. A las nueve de la noche, continuamos el retorno
a la ciudad. Jean Carlo estaba eufórico: las visitas se habían transformado en
dos promesas seguras de venta. En cierto tramo del recorrido, nos topamos con
un grupo de gente. Parecían ser los miembros de una numerosa familia. Iban a
algún lado; probablemente a casa. Caminaban muy cerca de la carretera. Sus
ropas exponían su pobreza. Jean Carlo pegó el carro hacia el grupo. Aceleró aún
más. Pasó rozándole el hombro a una mujer que llevaba a un bebe en brazos. Guarda, dijo Victorio, asustado. Jean
Carlo no respondió. Una mueca de insana satisfacción le cubría el rostro. Pisó con
más fuerza el acelerador. Era probable que lleguemos a la ciudad a las dos de
la madrugada.
Hola, saludé. Hola, me respondió. Debía ir al grano, pero, por educación, no
podía suprimir el saludo. ¿Cuánto?,
pregunté. Treinta soles, dijo. ¿Dónde? La negociación debía ser rápida
para no exponerme a las miradas. Señaló con un dedo el hostal que teníamos al
frente, cruzando Chancay. Algunas travas solían merodear en las cercanías de la
puerta de ese hotel. Ese día no fue la excepción. Caminamos hacia el hostal. La
chica tenía las tetas como balones de futbol y el trasero inmenso y redondo. Le
pagué diez soles al tipo de la recepción. Me extendió un condón y un enrollado
de papel higiénico. Seguí el rastro de la trava. Subí unas escaleras. Entramos
en una habitación, en el segundo piso. Voy
al baño un ratito, me excusé. Dejé la puerta entreabierta. Oriné. Fui al
lavabo y me lavé la pichula. Que vea que
me la estoy lavando, que vea que lo que se va a meter a la boca va a estar
limpiecito. Salí del baño. Empecé a desvestirme. Debía sentir la piel de
esa belleza. Dentro de la habitación, solitos, era esclavo de mi lujuria. Me
arrodillé y le bajé el pantalón. Lamí con fruición sus nalgotas. Ella se quitó
la blusa y el sostén. ¿Cómo te llamas, mi
amor? Con un acento medio serrano, dijo: Estrella.
Te las voy a besar
despacio, le dije. Se
dejó hacer; aunque sus no me toques tan
fuerte o no me muerdas los pezones
habían reducido mi arrechura. Una puta debía entregarse por completo, sin queja
alguna; el cliente debía sentir que tiraba con su novia o, mejor todavía, que
se masturbaba en la comodidad de su soledad. La puta debía ser imperceptible,
limitarse a ofrecer su cuerpo, a expresarse solo para engrosar la libido de su
acompañante con frases como sí, dame tu
leche, papi, me encanta tu pingota, sí, métemelo todito, sí, ay, qué rico.
Yo estaba echado en la cama; ella, en cuatro, encima de mí. Mi lengua le lamía
una teta. La otra se la manoseaba con la mano derecha, mientras que la
izquierda recorría la piel de su culo. Ah, era delicioso. La pinga la tenía durísima,
me iba a estallar en cualquier momento. Eran treinta soles por el cache y diez
del hotel. Cuarenta soles. Tenía que clavársela. Se lo dije. Me puse detrás de
ella. Empezamos. La pendeja no gemía. Aguantaba. La chamba de una puta no era
aguantar; era dejarse llevar por el dolor, gemir, dar alaridos, excitar al
parroquiano, gracias a cuyo dinero podía inyectarse más aceite de avión. Empujé
con más fuerza. Me concentré en la venida. Sus quejas ahuyentaron nuevamente a mis
demonios. No muy fuerte; recién me he
inyectado. Le saqué la pichula y me volví a tender en la cama. Me quité el
condón. Lo tiré al piso. Ponte encima de
mí, como hace ratito, para besarte los senos y masturbarme. Aceptó. Cuando
terminé, atrapé el semen con el prepucio.
Eran
las tres de la madrugada cuando llegué a Zepita. Se oía cerca la estridencia de
la procesión del Señor de los Milagros. El anda y su feligresía debían de estar
en alguna cuadra de Tacna. Le prometí al Señor que lo visitaría el treinta y
uno, el último día de la festividad. Busqué la llave en uno de los bolsillos de
mi mochila. Zepita estaba desierta. No era peligrosa. Había luz. Metí la llave
en la cerradura de la reja, la giré y se abrió la puerta. Hola. Fue un susurro en el pabellón de la oreja derecha. Volteé. Era
Azul. Estaba hermosa. Así que te gustan
las serranas, ¿no?
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