Al fin y al cabo, se necesita más coraje para vivir
que para matarse.
Albert Camus
Roxana
Velaochaga (reina del reality de competencia del canal cuatro) y Pierina de la
Puente (reina del reality de competencia del canal nueve), encarnizadas
enemigas públicas, duermen en su cama. Y él en medio de las dos. Si la
gente nos viera, sonríe. Adivina la hora. Procurando no despertarlas,
abandona la cama. Entra en la cocina y abre la refri. Ahí está el jugazo de
naranja que le dejó Hilda, debidamente tapado con un platito para que no se le
corrompa el sabor con los olores de los quesos, jamones y verduras. Va hacia el
repostero y coge el botellón de Naked Nutrition. Lo abre y hunde una cucharada
de su contenido en el jugo. Lo revuelve y, ¡saz!, pa’dentro. Qué sería de su
musculatura sin esos polvos grises. ¿Qué pasará cuando Roxana y Pierina noten que
compartieron, calatas, la misma cama, y se tiraron al mismo hombre en la misma
noche?
Chequea
la hora en uno de sus tres celulares. Es el mediodía de un sábado que pinta
bien. Descorre las cortinas de la sala y aparecen, como trazados por un
acuarelista, el parquecito del malecón y su rectángulo de mar.
Algo
traquetea en la mesa del comedor. Es otro de sus celulares. Le anuncia un
mensaje. Es Kathy, la productora del reality de competencia en el que trabaja
desde hace quince años. Pásate por la casa un toque. Tengo un vinito.
¿O voy a tu depa? Confirma. Besos. Lo piensa. Roxana y Pierina no lo
agotaron tanto como creyó. Básicamente, se dedicaron a lamerlo y a lamerse
entre ellas. Él eyaculó tan pronto las vio chupársela por tercera vez en la
noche. Pero Kathy sí que es jodida. Esa chola siempre quiere más. Y él no puede
ser malagradecido. Le debe su buena vida, un depa y miles de dólares en el
banco. Yo te veo. Espérame con el jacuzzi listo, responde.
¿Me
puedes decir por qué chucha he dormido con la perra esa?
Es
Roxana. Ha bajado la voz todo lo que pudo, sin soslayar su indignación. Es
obvio que no quiere despertar a la “perra esa”. Es divertido pensar que la
misma pregunta la pudo haber formulado Pierina refiriéndose a Roxana. Y es que
ambas son tremendas perras, solo que una trabaja en el cuatro y la otra en el nueve.
Aunque
ni tanto, eh. Ser el cachero de la gerente de contenidos del canal me ha
permitido conocer que el sobrino del dueño del cuatro está casado con la nieta
del dueño del nueve. Todo queda en familia. Y la gente cojuda, el gran público,
“la voz de Dios”, matándose por uno u otro canal, por el reality del cuatro o
por el reality del nueve. Al final, ambos son la misma mierda. Solo sirven para
que chicos como yo podamos tener esta vida de lujo. Y eso que no terminé la
secundaria. Ya les explico. Solo déjenme calmar a Roxanita y mandarla pa’ su
casa.
***
Tengo
veintiocho años y un futuro brillante en la tele. Estoy a un paso de tener
programa propio. Ya me hartaron los realities de competencia.
Disculpen,
me desvié. Les iba a explicar cómo empecé en esto. Fácil. Mi colegio era vecino
al canal nueve. Luego del cole, mis patas y yo lateábamos por lo barrios de San
Isidro. Recuerdo perfectamente el día que cambió mi vida. Dejé a mis patas fumando
un tronchito en nuestra banca del parque Santa Rosa, nuestro punto de
reflexión. Eran ya las cinco de la tarde y tocaba romper filas, regresar a
casa. Antes, debía procurarme una barrita de halls en el quiosquito de Arenales
con Choquehuanca, para disimular el aliento. Ya vengo, les dije. Mi
tío, el jodido de mi tío, que no hacía más que buscar excusas para echarme de
la casa, solía inspeccionarme el aliento, cual sabueso, pensando que me
pillaría algún olor a trago o cerveza. Yo no tomo cerveza. No me gusta. Me da
asco. Igual, debía cuidarme las espaldas, y esos halls me las cuidaban muy
bien. La realidad era que el pendejo de mi tío quería botarme de la casa porque
sospechaba que me comía a su mujer, mi tía, una treintona deliciosa. Y no se
equivocaba el huevón, pero no iba a dejar que me echara a la calle por un
porrito de marihuana. En fin, caminé hacia el quiosquito cuando, de pronto, me
echaron un silbido desde las alturas de uno de los tantos edificios del lugar.
Miré. Volteé. No logré dar con quien chifló. Seguí en lo mío. Pero el chiflido
persistió. Entonces, fue fácil distinguir a la persona que silbaba, porque
agitaba los brazos desde su ventana. Era una mujer; la pendeja de Kathy. Claro,
en ese momento, yo no lo sabía. Me hizo señas para que subiera. Subí. Tenía un
departamento en el piso cinco de un edificio en Arenales. Vivía sola. Me contó
que era productora en el canal 9, y que justo estaba a punto de salir para
allá. Ese día harían el casting para un formato nuevo, un reality de competencia
copiado de un país centroamericano. Estás churrísimo, me
dijo; de todas maneras, quedas para el programa. No vayan a pensar
que ese casting era de esos en los que hay un montón de ilusos haciendo cola.
No. Ese tipo de casting sirve para promocionar un programa o para subirle el
rating. Al final, no escogen a nadie. Los castings de verdad se hacen entre los
conocidos de los productores. Yo fui el recomendado de Kathy. Pasé el casting
sin problemas. Solo me indicaron que debía inflar los músculos cuanto antes. De
eso no te preocupes, me dijo Kathy. Mañana mismo te pongo en un
gimnasio. ¿Y el cole? Papito, vas a ganar diez mil dólares
mensuales. Si el programa funciona, imagina cuánto más ganarás en el futuro.
¿Para qué vas a querer el colegio? Tenía razón. Además,
continuó, si las cosas no funcionan, habrás ganado una buena platita en
lo que dura el programa. Perderás unos meses de colegio si pasa eso, pero si
eres pilas, podrás quedarte a flote mucho tiempo en esto de la tele. Yo te
ayudaré, por supuesto.
Kathy
me pagó dos meses en el Silver Gym. Me mudé a su depa. Dejé lo de mi tío,
aunque continué despachándome a su esposa dos o tres veces más. En el gimnasio,
me hice amigo de David Meyer, el dueño. Ese pendejo me introdujo en el mundo de
las drogas más fuertes. Era un tipo inteligente, guapo, decidido. Jamás entró
en la tele, a pesar de los ruegos de Kathy. Lo suyo era el gimnasio, jalarse la
coca que le vendía a los figurines de la tele, y comerse a las niñas más bellas
y bien de la ciudad.
***
Cuando
entra al cuarto, halla a Pierina desesperada, llorando. Putamadre, ahora cómo
le dice que no fue su intención engañarla con Roxana. Ella lo mira y corre
hacia él. Se refugia en sus brazos. ¿Qué te pasa, amor?, le
pregunta, tanteando el terreno. Al parecer, la cosa no es con él. A ella le
cuesta hablar. Cálmate, bebé. ¿Qué pasó? Ella lo mira. Parece
no hallar el consuelo necesario en los ojos azules de su novio. Reprime
brevemente el llanto y dice: Han secuestrado a mi papá. ¡Chucha, la
cagada!
***
Jorge
de la Puente, papá de Pierina, nació en Lima en 1956. A los veinte años, aún en
la universidad, se inscribió en el ADRA, la Acción Democrática Revolucionaria
Americana. Sin concluir sus estudios de Derecho, fue contratado como columnista
de opinión en el diario Hoy, con sueldo de gerente, por supuesto, gracias a los
oportunos contactos de su padre, don Arturo de la Puente Eymann, dueño absoluto
de Química Egipto, farmacéutica multimillonaria. Al poco tiempo, Rómulo Rizo
Patrón, su padrino de bautizo y dueño del canal 4, le propuso integrar el coro
de panelistas del programa dominical de debate que producía por esos años. Como
no podía ser de otra manera, se le asignó a Jorgito un sueldo de
director.
Muy
distinta era la historia paralela de uno de sus compañeros de partido, el
impetuoso y cantaor Adán Galván. Pobretón, conspicuo orador, y fallido
estudiante de Derecho, llegó a colgarse del saco del fundador del partido
adraísta, quien falleció en 1979 y consideró siempre a Galván como un
parlanchín medio trastornado a quien había de procurar, de vez en cuando, una
palmadita en la espalda para que no se deprimiese.
Sin
embargo, Adán Galván sorprendió a medio mundo cuando, con tan solo treinta y
seis años, en 1985, fue elegido presidente constitucional del país. A partir
del dieciocho de julio de aquel año, día en que Galván asumió formalmente la
presidencia, las cosas mejoraron para Jorge y todos los miembros del partido
adraísta, desde el más insignificante hasta el más encumbrado.
Así,
en 1986, a Jorge se le nombró director del canal siete, la televisora del
Estado. Por supuesto, se le asignó sueldo de dueño. Sus obligaciones no eran
muchas, y las que tenía no le representaban esfuerzo alguno. Se limitaba a
supervisar que los contenidos de los programas no atacasen de ningún modo las
políticas gubernamentales.
En
1990, culmina el gobierno de Galván y el país se desangra, se arrastra y
merodea en la basura por un poco de comida. Asume el mando, Alberto Kishimoto,
que ha derrotado, en apretujada disputa, al candidato liberal Marco Vargas,
quien había prometido investigar las trapacerías de los adraístas y encerrar a
Galván.
Luego
de unos meses, Kishimoto traiciona el apoyo de los adraístas, gracias a cuyos
votos venció a Vargas, y ordena la captura de Galván, vivo o muerto. Galván
logra escapar y se instala en París. El acéfalo rebaño adraísta se esconde bajo
las piedras. Los buenos tiempos han terminado.
Jorge
de la Puente hace sus maletas y viaja a España. Su padre lo hace gerente
general de la filial de Química Egipto en ese país. Allí, Jorge reanuda su
amistad con Abu Bekr, acaudalado y reputado traficante de armas, de quien se
convierte en accionista de la mayoría de sus más jugosas inversiones.
Diez
años después, cae aparatosamente el régimen de Kishimoto, y Jorge regresa al
Perú. Es un hombre mucho más rico. Deja de lado sus negocios y se postula al
congreso, siempre aupado por la estrella adraísta. Gana una curul. Desde ese
momento, la política se convierte en su único quehacer. Será reelegido, periodo
tras periodo, gracias a un duro núcleo adraísta que lo ve como el cancerbero
defensor de sus doctrinas.
***
Pierre
Hexum lo llama a un lado. Te voy a presentar a una amiga.
Nicolás
acepta. Pero, al toque, huevón, Helena me está jodiendo con ir a la
casa de su vieja.
Pierre: Sorry,
bro, pero tu flaquita te trata como estropajo. Parece que estuvieran casados.
Qué fea nota.
Nicolás: Sí,
huevón. Yo quiero quedarme todavía.
Pierre: Quédate,
pes, huevón. Depende de ti. A ver, ven un toque. Mi amiga quiere conocerte.
Se
alejan del gentío que colma la sala del dúplex de Pierre, en San Isidro. Van a
la cocina.
Pierre: Nicolás,
una amiga.
Se
saludan. Hola. Hola. Nicolás queda impactado por la
belleza de la fan. Se han flechado en una, piensa Pierre. Los
dejo; ya vuelvo, dice.
La
conversación brinca desde la obvia distancia inicial hacia terrenos más
íntimos. Entonces, las intenciones ganan densidad y los cuartos del segundo
piso son el destino que les urge habitar. Dame un toque, por fa; cierro
un tema y regreso. Espérame aquí. No te vayas. Por supuesto que no se va a
mover.
Nicolás
se pone firme; Helena Diez, también. Habíamos quedado en que iríamos a
la casa de mi mamá. Él defiende sus preferencias. No tengo ganas de
ir. Si quieres, ve tú. Yo me quedo acá. Helena coge su cartera y se va,
furiosa. Nicolás sabe que, en un par de días, la discusión se habrá disuelto y
olvidado por completo. Corre a la cocina. La fan lo espera con una botella de
vodka y una cubeta de hielo. Vamos. Suben a los dormitorios. Los
tres están desocupados. Se encierran en el más grande. Ni bien dejan el vodka
sobre una mesa, se desvisten. Se besan y se desvisten. Las manos ansiosas se
funden con la piel del contrincante y ruedan sobre las ardientes sábanas de la
cama de dos plazas de Pierre Hexum. Nicolás descubre un pene en la entrepierna
de su admiradora. No te importa, ¿verdad? Los jadeos de la fan
se interrumpen; aguardan el dictamen de Nicolás. Nada que ver; al
contrario, me encanta. Por ahí escuché que, «si tiene pito, es más
rico». Ríen. Se disuelve la tensión, y la fan recibe la mamada más
televisiva y combatiente de su vida. Eres la mujer de mis sueños.
***
Entonces,
estalla. Nicolás vuelve a calmarla. ¿Estás segura? ¿Quién te ha dicho
eso? Es imposible que secuestren a tu papi. Él siempre está con sus
guardaespaldas. Pierina acopia calma y entre breves espasmos le confirma la
noticia. Me lo ha dicho la misma Kathy. También me ha dicho que me
calme, que averiguará todo por mí. Nicolás atenaza la situación con
recelo. Espérame, ya vengo, le dice. Pierina vuelve a sumirse en el
desesperante torbellino de su angustia. Nicolás se refugia en el rincón más
alejado de su sala y llama a Kathy.
Nicolás: ¿Kathy?
¿Qué pasó?
Kathy: Nico,
puta, no lo vas a creer; el gobierno secuestró a tu suegro.
Nicolás: Pero
¿por qué? ¿cómo así?
Kathy: ¿Por
qué crees? No te hagas el huevón.
Nicolás: En
serio, no sé por qué.
Kathy: Mira,
yo no le he dicho nada a Pierina, pero la verdad es que tu suegro no la tiene
nada fácil. También se rumorea que otros peces gordos del adraísmo han sido
sacados a la fuerza de sus mansiones.
Nicolás: Puta,
pero ¿qué ha hecho el huevón de Jorge?
Kathy: ¿Todavía
lo preguntas? Tú sabes que tu suegro está metido hasta el cuello en la
corrupción.
Nicolás: Ya,
y qué.
Kathy: Papito,
¿en qué país vives? ¿No has visto las noticias? Sabes que nos gobierna una
presidenta que ha venido a acabar literalmente con la corrupción, ¿no?
Nicolás: Algo
he oído.
Kathy: Tonto,
¿no viste la otra vez cómo le volaron los sesos al enano feo ese en pleno
palacio de gobierno por sus mentiras?
Nicolás: No,
no vi eso, no vi nada. Ni siquiera sabía que había pasado eso.
Kathy: Bueno,
pues, me han dicho que a tu suegro de todas maneras lo fusilan hoy. Van a pasar
el juicio en la tele ahoritita, en unos minutos…
Nicolás: ¿En
qué canal?
Kathy: En
todos los canales, pero no le vayas a decir nada a Pierina. (Pausa) ¿Aló?
¿Aló? Putamadre, me colgó este huevón.
Nicolás
se sienta enfrente del televisor y lo enciende. Rápidamente, baja el volumen
hasta desaparecerlo. No es necesario que sintonice el canal de las noticias;
todos los canales transmiten lo mismo. El cintillo rojo en la pantalla no
miente: En vivo. Juicio sumario a Jorge de la Puente, líder adraísta.
Pero la cámara solo enfoca una pared de ladrillos y una silla vacía. Putamadre,
seguro están hablando. Sube el volumen poco a poco hasta escuchar algo. Sí,
alguien habla, pero Nicolás no entiende lo que dice. Sube un poco más el
volumen. Ahora sí entiende todo. Pero ¿dónde ha oído esa voz? Se esfuerza por recordar.
La voz le es familiar.
¡Qué
pasa, Nicolás!
Es
Pierina. Se acerca a la tele y lee el cintillo.
Pierina: ¡Puta,
puta de mierda!
Nicolás: ¿A
quién le hablas? Tranquila.
Pierina: ¡Es
una puta de mierda!
Nicolás: ¡Qué
dices! ¡A quién le hablas!
Pierina: ¡A
la perra de la presidenta!
Nicolás: ¿La
presidenta?
Pierina: ¡Sí,
tarado, la presidenta! ¡En qué país vives, por Dios!
Esa
voz no es la de la presidenta. ¿O sí? Él conoce esa voz; pero ¿de
dónde?
***
Entró
en el restaurante más exclusivo de Lima de la mano de Nicolás, el chico más
guapo de la tele. Sin embargo, en ese lugar de gente poderosa y adinerada,
Nicolás pasaba desapercibido, ya que su fama provenía de esa inmensa mayoría de
gente que lo veía desarmar camas y rodar neumáticos cada tarde, de lunes a
viernes, gracias a las ondas del canal 9; gente a la que jamás se le permitiría
el ingreso en ese restaurante.
Un
tipo alto, vestido de frac, los escoltó hasta una mesa.
Señorita,
por favor, tome asiento.
Gracias.
Carlitos,
te paso la voz apenas tengamos listos nuestros pedidos.
Como
guste, señor Gambirazio.
Nicolás
revisaba la carta, y ella, muy disimuladamente, observó a la concurrencia.
Había gente de la tele, periodistas de escritorio, presentadores de noticias,
dos o tres deportistas y un grupito de cinco o seis políticos. A los políticos,
los tenía en la mesa de enfrente. Conocía los nombres de dos de ellos. En la
tele, eran rabiosos enemigos, pero, en esa mesa, chocaban sus copas y reían con
estruendo.
¡Hola,
Nicolás! Tiempo que no te caías por aquí.
Por
detrás, los había sorprendido el congresista Antonio Lavalle.
Ha
palmeado el hombro de Nicolás. A ella, la ha violado con la mirada.
¡Toñito,
qué tal! Sí, pues; ya me tocaba.
Se ve
que son muy amigos. El tipo se quiere sentar en la silla vacía, pero muy, muy
disimuladamente ella le hace notar que ahí está su bolso. No quiere que ese
sapo se le acerque.
Estás
muy bien acompañado, Nicolás. Mis felicitaciones. Un placer conocerla,
señorita.
Nicolás,
modesto él, le palmea la panza al tipo, como agradeciendo el cumplido.
A ver,
un poco de contexto. Antonio Lavalle era congresista. En asambleas públicas o
en declaraciones a la prensa, arremetía ferozmente contra la televisión basura,
sobre todo, contra los realities de competencia, donde chicos fortachones y
jovencitas semidesnudas exhibían habilidades perfectamente prescindibles, pero
que capturaban la vertiginosa sintonía del público peruano. Esos
realities embrutecen a nuestra juventud, solía pontificar Lavalle.
Nicolás,
el chico reality por antonomasia, y Antonio Lavalle, el esperpéntico aristarco
de la televisión basura, eran muy amigos, casi familia. Antonio no tardó en
seducir a la acompañante de Nicolás. Se propuso penetrar en sus finas carnes.
***
Entonces,
el encuadre captura el ingreso de Jorge de la Puente en escena. Va hacia la
silla y se sienta.
La
presidente continúa hablando. Le relata a De la Puente los contubernios que han
plagado su recorrido político. De la Puente se abroquela detrás de la sonrisa
sarcástica con que siempre ha sacado el culo de cuanta acusación se le ha
formulado.
¿Tiene
algo que decir, señor Jorge?, dice la presidente.
Pues,
que me alegra que toda esta payasada se televise, así el país entero y la
comunidad internacional se darán cuenta de los atropellos que está cometiendo
este gobierno, bufa De la Puente, dueño ya de la silla,
seguro en el fortín de su acendrada fama.
Señor
De la Puente, me temo que las acusaciones que le he enumerado, y que el pueblo
acaba de oír, no se parecen en nada a las que sus enemigos le han planteado en
todos estos años. Mis acusaciones sí tienen un respaldo. Tengo pruebas, señor.
Jorge
de la Puente ríe con desparpajo. Señorita presidenta, si me hace el
favor, cuénteme algo que no me hayan contado antes.
Míreme
bien, señor De la Puente. ¿Me reconoce?
Hay
una pausa. De la Puente obedece y mira a su interlocutora. La penumbra le
oculta el rostro de la presidente, pero no hace falta más luz para saber que
son ella y su voz quienes le hablan desde la oscuridad creada por el contraste
de la coruscante cámara fílmica que le apunta.
Soy
yo, Coquito. ¿No te acuerdas de esas noches en el Wimbledon? ¿Esas noches de
juerga con nuestro amigo Toñito Lavalle? ¿Ya no te acuerdas de lo rico que la
pasábamos?
El
rostro de De la Puente ensombrece.
***
Antonio
Lavalle, descendiente del presidente civilista Manuel Pardo y Lavalle, bilioso
congresista de la república, y tenaz enemigo de la animalización televisiva,
acababa de comerse la pinga de la novia de Nicolás.
¿Estás
con Nicolás?
No
exactamente.
¿Sabes?
Mi sobrino y yo casi siempre compartimos las mujeres. Del programa donde
chambea, nos hemos comido, entre los dos, a tres o cuatro de sus amigas.
¿Gratis?
Bueno,
uno no va y les pregunta cuánto por el cache, ¿no? En este medio, uno sabe muy
bien que un favor se paga con otro. El pago ya se ve luego: contactos con
empresarios de la tele, viajes de lujo, depósitos en cuentas bancarias, y así.
Ya esas chicas saben cómo es la vaina.
¿Y es
tu primera vez con una chica trans como yo?
¿Mi primera
vez? ¿Te parece que es mi primera vez? No, niña, si yo no soy ningún santo. La
vida le enseña a uno a disfrutarla sin prejuicios. Claro que ante la prensa uno
tiene que guardar su imagen, ¿no? Ese es mi trabajo, niña. No sé hacer otra
cosa que engañar a la gente. Y es fácil engañarla. Más que el don de la
palabra, se necesita arrojo para saltar al ruedo y cacarear. El que no cacarea
está jodido.
El
servicio del hotel Wimbledon era muy discreto. Los políticos y figurines de la
tele acudían a sus instalaciones para desbandarse sin dejar huella.
Lavalle: Y
hablando de engaños, yo fui uno de los cerebros de un negocio de la putamadre;
un negocio cuyos dividendos me dan de comer hasta ahorita. (Se ríe y
traquetea, como pulmón de tuberculoso). Han pasado más de veinte años desde
esa jugada y con esa plata te estás divirtiendo de lo lindo, gatita.
A
Lavalle le encantaba disfrazar a sus mujeres. Las prefería en trajes de felino.
Gatita: ¿Qué
negocio?
Lavalle: Lléname
el vasito y te lo cuento.
La
gata fue hacia la botella de whiskey e hizo lo que le pidieron. Lavalle,
embobado, algo ebrio, le miró la pichula blanca, el culo respingado, las tetas
como globos.
Lavalle: Eres
un amor, bebé. También ponme tres cubitos de hielo, por favor. Claro. Así juega
Perú.
Gatita: Sube
el volumen, Toño. Mira, mi novio está en la tele.
En la
tele, Nicolás le quitaba las tuercas a una cama. Un par de metros a su derecha,
otro participante, Hugo Böll, desarmaba otra cama. La competencia era feroz.
Las camas gemían mientras perdían patas y travesaños. Los combatientes sudaban
como torturados por un sol poderoso.
Lavalle: Ese
pendejo. Las maneras que han encontrado para que estos flojos de mierda se
hagan ricos. En mis tiempos, había que usar las neuronas, carajo.
Antonio
se zampó un sorbo del whiskey y retuvo un cubito de hielo en la boca; maridando
el trago en las propias fauces.
Lavalle: En
esa época, Adán y la gente del partido estábamos en la cresta de la
popularidad. Éramos jóvenes, impetuosos y hermosos, carajo. Empezando por Adán.
Ese huevón era el único que me ganaba en pinta.
Gatita: Si
eran tan populares y tenían tantas ganas de gobernar, ¿cómo así se tumbaron al
país?
Lavalle: Cariño,
a veces las cosas no salen como las planeamos; pero tuvimos toda la mejor intención.
Todos tienen una teoría. Yo tengo certezas. Yo viví todita la huevada al lado
del pendejo que se encargó de descalabrar al país entero.
Gatita: ¿Adán
Galván?
Lavalle: Quién
más si no. El huevón ese siempre fue un ególatra de proporciones. ¿Querías algo
de él? Solo tenías que masajearle el ego. Y, en esa época, con treinta y seis
años cumplidos, caminaba pisando nubes. A la gente del partido, a los cholos de
las bases, los puso en cuanto puesto burocrático hubiera. Y si no había, Adán
se inventaba los puestos. De esa época, vienen los chistes esos de trabajar
como asistente del asistente del asistente.
Gatita: ¿En
serio?
Lavalle: Para
cagarse de la risa, ¿no? Al final, hacían trabajar al asistente más nuevo, y
los dos primeros se iban a sus casas a rascarse las pelotas, ganando
tranquilitos su sueldo.
Antonio
rio y tosió. Le divertía recordar los tiempos en que lo imposible y lo
carnavalesco eran la mismísima realidad peruana. La gatita le socorrió
palmeándole la espalda peluda.
Lavalle: Tranquila,
cariño. No te preocupes. Estoy bien.
La
gata descansó el cuerpo contra el de su amante. Él le pasó la mano por los
cabellos tinturados, los ojos perdidos en los tiempos de su
juventud.
Lavalle: La
vieja guardia adraísta nunca nos vio con buenos ojos; o sea, a nosotros, la
nueva generación del partido. A Adán lo veían como al huevón que se coló en la
fiesta. Y, claro, con toda razón, Adán quería deshacerse de ellos, relegarlos a
un cuarto plano, dejarlos como piezas de museo. Por eso le dio trabajo a todo el
partido. En un segundo, se ganó a las masas adraístas. Los viejos quedaron en
el olvido.
Antonio
Lavalle volvió a reír, se diría que melancólicamente. Le pidió a su gatita un
cigarrito. Ella cogió dos de la mesita de noche. Encendió el suyo y con él prendió
el de su amante. Lavalle sorbió del whiskey y enseguida le metió una calada a
su cigarrillo. Luego de unos largos segundos, expulsó el humo, que hizo
piruetas en el aire.
Lavalle: Como
te habrás dado cuenta, esa fue la primera gran bomba que le sembramos al país.
Y digo sembramos porque me incluyo, porque permitimos que Adán hiciera y
deshiciera a su antojo. El gasto público se disparó y nadie hacía su trabajo,
pero igualito cobraban puntualmente.
Gatita: De
pequeña, escuchaba que los adraístas eran unos mafiosos.
Lavalle: Mafiosos
éramos los cuatro o cinco gatos que manejábamos todo con Adán. El resto era una
sarta de cojudos. Esos idiotas mandaron a la mierda al país. Nosotros, Adán a
la cabeza, nos preocupamos por, primero, prepararnos el terreno para gobernar
tranquilos, sin que nadie joda. Ya te dije que primero enterramos a los
dinosaurios del partido. Luego, el objetivo era echarnos al bolsillo a los
militares que querían tumbarnos.
Gatita: ¿Los
militares querían tumbarlos? Hasta donde sé, ellos habían dejado de gobernar en
1980, cuando Correa salió elegido presidente. Pensé que desde ahí ya no jodían
más.
Lavalle: Niña,
niña, niña, cómo se nota que eres una niña. Mira, los militares siempre van a
gobernar, estén en el poder o no. ¿Quién crees que respalda a un presidente?
¿El voto popular? Ni cagando, pues; son los militares. Si un presidente tiene
contento a sus milicos, gobierna en paz. Y eso lo teníamos muy clarito. Sí,
cierto, los militares gobernaron oficialmente hasta 1980, pero, como te digo,
ellos siempre están vigilándolo todo. Y con el pavo de Correa no fue la
excepción. Te cuento que hasta el último día de su gobierno estuvieron a punto
de sacarlo.
Gatita: No
sabía eso.
Lavalle: Así
fue. Y a nosotros también nos querían sacar del gobierno. Pero sabíamos lo que
teníamos que hacer. Adán lo sabía muy bien. Por eso, ni bien asumió el mando,
organizamos una reunión en casa de Jorgito de la Puente.
Antonio
Lavalle chupó largo rato su cigarro. Le sacó lo mejor. Dejó escapar el humo sin
encorsetarle pirueta alguna.
Lavalle: Si
queríamos durar, debíamos tener contentos a los milicos. Jorgito era una de las
cuatro o cinco cabezas que gobernábamos junto a Adán. Todos éramos unos mocosos
atrevidos, carajo. Eso se ha perdido. Bueno, invitamos a la reunión a los
empresarios y a los militares más poderosos del país, a los más pistoneados.
Íbamos a asegurarles a los milicos que les compraríamos los dichosos Mirage que
Correa nunca les compró.
Gatita: Sí,
de niña crecí oyendo ese nombrecito: Mirage. Nunca entendí bien.
Lavalle: ¿Nunca?
La jugada fue facilísima. Correa quería comprar esos aviones franceses. Terminó
su gobierno y, como siempre pasa en este país, la compra jamás se realizó. Y
tampoco los íbamos a comprar nosotros. No queríamos darles más poder a los
milicos. Aunque Jorgito opinaba que era mejor comprarlos, así los teníamos
contentos. Entonces, organizamos lo de la reunión para anunciar que, entre
otras cosas, compraríamos los veintiséis aviones caza Mirage que les había
prometido Correa. La reunión fue un éxito. Nos echamos al bolsillo a los dueños
del país y a los militares que los defendían. Pero, unos días después, el
pendejo de Adán me contó el nuevo plan que había tramado con Jorgito.
Gatita: ¿Cuál?
Lavalle: Que
le diríamos a la prensa y a todo el mundo, en un mensaje bien patriotero, que
para mejorar el equipamiento de nuestro glorioso ejército peruano y bla, bla,
bla, compraríamos doce aviones caza Mirage.
Gatita: ¿Doce?
¿No iban a ser veintiséis?
Lavalle: Espérate,
pues. Es que Adán era un tipo vivísimo. (Aspira del cigarro con
nostalgia) Y lo sigue siendo. Dijo que solo compraría doce, porque con doce
el Perú estaría muy bien defendido. Y el resto del dinero sería empleado en
favor de la educación de nuestra niñez y bla, bla, bla. Jajajajajajaja.
Gatita: Tranquilo,
bebé. Te vas a atorar.
Lavalle: No
te preocupes, amor. Todavía no ha llegado mi tiempo. Con ese discurso y con la
labia con la que lo dijo, dime, ¿quién se nos iba a venir encima? Los milicos
no podían protestar porque hubiera sido ir en contra del noble propósito de la
educación de los niños. Todo salió a pedir de boca.
Gatita: Pero
¿cuál era el negocio?
Lavalle: El
negocio fue que, bien solapa no más, compramos los veintiséis aviones; total,
el contrato ya estaba hecho así desde los tiempos de Correa. Solo que el
huevonazo ese nunca se atrevió a comprarlos. Nosotros compramos doce y los catorce
que sobraron se los encomendamos a nuestro socio clandestino Abu Bekr, un
egipcio muy amigo de Jorgito y de Adán, aunque más de Jorgito. Ese Abu Bekr era
el mayor traficante de armas del mundo. No tienes ni idea.
Gatita: ¿Y
qué hizo ese señor?
Lavalle: Revendió
por su cuenta los catorce aviones. Para nuestra suerte, por esos días, el
precio de esos aviones subió espectacularmente en el mercado negro. El pendejo
de Abu logró venderlos a los iraquíes para que se sacaran los ojos con los
iraníes. Y los vendió, no al precio ya elevado del mercado negro, sino por el
triple de eso. Un genio el tipo. Luego de que
terminó con la transacción, nos dimos una vueltita por España, y nos
encontramos con Abu en el departamento de Jorgito. Ese día, nos cayó nuestra
comisión. A los tres por igual, carajo. Nunca vimos tanta plata junta en
nuestras putas vidas. Una cosa era lo que nos caía por dejarles pasar droga a
los colombianos y otra muy distinta fue la plata de los aviones. Ja. Eso sí que
fue dinero. Y como te digo, gracias a esa venta, me hice rico para el resto de
mis días. Esa jugada está pagando los tragos y los puchos que te estás fumando,
mi niña.
Gatita: Ya
veo, papi. ¿Hicieron más negocios con ese árabe?
Lavalle: No,
corazón. Desafortunadamente, la gente es envidiosa. Un grupito de políticos
izquierdosos armó escándalo por nuestro negocito. Algún soplón les filtró
nuestra movida y empezaron a husmear, comprar más soplones, y así, de a
poquitos, fueron descubriendo cosas que nos implicaban.
Gatita: ¿Será
que la prensa les fue con el chisme, papi?
Lavalle: Jajajajaja,
cuál prensa, amor. Nosotros teníamos felices a toditos los dueños de los
canales y los periódicos. La prensa estaba con nosotros. A la gente
poderosa del país la teníamos contenta. Si para ellos creamos los dólares MUC,
corazón.
Gatita: También
escuchaba eso de chiquita: MUC. ¿Qué era eso?
Lavalle: Estás
hablando con el hombre indicado para explicarte esa cojudeza, amor. Yo inventé
el nombrecito ese. A Adán le gustó y quedó.
Gatita: Y
qué significa.
Lavalle: Mercado
Único de Cambio. Esa vaina la creamos en un tiempo de crisis económica. El muy
pendejo de Adán había decidido no pagar la deuda externa. Su popularidad se
disparó. La gente dijo por fin alguien le paraba los machos a los Estados
Unidos. Los gringos no se quedaron callados y nos declaró parias. Nos sacaron
del sistema. Nos bloquearon cualquier tipo de comercio exterior. Nos quedaba
comerciar con los países comunistas, pero eso era como estar solos en una isla.
La situación económica se fue a la mierda. El dólar se fue (mira al
techo), pufff, hasta la estratósfera. Comprar dólares era casi imposible. A
eso agrégale los terroristas que empezaban a sembrar el caos. En la ciudad no
era mucho, pero en la sierra la violencia era el pan de cada día. Bueno, la
cosa era que, para nuestros amigos empresarios, y para los cabecillas de
nuestro partido, teníamos un dólar subsidiado, un dólar pagado por el gobierno,
los famosos dólares MUC.
Gatita: Qué
nombre tan feo.
Lavalle: ¿Sabes
qué no es feo, amor? Esta pingota que quiero que te comas. Ven, corazón.
***
La ha
reconocido. Claro; cómo no se había dado cuenta. La bella mujer que tiene
enfrente es la impecable evolución de la niña que se comió en interminables
tardes-noches-madrugadas junto a su compadre y socio Antonio Lavalle; sesiones
sexuales de taladrante explicitud que quedaron registradas en incontables
vídeos, en hasta tres celulares; el suyo, el de su compadre Antonio y… el de
ella.
La voz
de la presidente, cuyo cuerpo se cuida de ser captado por el lente de la cámara
que le transmite al pueblo peruano todos los detalles de este juicio popular,
le pregunta: ¿Es necesario que muestre estos vídeos, señor De la
Puente?
No, no
hace falta, dice De la Puente, consciente de su derrota. Qué
quieres.
Lo
sabes muy bien, dice la presidente, con una calma que le
resulta inquietante al cuestionado. Quiero que le detalles al Perú
entero toditas tus fechorías; las que tú y tus compañeros perpetraron desde
1985 para llenarse los bolsillos. Ojo, quiero nombres y apellidos.
El
pueblo entero oye unos tacones que se alejan del micrófono de la cámara: es la
presidente que se ha sentado en un sillón, en un extremo de la
habitación. Puedes comenzar, Jorgito.
Jorge
de la Puente resopla y, conteniendo las ganas de llorar, empieza a confesar.
***
La
sintonía del reality de competencia del nueve experimentó vertiginosas y
sustanciosas alturas. Planeó muy por encima del resto de lo ofrecido en el menú
televisivo del país. Todo el mundo quería saber del drama de Pierina de la
Puente y el de su moralmente liquidado padre. Las competencias de armado y
desarmado de camas, armarios y andamios quedó a un lado.
Cierto
día, la presidente alquiló veinte minutos de dicho espacio para comunicarle al
país una de las pocas medidas obligatorias que dictaminaría su gobierno.
Sé
que, si la acatamos y la asimilamos, si la hacemos nuestra, no habrá necesidad
de reglas futuras y, con suerte, de ninguna forma de gobierno,
dijo, antes de describirle a la gente las características de la imposición que
les tenía preparada.
Cada
ciudadano leerá una novela al mes. No importa la temática. Mucho menos la
cantidad de páginas del libro. Si elige leer más de una novela; bienvenido sea.
Pero el mandato es leer una. Al cabo del mes, evaluaremos oralmente a diez
personas, elegidas aleatoriamente y con la debida anticipación. Todos los
canales de televisión transmitirán la evaluación. Será fundamental que los
afortunados se presenten con el libro que leyeron. Las preguntas las haremos de
tal modo que podremos detectar si leyeron su novela o si nos vieron la cara y
se bajaron un resumen de internet. O sea, no solo les preguntaremos por la
trama de la novela, los personajes o el nombre del autor; sino también nos
interesará conocer dónde la leyeron, en el baño, en un parque, en la cama, en
el bus, en el trabajo, etc. Si detectamos que fulano no ha leído su novela, lo
ejecutaremos en vivo y en directo. Las personas que no saben leer estarán
exoneradas de esta evaluación, pero empezarán, desde mañana mismo, a recibir
clases intensivas, gratuitas y personalizadas. Este gobierno ha reestructurado
su tesoro y ha destinado ya un considerable porcentaje de él a la
alfabetización de toda esa gente. El exanalfabeto es incluido inmediatamente en
el sorteo general.
El día
de la evaluación el país entero se acomodó ante sus televisores y vio entrar en
una sala de paredes de ladrillos a las diez personas seleccionadas en el
sorteo. La sorpresa, traducida en un aumento del ya colosal rating, fue ver
entre los seleccionados a Jack Canessa, uno de los chicos reality más
representativos de los programas de competencia.
Detrás
de la cámara, invisible al ojo público, alguien indicó que permaneciese en el
escenario el primero de la fila. El resto debía esperar en la habitación que
habían ocupado antes de su presentación. Dueño de la atención de una abrumadora
mayoría de telespectadores quedó Juan Zullen, ingeniero industrial, dueño de
una empresa constructora. Sería el primer entrevistado. Todo el mundo veía muy
nervioso a Juan, quien no cesaba de lanzar miradas de terror hacia algo o
alguien ubicado detrás de la cámara.
Se oyó
una voz metálica, que parecía provenir de una especie de altavoz oculto en
algún lado del cuarto.
¿Terminó
de leer su novela?
Sí, dijo
Juan.
Es El
Tungsteno, ¿verdad?
Así es,
dijo, y mostró el libro. Lo levantó por encima de su cabeza para que el dueño
de la voz, donde sea que estuviera escondido, la pudiese ver.
¿Me
parece o está nuevo el libro?
No, no, se
apresuró Juan, blanco como la cal; sí he leído el libro, pero he tenido
mucho cuidado de no ensuciarlo.
Ok.
Ahora, por favor, cuénteme la historia de la novela. Sea breve.
El
ingeniero se mandó una parrafada más o menos convincente.
Muy
bien. Dijo usted que los soras fueron abusados por la minera, ¿cierto?
Claro, dijo
Juan Zullen.
Bueno,
relátame una, solo una, de las tantas formas en que fueron abusados.
Zullen
no supo qué contestar. Dudó. Intentó decir algo, pero calló.
Ha
leído usted un resumen de la novela, ¿cierto?, dijo la voz, firme,
sin miramientos.
Sí,
aceptó Juan, enterrando la mirada en el piso de cemento. Luego, aterrado, miró
enfrente, hacia su izquierda. Se oyó el rastrillar de varios fusiles. Los ojos
de Juan crecieron desmesuradamente e intentó suplicar entre sollozos. No
tuve tiempo de leer. Les juro que… no, por favor, no tuve tiempo.
¿Por
qué no tuvo tiempo? ¿Ha visto lo delgado que es El Tungsteno? Ese librito se
lee en unas horas, dijo la voz.
No
tuve tiempo porque he pasado un mes terrible con mi empresa. He pasado noches
enteras despierto tratando de solucionar sus problemas. Perdóneme, por favor.
No volverá a pasar.
La
voz: ¿Ha comido?
Juan
Zullen: ¿Cómo?
La
voz: Si ha comido en estos días.
Juan
Zullen: Eh… Claro, claro que he comido.
La
voz: ¿Ha ido al baño?
Juan
Zullen: ¿Cómo? ¿Al baño?
La
voz: ¿Ha cagado? ¿Ha cagado en estos días?
Juan
Zullen: Eh… Claro, todos hacemos, eh… nuestras, eh… deposi… Claro,
claro, sí he ido al baño.
La
voz: ¿Y por qué no leyó mientras comía o mientras cagaba? Siempre hay
tiempo. ¡Fuego, carajo!
Una
estampida de balas terminó con las excusas de Zullen. El televidente pudo
distinguir el ingreso en escena de unos hombres que llevaban el rostro cubierto
de máscaras antigás. Se internaron en medio de la humareda y sacaron a rastras
el cuerpo de Zullen. Recuerden, habló la voz, siempre hay
tiempo para leer. Están advertidos.
Las
gentes en sus casas se aferraron a las novelas que leían. Aquellos que
intencionalmente desacataban la medida corrieron a buscar un libro. Después,
con el texto en la mano, continuaron pegados al televisor. Los admiradores y
detractores de Jack Canessa esperaban el turno de su entrevista. El destino
escuchó sus plegarias y luego de que la voz dijera que pasase el siguiente,
apareció y caminó hacia el centro del proscenio Jack Canessa, sin la falsa
sonrisa con que solía piruetear en el reality de competencias. No pudo disimular
el asco que le producía estar parado sobre una gruesa alfombra de sangre.
Libro,
tronó la voz.
Sin
rodeos, Jack dijo: El Viejo Saurio Se Retira.
Miguel
Gutiérrez. Interesante, concedió la voz.
Sí,
confirmó Jack.
Bueno,
a ver, resúmame la novela.
Jack
empezó a narrar erráticamente aquello que había entendido de la lectura. Era
muy difícil hallar en internet un resumen de El Viejo Saurio Se Retira. Los
pocos que la leyeron no dejaron registro de ello. En realidad, era muy difícil
hallar una reseña de cualquiera de las novelas de Gutiérrez. Entonces, parecía
ser que, sí, Canessa había cumplido con el mandato del gobierno. Sin embargo,
la voz quiso asegurarse.
Algún
pasaje o hecho que lo haya impactado, por favor.
Me
acuerdo de esa escena en la que unos brothers compiten por cruzar a nado un
río. El premio para el que llegaba a la orilla opuesta era tirarse al
homosexual de la clase, que también se había prestado para la vaina. No sabía
que pudieran escribirse cosas así en…, Canessa se esforzó por
recordar el año de publicación de la novela, los sesenta, me parece.
Muchas
gracias, señor Canessa. Nos queda claro que ha leído la novela. Espero que ya
esté leyendo otra, dijo la voz. Leer novelas es un
ejercicio que debe durar toda la vida. Retírese, por favor. Que pase el
siguiente entrevistado.
Tres
personas fueron fusiladas ese día. Los siete sobrevivientes ya pensaban en el
próximo libro por leer, al igual que el resto de sus compatriotas.
***
Nicolás
perdió su trabajo. Los realities de competencia dejaron de ser vistos. El
contenido de los programas televisivos cambió radicalmente, y no por orden del
gobierno, sino porque mutó el gusto de la gente, que exigía la producción de
series sobre las vidas de los escritores que leían o telenovelas basadas en sus
obras. Los teatros fueron de los espectáculos más consumidos, luego el cine.
Abrir una librería de novelas y cuentos era aún más rentable que regentar una
licorería o una farmacia. Si querías hacerte de plata, debías montar una
librería de viejo. La gente le había agarrado especial cariño al libro usado, a
esos que además de garantizarte una gran historia, te aseguraban un pasado,
hojas dobladas, manchadas con alguno que otro borrón, con el olorcito
embriagador de la página enmohecida y manoseada.
Nicolás
vivió de sus ahorros de la tele. Temiendo quedarse en cero, montó una librería.
Le fue bien. Había ingresos. La gente leía en las calles, en los parques, en
los restaurantes.
De
tanto leer, a Nicolás se le despertó la muñeca. Escribió una novela y, con sus
propios medios, la publicó. Nadie la leyó. La fama de chico vano le precedía.
Sin embargo, la novela era buena. Nicolás había logrado lo que muchos
escritores en una vida no; un estilo. Tras tres años de lecturas -cinco novelas
mensuales en promedio-, supo colocar las palabras justas. Pero nadie criticó su
novela, nadie se ocupó de ella.
Los
Endemoniados, uno de los libros más políticos de Dostoyevski, fue
redescubierto, pasando de lectura de culto a fiebre colectiva. Pero fue la vida
de Aleksandr Radíshchev, uno de los escritores mencionados en esa novela, la
que subyugó al pueblo ávido de artistas suicidas. Los productores de miniseries
no dejaron pasar la oportunidad y anunciaron que llevarían a la pantalla chica
la vida de aquel disidente ruso, una de las primeras personalidades que se
opuso tenazmente al zarismo absolutista. Aleksandr Radíshchev escribió El
Viaje, texto que le granjeó numerosos enemigos y cantidad de penurias, las
cuales lo condujeron a matarse tomando veneno para ratas. Nicolás se había
familiarizado con Radíshchev un año antes de que explotase la fiebre por aquel
autor. Nicolás era igualito a Radíshchev. Se presentó al casting y obtuvo el
papel. La miniserie fue un éxito. La fama volvió a tocar las puertas de
Nicolás. Pero él había cambiado, ya no era el mismo. Se había metido con todo
en Radíshchev. La gente se volcó sobre la ignorada novela de Nicolás y
descubrieron un portento. Él, sin embargo, ajeno al boom que su novela había
desencadenado, vendió su librería y se enclaustró en su departamento. Pasaba
las horas escribiendo su segundo libro. El encierro aumentó su popularidad. Al
cabo de unos meses de frenético trabajo, concluyó su novela. No la publicó.
Imprimió los folios y los dejó al lado de su Lenovo. Se desnudó y se zampó cuatro
cápsulas de cianuro de potasio. Luego, se acostó en su cama. El poderoso olor
que inundó el departamento alertó a sus vecinos. Un mes había transcurrido
desde que Nicolás le puso fin a su segundo proyecto.
Los
críticos señalaron que Nicolás, aquel muchachito que desempernaba camas y
armarios en ridículas competencias, en aquellos tiempos en los que el país
vivía sumido en el oscurantismo, era el novelista del siglo. Su segunda novela
superó con creces a la primera y a cualquiera que hubiese sido escrita en el
siglo veintiuno.
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