Cristo Jesús no se compra
Con mandas ni con dinero
Y no se llega a sus pies
Con dichos de marinero.
Nicanor Parra
El rostro
de la presidente del Perú recibía pinchazo tras pinchazo, como una tormenta de
agujas diminutas.
Ay, carajo,
me haces doler, hombre, le reprochaba de cuando en cuando al médico esteta
que le inyectaba bótox en las arrugas.
El asesor
se aclaró la garganta: Como le decía, presidenta, el tema del profesor
moreno pinta muy bien para tapar el escándalo de Cedrón.
Lenin
Cedrón era el fundador del partido político que había llevado a la mujer hasta
la presidencia y, desde que fue sentenciado por la comisión del delito de
colusión cuando fue gobernador de una provincia del Perú, prófugo de la
justicia. La presidente y su aparato político, por simple instinto de supervivencia
-cae él y caemos todos-, estaban obligados a protegerlo a toda costa,
aunque de manera velada, mientras repetían -en alguno que otro acto público-
que harían todo lo posible para capturarlo a como diera lugar, o juro por
mis hijos que dejo de ser la presidenta del Perú si no chapo a ese sinvergüenza
que le ha hecho tanto daño a nuestro país.
Pucha,
Ramírez, no sé. ¿Ese negro no es el lisuriento que me mostrastes la vez pasada?
Ese mismo,
doctora, dijo presto el asesor. El médico esteta sudaba inquieto, temeroso de
que la presidente le achacara otro reproche. Sabía muy bien que una queja más
significaría ser sustituido sin miramientos, perdiendo los jugosos honorarios -cuánta
falta me hacen- que obtenía a cambio de unos cuantos pinchazos.
Muévete
para acá, hombre. No me dejas verle la cara al huevón de Ramírez, ordenó la
presidente, los ojos cerrados, aguantando el dolor del bótox que se infiltraba
en ella para remozarle el semblante. Ramírez, mientras tanto, evocó los tiempos
en que esa mujer, ahora emperatriz en su propio reino, no era más que la
apocada y turbia tesorera del partido político de Cedrón, una especie de secta
improvisada al galope con la única misión de hacer mucha plata en nombre de los
pobres.
Ya, consideró
la presidente, ya veo por donde vas, Ramírez.
Yo sé que
sí, presidenta, afirmó Ramírez. Recordó los tiempos en los que él
estaba por encima de ella. Pero ahora -cómo era el destino de macabro y
jodido, ¿no?- había terminado como el chupe de la mujer, como el asesor
maltratado por su ego inflamado de bótox.
¿Cómo se te
ha ocurrido limpiarlo, darle una imagen más decente?, dijo
ella. Ya se imaginaba viéndose en las pantallas de la tele rejuvenecida y
luciendo el atuendo que el Chivo -un personaje cómico de la televisión peruana devenido
en facilitador judicial gracias a la aduladora personalidad que desarrolló para
comprarse, con viajecitos al Caribe, endodoncias indoloras y encomiásticas
presentaciones en su programa sabatino, a todo el poder judicial del país- le
había regalado; un traje de diseñador, de color mostaza, glamoroso y ejecutivo
al mismo tiempo, perfecto para ser estrenado en el desfile por Fiestas Patrias.
Está muerto, dijo
Ramírez, con tono triunfal.
La
presidente, que sabía muy bien de complots y argucias, exclamó: ¡Diosito
está de nuestro lado! Nada como la muerte para hacerte un santo.
Ramírez
anotó unas líneas en su libreta.
¿Ya te
contactaste…?
Ahorita
mismo lo hago, presidenta, dijo el asesor, solícito. Solo necesitaba que
usted me apruebe el tema. Mañana empezamos en los periódicos y noticieros con
la novela del profesor negro, jodido y discriminado, que es lanzado al
estrellato en las redes sociales y luego asesinado por manos racistas e
inescrupulosas…
Aguanta
ahí, pendejo, lo interrumpió la presidente. ¿Lo mataron al
negro? Porque yo recuerdo haber leído un informe que decía que el huevón se había
resbalado o algo así.
La verdad,
la verdad, presidenta, no sabemos muy bien cómo se murió. Lo encontraron al pie
de las escaleras de un asentamiento humano partido en mil partes. Pero los
medios van a decir que al negro lo mataron. Porque si contamos lo que dijo el
perito, que el negro se resbaló por cojudo, entonces nuestra historia del mártir
del racismo se va a la mierda. Por eso, ya tenemos capturados a unos
sospechosos. Toditos van a cantar en el momento preciso. Primero, durante dos
semanas, se van a negar. Van a decir que ni lo conocían. Eso nos da el tiempo
valioso para que el señor Cedrón llegue a Cuba tranquilo. Luego, a partir de la
tercera semana, comenzarán a cantar. Y la historia que cuente uno va a ser más
alucinante que la que cuente el otro. Así tendremos novela para llenar un mes y
unas semanitas más, presidenta.
Claro,
claro, repitió la presidente.
Ya, señora
presidenta. Terminamos, dijo el doctor esteta mirando científicamente el
rostro de su paciente, apreciando la calidad de su trabajo. Ahora, repose y…
¿Más?, dijo la
presidente. Si sigo reposando más, se me van a volver a levantar estos
indios. Y se rio como una urraca desaforada. Ya he descansado mucho,
doctor. Tengo que salir a decir que estamos trabajando y esas huevadas necesarias
para mantener las formas.
Claro,
claro, pero no se agite mucho, nomás, convino el doctor.
No, si yo
no me voy a agitar nadita. El que se va a agitar como huevo de cojo va a ser el
cojudo del Cedrón que va a tener que viajar en la maletera del auto
presidencial hasta Ecuador, se volvió a carcajear la presidente.
Ramírez
volvió a anotar unas cosas en su libreta: Listo, presidenta. Mañana
empezamos con el novelón del profesor negro y su duro combate contra el racismo
en redes sociales.
Claro,
claro, aceptó la presidente. Ahora, dime ¿a qué hora me reúno con el
Gato-K-Ch-Ro y el RompeCulos?
Ramírez
comprobó la hora en el Rolex femenino que destellaba desde su muñeca izquierda:
Están agendados para dentro de cuarenta minutos, presidenta.
La
presidente miró con nostalgia el reloj de Ramírez. No te vayas a encariñar
mucho con mi reloj, cojudo. Cuando termine toda esta payasada, me lo vas a devolver.
No te olvides, maricón. Apunta eso en tu agenda.
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