Te llamó el
dueño de la academia, dijo su mujer sin dejar de revolver la cacerola, los
golpecitos rítmicos del cucharón semejantes a los de un cronómetro gastronómico.
Gonzalo frunció
el ceño: ¿Qué academia?
Para la que
trabajas, pues, replicó la mujer sin levantar la vista de la danza espesa
de los comestibles. Miró el reloj colgado en la pared y calculó que aún
disponía de poco más de media hora para dejar listo el almuerzo y atender al
bebé que pronto demandaría su atención.
Estuvo a
punto de volver a preguntar ¿cuál academia?, pero se detuvo a tiempo
luego de caer en la cuenta de que su esposa jamás supo que lo habían expectorado
de la academia preuniversitaria Venus 3000. Gonzalo mantenía a su mujer en la
más completa ignorancia sobre cómo él se procuraba los medios para dejar el
diario en la mesa de la casa. La chamba de Gonzalo era dejar lo suficiente para
que nunca faltasen el agua, la luz y la comida; en tanto que su mujer estaba a
cargo de estirar los dineros que él proveía. Punto. Ese era el tácito acuerdo de
convivencia.
Ah, ya, murmuró
Gonzalo, el tono indiferente. ¿Qué querían?
No sé, respondió
la mujer. El señor que me habló me dijo que lo llames a ese número. Señaló
un retazo de papel sobre la mesa.
Hubiera
sido muy fácil darse cuenta de que Gonzalo ya no asistía a la academia. A pesar
de que aún seguía el mismo ritual: camisa bien planchada, pantalón ajustado y
corbata anudada con precisión, salía al amanecer y volvía a la hora usual de
las dos de la tarde; ya no llenaba las tardes preparando las clases futuras, o
revisando las tareas o corrigiendo exámenes. Ahora, en lugar de todo ello, consumía
sus tardes y sus noches (incluso las madrugadas) gritando y exaltándose
enfrente de la computadora o, en algunas ocasiones, yendo a sabe Dios dónde
para regresar muy tarde en la noche, a las once o doce. No obstante, su mujer
jamás le reprochaba cosa alguna. El dinero familiar siempre estaba presente
sobre la mesa semana tras semana. Incluso, ella había notado un aumento
importante en la cifra acostumbrada, como si una extraña bonanza hubiera
llegado sin motivo aparente.
Gonzalo
tomó el pedazo de papel y se lo embolsicó. Hoy voy viajo a Chincha. Regreso
el viernes, soltó antes de abandonar la cocina. Su esposa devolvió el
acostumbrado silencio. Se echó un poco del guiso en el dorso de la mano y probó
su sazón. Estaba en su punto, justo como a Gonzalo le gustaba, aunque él ya
estuviese camino a otra parte.
***
Lora no era
el gordito bajo de cara infantil y voz de mujer que algunos imaginaban. Sí, su
rostro tenía la suavidad del de un crío y su voz la delicadeza del gemido de
una hembra en celo, pero su estatura de casi metro noventa lo colocaba en otro
nivel. La gruesa capa de grasa que forraba su corporalidad no lo hacía ver
panzón, sino robusto, hasta se diría que fortachón.
Gonzalo,
aunque sorprendido por el recién descubierto tamaño de su oponente, supo
disimular su desconcierto; ya que dejarlo expuesto hubiera significado empezar
el combate en clara desventaja.
¿Qué
quiere, Profe?, dijo Lora, tranquilo, sin exaltarse, conservando la
calma. Llevaba un delantal y un gorro de cocinero. Su voz era el epítome de la
serenidad: Estoy trabajando. Usted ha venido en plena hora punta. Tenemos
muchos clientes esperando atención. Si me va a decir algo, que sea rápido.
Gonzalo no
tenía modo alguno de saber que la punta del lapicero que descollaba del
bolsillo de la camisa blanca de Lora era una moderna cámara oculta de gran
resolución. Esa cámara iba registrando,
en vivo y en directo, cada gesto en la cara del maestro Gonzalo, quien había
viajado hasta Trujillo, hasta la mismísima puerta del restaurante El PezCabro -cuyas especialidades eran el ceviche de pescado y el cabro a la norteña- para
romperle la cabeza a Lora, a ese traidor conchasumadre que se pasó totalmente
al bando del maricón de Monte, que vende el poto en Italia por unos cuantos
euros y del maniático malparido del Tío Marley que fríe hamburguesas en Australia,
según había afirmado en una de las emisiones de su canal de YouTube.
La
audiencia del Habla, Montecito traspasaba cotas nunca antes alcanzadas:
cuatro mil personas atentas a cada pulso de la pelea. El enfrentamiento con el
Ciego no había capturado tanta expectación; sin embargo, desde que Lora hubo
abandonado el programa de Gonzalo, harto de las interminables mentadas de madre
que este le endilgaba por trabajar gratuitamente para Monte y hacerlo para él
con apatía y por unos pocos soles, Gonzalo no paró de repetir, con furia, que
iría al mismísimo y peligrosísimo asentamiento humano Ramiro Prialé, en el
distrito de La Esperanza, en Trujillo, para tocar las puertas del negocio familiar
de Lora y partirle la cara al mantenido de mierda ese que, a pesar de que
sus padres se partieron los lomos para pagarle la carrera de ingeniería
industrial, el muy vago no trabaja de lo que estudió y se la pasa horas de
horas produciendo programas cochinos como el del maricón de Monte.
Tanta
promoción había desembocado en un torrente de vistas reunidas en el canal de
Monte, vistas ávidas por conocer con qué técnica pugilística el Profe Bruti le
abriría la cabeza a Lora.
He venido a
sacarte la mierda, conchatumadre. A ver, dime en la cara que soy un negro
resentido, malcriado y lisuriento, hijo de puta. Vamos, ven, dime que no
debería ser profesor porque solo sirvo para hablar huevadas y conchasumadrear a
la gente. Vamos, dímelo, cobarde hijo de puta.
No
contestes nada, decía el Tío Marley en la transmisión. Deja que el negro se siga yendo de boca.
Todito está quedando grabado para que el mundo sepa qué clase de profesor es
este negro. Lora llevaba un diminuto auricular a través del cual escuchaba
los comentarios de los panelistas del programa: Monte y el Tío Marley.
Profe,
váyase nomás, que tengo que regresar a ayudar en la cocina, dijo
Lora, quien, además de pasar horas de horas frente a la computadora produciendo
programas de YouTube, también, dedicaba ciertas mañanas a colaborar en el
negocio familiar, la cevichería El PezCabro, con cuyas modestas ganancias, el
señor Mauricio Lora pudo sufragarle los estudios en la Universidad Particular
del Norte, conocida por engendrarle a la patria los más insignes profesionales
de esa zona del país.
Cuál ayudar,
oe, vago. Tú no serías capaz de mover un dedo ni para rascarte las bolas que no
tienes, cabrazo, dijo Bruti, feroz como lobo en ciernes.
Oe, Lora, dijo Monte
al audífono de aquel. Yo creo que sobrao le sacas la mierda al Profe, ah.
Métele un combo para cagarnos de risa.
El Tío
Marley, que seguía la transmisión echándose una cerveza desde un barcito clandestino
en el corazón del Centro de Sydney, comentó: Métele una patada en los huevos
al negro y te mando veinte dólares al PayPal.
Lora no
pensaba atacar. A pesar de su altura y corpulencia, era consciente de su
nulidad para la mechadera. La única vez que cruzó puños con alguien había sido
en tercero de primaria, cuando Javiercito Pulgar le arrebató el paquete de
galletas que había llevado como lonchera. Lora, hijito mimado, fue a buscarlo
para recuperar su galleta y hacerse respetar, pero no contó con que Javiercito,
mucho más curtido en el arte de la sacadera de mierda, le extraería un molar
con un potente gancho de izquierda. Desde ese momento, Lora no volvió a ponerse
belicoso con nadie, ni siquiera con el malcriado que, en su presencia, se
atrevió a meterle la mano al culo de la chica con la que había iniciado un
romance adolescente, allá cuando contaba apenas trece años.
Te llegó tu
hora, maricón traicionero, dijo Bruti, llegándole al pincho que Lora se
mantuviese impertérrito y calmado.
El terreno
no era plano. Siempre había que ascender. Para alcanzar la puerta de El
PezCabro, Bruti tuvo que enfrentar una loma de doscientos metros de altura,
surcada por angostas escaleras de cemento. Muchos de los escalones, para complicar
la ya agobiada vida de los habitantes de la zona, estaban carcomidos por el
viento, las pisadas y la desidia de las autoridades. Entonces, a mitad de
camino hacia su objetivo, Bruti se detuvo. El rostro se le deformó en una
expresión de franco terror. La sorpresa alcanzó los predios de Lora. ¿Qué
pasa, Profe?, dijo, verdaderamente intrigado.
Temblando,
blanco del susto, Bruti extendió su largo y grueso dedo hacia el pecho de Lora:
Tienes una arañota ahí.
Lora se
miró el pecho, cándido, porque podía tratarse de una estratagema de Bruti para
que bajara las defensas y pudiera él arremeter con todo; pero no:
efectivamente, una araña de considerable tamaño, con un vientre redondo, negro
y mate, que brillaba al resplandor de ese potente sol trujillano, merodeaba a
la altura de su bolsillo, acercándose a la cámara que también captaba el rostro
temeroso de Bruti. En la transmisión, los dibujitos empezaban a hacer escarnio
de él: ¿En serio es una araña? ¿El grone le tiene miedo a las arañas? ¿Y así
quería sacarle la mierda a Lora cuando no puede ni aplastar una araña? Las
carcajadas podían oírse a través de la potencia y causticidad de los
comentarios denigrantes sobre la masculinidad de Bruti.
Sin temor
alguno, Lora cogió al arácnido de una de sus patas y lo lanzó al aire.
Así como el
sol en Trujillo es potente, el viento también lo es. Los cronistas más cercanos
a los acontecimientos de la Conquista del Tahuantinsuyo, y más específicamente
a las andaduras de Diego de Almagro, dan cuenta de que el germen de su
desgracia se debió a ese viento fuerte y errático, pues luego de fundar
Trujillo de Nueva Castilla, Almagro se echó una meada. Sin embargo, antes de
sacarse la pieza para liberar toda la pichi que llevaba contenida tras haber
celebrado la ocasión con el vino de uno de los odres que acarreaba, dibujó
sobre el suelo un boceto de lo que se conocía de América del Sur hasta ese
momento. Esbozó al Cuzco y a Chile. Dijo: adonde caiga la meada me dirigiré
con mis huestes a reclamar lo que es mío. Y él se apretó fuertemente la
pinga para que el chorro cayese en el círculo que representaba al Cusco, donde
planeaba asegurarse la mitad de los tesoros que su socio Pizarro ya se estaba
embolsando en nombre del Rey, cuando ese potente viento trujillano desvió el
chorro hacia el círculo que simbolizaba a Chile. Y, puesto que había jurado
ante Dios dirigirse a donde cayera su meado, así lo hizo, y así se cagó, puesto
que la expedición a Chile lo sumió en la pobreza, en la depresión, en el
rencor, y apresuró su muerte por garrote vil a manos del cachaciento y crudelísimo
Hernando Pizarro.
Ese mismo potente
y travieso viento trujillano condujo el cuerpo de la araña hacia el rostro de
Bruti, quien, cegado y presa del pánico, sin saber qué hacer y dando alaridos
de terror, se desbarrancó por la escalera por la cual había ascendido tan
penosamente hacia los fastos de la cevichería de los padres de Lora.
Fueron los
peldaños treinta y cuatro y sesenta y ocho los que se encargaron de romperle la
columna y quebrarle el cráneo, respectivamente, al Profe Bruti. Esos escalones
fueron los encargados de segar la vida del ignoto maestro de academia
preuniversitaria trucha transformado, gracias a la negra magia de las redes
sociales, en el más renombrado youtuber de la Brutalidad.
***
Esta vez,
el dueño y director de la academia preuniversitaria Venus 3000 sonreía de
oreja a oreja, con una repugnante expresión de servilidad. Gonzalo tomó asiento
con cautela. ¿Qué querrá este mugriento?, pensó.
Voy a ser
franco contigo, querido Gonzalo, empezó el director. Luego, extrajo de uno de los
cajones de su escritorio una chata de ron y dos vasos de plástico. Con calma, vertió
en los vasitos el blanco líquido en similares proporciones. Gonzalo, tras los
finos tragos que había degustado durante las grabaciones de su vídeo con la
Golosa y los que adquiría gracias a los ingresos que su canal de YouTube le proporcionaba,
hizo una mueca de repulsión ante la visión de aquel ron vulgar.
Quiero que regreses
a la institución, dijo el director, extendiéndole uno de los vasitos.
No, gracias, dijo
Gonzalo, rechazando el vasito. No tomo huevadas, acotó, firme y decidido,
consciente de que el dinero en efectivo que le habían entregado por la
grabación del cache a la Golosa lo erguía por encima del director y de su academia
pedorra, miserable, angosta y con el mobiliario cayéndose a pedazos.
Comprendo, comprendo,
querido Profe, dijo el director, lanzándole un guiño cómplice: lo
estaba llamando por su famoso apelativo.
Gonzalo,
que comenzaba a irritarse, apuró la situación: Mira, Maicol -era la
primera vez que se dirigía al señor Maicol Huapaya por su nombre y no por su
apellido y anteponiéndole el debido ‘señor’-, me tengo que ir. No estoy para
huevadas. Y tras mirar la hora en el reloj de pared de la oficina de
Huapaya, agregó: Por las huevas perdí mi tiempo viniendo hasta aquí.
Profe,
tranquilo, dijo Huapaya, con una sonrisa apaciguadora. Voy a
ir directo al grano. Se tomó de un trago su vasito de ron y continuó: Me
acabo de correr la paja con el vídeo suyo y de la Golosa. Gonzalo respingó
las cejas, sorprendido por tal declaración. Usted es un éxito, querido Profe,
prosiguió Huapaya. Quiero ofrecerle el puesto de director de esta
institución y, a cambio de usar su imagen en el frontis de la academia, le cedo
el cuarenta por ciento del accionariado.
Gonzalo observó
con atención al zalamero hombrecito que tenía enfrente: ¿era el mismo que
hacía unos meses lo había botado de la academia como a una rata carachosa?
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