El escozor
en los huevos se le había hecho insoportable. Hasta hacía unos días, era
tolerable. Ahora, era una maldición que lo perseguía día y noche y que le
recordaba que, quizá, esa rascadera inagotable, era uno de los síntomas del
contundente arribo de su incurable enfermedad.
No se atrevía
a preguntarle al Chat GPT si esas manchas debajo de los testículos y ese olor
como a pezuña de díscolo colegial eran los inapelables atisbos de una muerte
anunciada y decretada por el bicho que silenciosamente moraba en él desde hacía
una veintena de años. Prefería vivir en la ignorancia.
Un tío suyo
le había dicho: El ignorante vive feliz y vive más. Algo de razón debía
de tener ese tío que fue un gran cojudo, pero vivió muy feliz y despreocupadamente
hasta que lo arrolló un camión por haber ignorado, a causa de que cruzó la
pista muy jovial y campante, una luz roja.
Se terminó
de secar el cuerpo y se colocó su uniforme de trabajo: el polo verde petróleo
con un siete dorado en el pecho y ese basto pantalón negro. Putamadre,
se dijo; ¿no será la tela de esta huevada de pantalón la que me causa este
picor de mierda?
A la
picadera de huevos había que añadirle el hecho de que Homero Lorna había
recibido una tentadora oferta de trabajo de su antiguo patrón, patrón a quien
le hubo robado tres mil dólares hacía menos de un año. Ratero de mierda,
se dijo Groover mientras se rascó una vez más los huevos, esta vez, por encima
del pantalón; ¿o sea que tú vas a hacer plata y yo no? Estás tú bien huevón,
conchatumadre. Algo se me ocurrirá para sacarte de la jugada. Pero ninguna
idea acudía a su mente. Piensa, Groover, piensa.
Groovercito,
ya está tu desayuno listo, papacito, le gritó su mamá, una adorable anciana de ochenta y
cuatro años. Yo me voy a descansar a mi cuarto, hijito. Los dichos
maternos provenían de la cocina según los cálculos de Groover. Hoy amanecí
algo cansada.
Ya, mamá, contestó
él, no con la benevolencia y el agradecimiento esperados de un hijo sino con la
fiereza de alguien que no soportaba compartir más la casa con la persona que le
recordaba, con su sola presencia, lo miserable que era su vida. Pero ¿por qué?
No fue ella quien lo obligó a dejar los estudios; no fue ella quien le mandó
meterles pinga a todas los transexuales del jirón Zepita mientras taxeaba. Pero
sí que fue ella, con esa insoportable voz aguda, quien le recordaba que su vida
era un constante fracaso. ¿Cuándo vas a cambiar Groover? ¿Cuándo vas a ser
como tu bisabuelo el mártir aprista? Ese hombre, sin terminar el colegio, llegó
a ser un gran orador y político del APRA, considerado por Víctor Raúl como su
único sucesor. ¿Y tú? Dos piernas, dos brazos, dos ojos, boca y mira: puro rojo
en la libreta. El colmo de la situación llegó cuando, a los quince años,
Groover fue pillado por su madre en plena paja y fumando marihuana, todo al
mismo tiempo; una botella de cerveza al pie de la cama por si le daba sed. Eres
un perdido, Groover. Vas a terminar mal, lloró amargamente la señora al
descubrirlo. Ahí estaba la culpa de la vieja, en esa maldición: Vas a
terminar mal. Por eso, ella era la culpable de sus desgracias, y de esa
rascadera de huevos que lo tenía desesperado.
¡Vieja de
mierda!, se exaltó para sus adentros don Groover tras darle una mordida al
sánguche que su madre le había dejado en la mesita de la cocina: en lugar de
las dos láminas de queso amarillo que él mismo había comprado el día anterior
con la pensión de la señora, la chocha de la vieja había puesto dos trapos
amarillos de los usados para limpiar losetas.
Pensó en amonestarla severamente, decirle
cosas duras, pero, la picadera de huevos lo disuadió. Era mejor olvidarse del
asunto y llegar cuanto antes a la chamba. De momento, era lo único seguro que
tenía. Y sí que necesitaba los dineros que recibía quincenalmente.
Mientras se
lavó los dientes reflexionó sobre cómo una huevada tan jodida como la picazón
que lo acosaba podía convertirlo en una mejor persona. Gracias a la picadera,
no adjetivó a su madre. No le endilgó cosas de las que luego se arrepentiría. Claro,
después de todo, la vieja, a pesar de haberse enterado de que era portador del
bicho, lo trajo a los Estados Unidos para que renaciera, para que se hiciera de
nuevo. Nunca es tarde para volver a comenzar, Groovercito, le había
dicho al recibirlo en el agujerito que ella llamaba departamento allí, en
Newark. Putamadre, pensó, mientras rascaba con el cepillo sus molares
más esquinados, al menos aquí me he librado de morir cagado en el Perú. De
haber seguido taxeando, y con esta enfermedad de mierda a cuestas, sin mis
retrovirales, hace rato que hubiera terminado como pasto de ratas. Luego de
escupir la espuma, le agradeció a su viejita: Gracias, vieja de mierda.
Al secarse
la cara con la toallita rosa que su madre había colocado en el baño,
reflexionó: Pero si estoy tomando mis retrovirales con la misma
puntillosidad con la que Churchill se echaba sus wiskachos cada noche, ¿por qué
me pican los huevos? ¿Y qué mierda son esas manchas, carajo? Tengo los huevos
como los de un dálmata, por la conchasumadre.
Ya lo
averiguaría después. Ahora había que apurarse para llegar temprano al trabajo y
seguir percibiendo el sueldo mínimo.
Bajó por
las escalares cargando con no poco esfuerzo su bicicleta eléctrica. La batería
hacía que la huevada esa pesase más de lo normal. Desde hacía unos días, notó
que el trajín de bajar y subir la bicicleta lo ponía a sudar copiosamente, como
caballo. Se preguntó: ¿será esta sudoración anómala otro síntoma de que el
bicho se está mostrando con todas sus armas?
Antes de
ponerse el casco y montarse en la bicla, se hundió los auriculares en los
conductos auditivos. Probó el sonido y resultó bueno. Ecco, dijo, como
cuando algo le salía bien. Voy a ver
qué está diciendo el Serrrrrano, dijo, alargando la ere, dejando traslucir
así el desprecio que sentía por los cholos, mestizos e indios de su retrasado
país. Sintonizó el canal de Montes en YouTube. El programa ya había empezado.
Montes, criminal peruano exiliado en Italia, contaba cómo Garrincha, otro criminal
peruano, pero mucho más antiguo y de larga trayectoria penal, le había chupado
la pinga en un descuido en medio de la última de sus borracheras en el parque
Il Popolo en Milán. Putamare, narraba Montes, en un primer momento
sentí rico, ‘on. Luego, a medida que me iba despertando y tomando conciencia de
la realidad, me doy cuenta de que era Garrincha el que estaba mamándome la
pinga, ‘on. El conchasumare se había quitado las muelas postizas y estaba que
me daba un mamey de campeonato, cholo. O sea, no me malentiendas; me parece
asqueroso que un viejo te chupe la pinga, pero esa mamada se sentía rico, ‘on.
Ya cuando vi su cara de perro viejo me zafé y le saqué la conchasumadre.
Cambrito,
un tipo leído, esmirriado y resentido, era el interlocutor de turno en el
programa de Montes. Pasu, qué experiencia tan desopilante, dijo, riendo.
Habla bien, conchatumadre, dijo Groover para sus adentros, mientras
conducía por la ciclovía. Groover odiaba a Cambrito porque no podía tolerar que
alguien más en las miasmas de la Brutalidad hablara en difícil. Groover quería
ser el único dueño y señor del verbo culto. Cambrito conchatumare,
masculló mientras sorteaba una curva peligrosa. A esa hora de la mañana, las
ciclovías estaban tanto o más congestionadas que las carreteras mismas: el
número de ciclistas maricones y poseros había aumentado considerablemente en
los últimos años. Cuando llegará el día en que te caigas de mitra y te
mueras, cojudo, volvió a pensar Groover al escucharle otra palabra culta a
Cambrito. Creo que acaba de entrar el pelao, anunció este al ver que el Tío
Marly, cocinero y vago peruano, radicado en Sydney, Australia, ingresaba a la
transmisión.
Cuál pelao,
Cambrito conchatumadre. Ya me voy a encargar de ti más tarde, pero antes tengo
algo que anunciar, serrano, exclamó Marly, la voz de pito, seseante, cuasi
infantil. Tengo una primicia, serrano. Ponme en primer plano. Ahora si va a
caer el huevón de Groover. Tengo su certificado de sida. Ya se cagó. Hoy todos
se van a enterar de que ese huevonazo tiene sida y está suelto en plaza,
caminando por las calles de Newark contagiando a la gente.
Pala, exclamó
Montes, no te juegues así, ‘on. No te creo, ¿en serio?
Sí, serrano
conchatumadre; Groover tiene el bicho. Y no recuerdo qué día dijo en su
programa que se había ido al peluquero. Puta qué miedo. Esas cuchillas y
tijeras que usaron para cortarle los clavos que tiene por pelos seguramente ya
han contagiado a todo el vecindario. Eso es delito. Voy a hacer que lo metan
preso por irresponsable.
Groover
casi fue arrollado por un camión cuando intentó cruzar una interestatal. La
desconcentración que le produjo enterarse así, al seco, de que su enfermedad
iba a ser de conocimiento de toda la comunidad de la Brutalidad casi lo mata
antes de lo previsto. Se detuvo a un lado de la ciclovía y respiró hondamente.
***
Gonzalo sonrió
para la cámara de su celular luego de haber enfocado los potos de unas
colegialas que le habían hecho hola con mucha coquetería.
Aunque no
muy agraciado de carabina, a Gonzalo le resaltaba un bulto considerable en la
entrepierna. Este parecía ser su atractivo.
¿Les gustó
lo que vieron, putyanos?, preguntó ladinamente a los seguidores de su canal de
YouTube, conectados en vivo a su transmisión. Gonzalo se hacía llamar el Profe
Puty y, en consecuencia, llamaba muy cojudamente a sus seguidores: putyanos.
Gonzalo
había estudiado pedagogía en una institución de medio pelo en Chincha, su pueblo
natal. Ello, sin embargo, lo hacía sentirse por encima de muchos maestros que sí
cursaron la carrera de docencia en alguna universidad. En cierta ocasión, dijo
en su programa de YouTube al responder uno de los comentarios lanzado en vivo
por un anónimo televidente: A los profesores egresados de la Universidad
Católica me los paso por los huevos. Yo les juro que los revuelco en cualquier
tema de Literatura que me pongan. Así que, Gollumnova, no me vengas a comentar
que no sé nada, conchatumadre. Yo soy el mejor profesor de Literatura del Perú
que jamás ha existido. Entiende bien eso, cojudo.
Ya te
cagaste, negro, comentó el Tío Marly. Ahorita mismo mando el clip
de esta huevada al Ministerio de Educación. Vamos a ver qué piensan de que un
docente, como tú dices serlo, ande grabando potos de niñas en las calles.
Al leer
esto, el pene, que se le había puesto duro a Gonzalo, se chorreó por completo. Acababa
de darse cuenta de que la había cagado una vez más.
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