Si lo
vuelves a ver, te saco la mierda, ¿entendiste?
Era la
primera vez en su vida que le oía decir una lisura a su papá.
Pero es mi
tío, porfió Cambrito.
Pero es un
maricón, un cabrazo; la desgracia de mi familia, la deshonra de tu abuelo que
fue puntero mentiroso en el Ciclista Lima, carajo.
El rostro
de Cambrito revelaba una confusión que solo podía provenir de una tierna
ignorancia.
No sabes lo
que es un maricón, ¿no?
La mirada
de Cambrito dejaba traslucir su pureza.
Eso le pasa
por leer tanta poesía, pensó don Rómulo, padre de Cambrito. De
repente, este huevón también me ha salido cabro como mi hermano.
***
Marly era
Coco Barrionuevo. Antes de convertirse en el transgresor Tío Marly de la
Brutalidad, a Coco le afeitaban las cejas en el colegio.
La primera
vez ocurrió a media mañana de un miércoles. Era la hora del recreo. Coco se
había encerrado en uno de los baños huyendo de Arturo Rizo Patrón.
Abre, abre,
abre, abreeeee, conchatumadre, le ordenó Rizo Patrón, finalizando la arenga con una
patada que abolló la puerta del refugio de Coco.
Temeroso,
las lágrimas agolpándose y amontonándose detrás de su aterrada mirada, Coco
intentó descorrer el seguro de la puerta. Pero tenía que aplicar fuerza ya que la
patada de su compañero había deformado el pestillo.
Abre, abre,
abreeeee, mierdaaaaa, se desesperó Rizo Patrón.
No se
puede, no se puede, se atolondraba Coco, tartamudeando, la lengua
trabándosele como cuando su viejo lo masacraba a correazos.
Rizo
Patrón, al mismo estilo en que se exaltaba y gramputeaba a sus empleados en
casa, lanzó un patadón todavía más feroz que terminó por abrir la puerta y
tumbar a Coco al suelo, sentándolo al lado del wáter.
Eran tres
muchachos más los que acompañaban a Rizo Patrón. Uno de ellos, Aldo Rodríguez
Pastor, ingresó en el cubículo, hizo la puerta a un lado y, tomando a Coco de
las solapas, lo arrastró hasta sacarlo de ese ambiente. Lo dejó como cualquier
huevada cerca del área de los lavabos.
Desde el
suelo, en la más absoluta indefensión, Coco intentó proclamar su inocencia.
Calla,
conchatumadre. O sea que a ti te gusta recordarle al profesor que revise la
tarea, ¿no? Chupapinga del profe te crees, ¿no?
Alejo Navarro
Grau, rubio como sus compañeros de acechanzas, se sacó la pinga. Todos vieron
como Alejo se meneó el miembro. Coco notó que el glande de Alejo era
monstruoso.
Nos cagaste
a todos, pero más a Alejo. Y lo que él quiere, para que te perdonemos y no te
saquemos la mierda hoy, es que también le chupes la pinga así como se la
chupaste al profe.
Pero yo no
le he chupado nada a nadie, dijo Coco en medio de su prístina inocencia,
tartamudeando como la locomotora del Tren Macho que unía a Huancavelica con Huancayo.
La pinga de
Alejo se fue acercando a la trémula boca de Coco, quien, en medio de su terror,
le encontró cierta similitud a los torpedos T93 que los japoneses hicieron
estallar en las narices de los aliados en la segunda guerra mundial. Se había
hecho un experto en ese tema, pues había sido el único huevón que había
cumplido con el encargo del profesor de Historia. Es cabezón como los
torpedos, pensó. Coco tenía una pinga más bien pequeña y de una cabeza
insignificante. Había crecido pensando que todos los penes eran así, como el
suyo. Ahora descubría una realidad asombrosa.
***
Tío, tío, susurró
Cambrito. Había vuelto a la peluquería de su tío Román Clavijo para contarle
las cosas misteriosas que su padre había dicho sobre él. ¿Cabro? ¿Maricón? ¿Qué
significaban esos términos? Quizá su tío los conocía, ya que ninguna de esas
palabras se hallaba, por ejemplo, en la novela que tenía entre sus manos y que
llevaba a todas partes para satisfacer su continua hambre de letras, de saber.
No halló a
su tío en el ambiente de trabajo de la peluquería. Sin embargo, pudo distinguir
los bajos y contraltos de un merengue. La música provenía del cuartito de la
trastienda donde su tío Román se permitía unas pestañeadas cuando la clientela
era baja. El mismo Cambrito había usado esa cama para echarse unas siestas
cuando se le ocurría pegarle una visita inopinada a su querido tío. Este siempre
lo esperaba con un chupetín BomBomBum de gran cabeza roja que Cambrito tanto
disfrutaba chupar.
Cierta vez,
Cambrito lamió un chupetín que le supo a caca. Román, que terminaba de cortarle
el pelo a un niño, vio la mueca de asco de su sobrino y el chupetín que aún
pendía de su mano. Rápidamente, sacó sus conclusiones.
Papito,
¿ese no es el chupetín abierto que puse en mi velador?
Sí, tío, dijo Cambrito,
todavía con las papilas gustativas envueltas en caca.
No, pues,
papito, tus chupetines son los que están aquí en el cajón; mira, ve. Este no es
para ti, dijo el tío, confiscándole el chupetín con olor a mierda.
La puerta
del cuartito no estaba cerrada del todo. Cambrito empezó a abrirla lentamente,
con mucho sigilo, ya que era posible que su tío se hubiese quedado dormido con
la radio encendida. Pero lo que escuchó, antes de verlo debajo de un moreno
corpulento, fue el gemido frenético que salía expelido de su boca.
Este se dio
cuenta de la presencia de su sobrino, pero, en lugar de sobresaltarse y
deshacerse del moreno, prefirió que la clavada continuase: una pinga así no podía
desperdiciarse así nomás; mucho menos cuando se estaba a punto de llegar al
clímax.
Cierra la
puerta, sobrino, apuró Román, el tío peluquero. Cierra la puerta,
repitió, y sube el volumen, por favor, añadió, tras lo cual volvió a
gemir, esta vez amordazando las ganas de clamar un alarido; consideró que
cierto respeto le debía a su sobrino.
Cambrito,
alelado ante el espectáculo que protagonizaba su tío con…, claro, ahora pudo
reconocerlo a pesar de la tenue luz que emanaba del visor de la radio, Vicente
de la Hoz, el moreno que recogía la basura del barrio en su carretilla,
intercambiando, de vez en cuando, algunos pollitos por televisores viejos,
refrigeradoras inútiles o lavadoras desahuciadas. Vicente siempre salía ganador
del barrio de Cambrito debido a su bonhomía para con los vecinos y a su destreza
para los negocios. Cada visita de Vicente al barrio significaba que su
carretilla terminaría repleta de cosas que luego el vendería en los mercados
peseteros de la ciudad.
Putamadre, le decía
don Rómulo a Vicente cuando se lo encontraba atravesando el barrio con su
carretilla llena de chatarra y pollitos, sudado, venoso, negro, fuerte, tosco,
la voz grave y admonitoria, como quisiera que mi hijo sea tan macho como tú,
Chente. ¿Por qué no me lo escueleas al muchacho un día de estos? De repente te
puedo chorrear un billete para que, como cosa tuya, lo lleves al chongo y le
enseñes lo que es ser un hombre de verdad. ¿Qué dices?
Vicente
decía sí, sí, sí, pero no creía que todo lo que decía Rómulo fuese
cierto. Y, si era verdad, definitivamente les daría un mejor uso a sus dineros.
Ni cagando llevaría al chongo al marica de su hijo ese. Claramente se veía que
el chibolo era rosquete. Por algo le gustaba leer huevadas. Y ahora lo tenía
ahí, enfrente, viendo cómo se clavaba al mariconazo de su tío. Todo porque le
había comprado unas Adidas nuevecitas, flamantes.
La puerta
seguía sin ser cerrada y Cambrito no quitaba la vista de la rijosa escena que
estaba presenciando.
Chibolo
reconchatumadre, cierra la boca y cierra la puerta de una vez, pendejo, ordenó
con ronca voz Vicente. Cambrito salió de su obnubilación y cerró la puerta.
Luego, continuó viendo cómo se clavaban a su tío Román, el peluquero del
barrio.
No me veas,
sobrino, que me ruborizo, dijo Román, con una voz que se desmembraba entre el
dolor que le producía la pinga de Vicente y el rubor que le producía que el
hijo de su hermano lo estuviera viendo en esa postura.
Ya la voy a
dar, rugió Vicente.
Vamos,
papi, vente en mi culito, quiero sentir tu lechita, imploró
dolorosamente el peluquero.
Tío, dijo
Cambrito, ¿qué es un maricón?
Román abrió
de pronto los ojazos, que los tenía cerrados por la fruición del momento, y se
cagó de la risa ante la pregunta.
El negro
Vicente, tras haber dejado la descarga lechosa en el interior de Román,
desenroscó su poderoso miembro del culo de este y, mirando a Cambrito, dijo: Ahora
te toca a ti, chibolo.
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