Para mí, la
mujer hermosa es la que viene con pinga, dijo Groover.
Bafi, mujer
contemporánea de Groover, no supo qué decir. No esperaba tal respuesta de
alguien a quien consideraba un tipo educado. ¿Perdón, Groover?
Aunque, en
tu caso, haría una excepción, Bafi, mi caza corazones.
Llevaban
cantando temas de José José, Julio Iglesias y Pablito Ruiz en el programa de
YouTube de Groover, Cuchillos Largos.
Groover, tú
sabes que a mí no me gustan esas bromas. Por favor, estamos cantando bonito, te
pregunto sanamente sobre tu tipo de mujer y me sales con esa palabrota.
Ya, pues,
Bafi, no te hagas. Bien que a ti te gusta la pinga.
¡Oye!¡Qué
tienes!, exclamó Bafi, ahora sí aterrada e indignada. Bafi, señora que radicaba
en Australia y era amiga del cocinero y gran vago peruano, el Tío Marly, digno
producto humano de exportación del Perú, no sabía que Groover, en el transcurso
de los cánticos, se había excedido de su habitual dosis de marihuana y cervezas.
En las drogas y el alcohol, hallaba la calma para los que, él creía, eran los
síntomas del bicho que empezaba a liquidar inmisericordemente a todo aquel microorganismo
que, antaño, solía defenderlo contra cualquier enfermedad. Ahora, debía
cuidarse hasta de un simple resfriado.
Desde que
la marihuana empezó a adormecer sus sentidos, pudo cantar mejor y entregándose
al show sin problemas, ya que el marasmo de sus sentidos había neutralizado la
inagotable rascadera de testículos.
Exijo que
te disculpes ya mismo, Groover, demandó Bafi, mientras, como telón de fondo, corría
la canción Culpable Soy Yo.
Cuál
disculparme, cojuda. Qué tiene de malo confesarte mi amor, dijo
Groover, la voz preñada de sorna. Me gustas, Bafi, siempre le he tenido
hambre a las cholas envanecidas como tú.
Bafi -señora
conservadora y simpatizante de las ideas izquierdosocialconfusas de un expresidente
peruano, ahora preso, que había afirmado alguna vez que los pollos morían
cuando los niños les torcían el pescuezo al momento de llevárselos a sus
maestros en las aulas- dijo que me retiro ahorita de tu transmisión y aquí
termina nuestra amistad si no te disculpas inmediatamente. El atento
televidente podía escuchar la agitación, producto del coraje, en la respiración
de Bafi. Tienes cinco, cuatro, tres, …
Dos, uno,
cero, completó Groover, sardónico. Vete, pues, dijo Groover. Estaba
dando show. Los pocos televidentes que lo seguían fielmente no podían creer que
estuviera hablándole así a Bafi, su amor platónico. El número de vistas de la
transmisión empezó a elevarse: pasaba de dos a cinco, de cinco a diez, de diez
a veinte, un récord para Cuchillos Largos. Vete y quéjate con tu maridón
Marly. Refúgiate en los brazos de ese pelao concha de su vida.
Oye, no
tienes por qué meter al Tío Marly en este asunto, se pronunció
Bafi. El pleito es contigo. ¿Por qué me hablas así? ¿Cuándo te he dado
confianza para que me hables de, de, de…? Bafi era tan inmaculada que su
propia lengua no se atrevía a modular los sonidos de las palabras pinga, cache,
sexo; tan comunes residentes en la boca pastosa (¿será esta boca seca un
síntoma del jodido sida que se me está viniendo con todo?) de Groover.
De pingas, completó
Groover, de pingas como el Pelao Cabeza de Pinga de Marly, que es tu maridón,
borbotó Groover, disfrutando cada epíteto lanzado.
El alcohol hacía
que le supure aquel resentimiento que germinó en su corazón cuando Bafi
declaró, hacía poco nomás, en el programa de YouTube Habla Montecito, en
respuesta a una trapisondista pregunta del productor Homero Lorna, que si
tuviera que elegir entre Marly o Groover para compartir un paracaídas antes de
que el avión que los transportaba se estrellase contra las escarpadas paredes
de la Cordillera de los Andes elegiría a Marly para salvar la vida sin dudarlo,
porque hallaba en él a una persona agradable, amable y afín.
O sea que
Groover se vaya a la mierda con todo y avión, rio Homero Lorna. Bafi,
Groover se va a resentir con usted. Yo lo conozco; ese viejo es rencoroso.
Bueno, pues, dijo Bafi.
Que me disculpe Groover, pero yo soy sincera. Y a mí me cae mejor Marly.
Y lanzó una carcajadita sofrenada, propia de una señora de su asumida catadura
moral.
Marly es mi
amigo; no es mi marido, estúpido. Retráctate o me voy, decía
Bafi, que, en el fondo, no pensaba irse, porque también gustaba del show. No se
perdía un programa de la Brutalidad. Tenía activadas las campanitas de
notificación de los programas del serrano Montes y del sancochado Groover. Sin
embargo, cuando entraba como panelista en el Habla Montecito fingía desconocer
los tenores de tales o cuales polémicas sucedidas durante la semana. No sé
de qué están hablando, chicos. Alguien que me actualice, por favor.
Entonces, algún servicial cojudo se ofrecía a ponerla en autos, cuando, en
realidad, ella sabía más del tema que el oficioso idiota que, en la esperanza
de recibir un afectuoso halago de Bafi, se deshacía en resúmenes pedorros.
A mal palo
te arrimas, Bafi. ¿Por qué nunca te me has arrimado a mí?, empezó a
llorar Groover. ¿Sería ese cambio brusco del ánimo otro síntoma del bicho? Le
importó un pincho responderse esta pregunta interna. Lo primordial ahora era
acusar a Bafi de cómplice del Tío Marly.
Me voy a
ir. Nunca más vuelvas a buscarme para hacer karaokes, Groover. Has quedado como
una mala persona.
¿Mala
persona yo, cojuda?, fingió desconcierto Groover. ¿Mala persona yo? ¿Acaso
no has visto la más reciente maldad que ha perpetrado tu maridón, el pelao hijo
de puta de Marly?
No, no he
visto, dijo Bafi, rotunda. En realidad, sí sabía lo que había hecho Marly,
pero no creía que la prueba de su enfermedad fuese cierta: un certificado de
sida o de lo que sea podía ser fácilmente fraguado, sobre todo ahora, con los
avances tecnológicos al alcance de cualquiera.
Ah, no
sabes lo que hizo el hijo de puta de Marly; esa buena persona que tú dices que
es, ¿no, Bafi? Bafi, Bafi…, empezó a repetir y maquinar Groover, buscando en sus
archivos mentales un duro, pero inteligente calificativo que plasmase
rotundamente su liaison con Marly, Montes y Lorna. Bafi, la caza maridones,
escupió al fin, con una rabia inconmensurable.
Se notó un
sobresalto en la respiración de Bafi. Las cámaras estaban apagadas. Ningún
espectador podía apreciar los gestos de los pugilistas. Solo veían al Puma Rodríguez
cantando otro descorazonador tema.
Qué hizo Marly,
pues, habla o me voy, espetó Bafi luego de un silencio. Le había dolido
que le dijesen caza maridones, pero no supo qué responder. Tampoco iba a
cumplir su promesa. No se iba a ir del programa así nomás. Le gustaba ser parte
del show, que su nombre sea mentado y siempre recordado en cada uno de los
chats de la Brutalidad. Así, pensaba ella, jalaría más vistas para su canal de
YouTube que apenas era visto por dos o tres gatos. Esto la haría sentirse empoderada,
término, este último, muy de moda entre las personas de tendencia izquierdosa y
progre.
Reveló mi
certificado de sida, cojuda. ¿Te parece poco? Ahora todo el mundo sabe de mi
enfermedad, dijo Groover, y empezó a sollozar. Los mocos le
salieron a chorros por sus peludos orificios nasales. ¿Sería esta cantidad
anómala de mucosidad otro síntoma patente de que el sida se me acerca con su
guadaña ponzoñosa?
Bafi sintió
pena por Groover. Reconocía que revelar información personal de ese modo no se
debía hacer, pero dudaba de que Marly fuese capaz de eso. Ella lo conocía.
Habían almorzado juntos hasta en cinco oportunidades en Sydney. Marly, en sus
días de franco, solía invitarle hamburguesas en el McDonald’s de la calle
Loftus, donde él era el encargado de freír las papas y colocarles pepinillos a
los emparedados.
Dudo que
Marly haya hecho eso, dijo Bafi.
¿Qué? ¿Lo
dudas?, lloró Groover, tratando de jalar a Bafi hacia su parcela, porfiando
por que ella le diese la espalda a Marly. Sin embargo, ello no sucedería; Bafi jamás
cambiaria su preferencia por el Tío Marly.
No sé,
Groover. Lo que sí sé es que no quiero que me llames ni me escribas jamás. Y tras un
silencio dramático, continuó: Me voy, y por fin se fue.
El Viejo,
como también se le conocía a Groover por su bronca voz de viejo borracho,
permaneció llorando amargamente durante gran parte de su transmisión. Luego,
ante la sorpresa de sus seguidores, se sumergió en un profundo sueño. Los
ronquidos arribaron a los pocos minutos.
***
Se llamaba Samahara y era la única alumna de
piel lechosa que tenía Gonzalo en su salón. Ni bien la vio desfilar en el aula,
buscando donde sentarse, Gonzalo se enamoró. La presencia de Samahara hizo que
Gonzalo se olvidase por un momento de todo el cargamontón que seguía recibiendo
en redes sociales por la burrada que había cometido al grabar traseros
femeninos en las calles y transmitirlos en vivo para sus seguidores putyanos.
La belleza
de Samahara lo estaba impactando tanto que también había dejado de preocuparse
por la citación que hubo recibido del Ministerio de Educación del Perú, fina
cortesía de las gestiones malévolas hechas desde Australia por el Tío Marly.
En uno de
sus últimos programas, Gonzalo había dicho: Voy a viajar a Australia el
próximo año para sacarle la mierda a Marly. Lo quiero tener entre mis puños
para que los sienta. Quiero ver como su cara de imbécil, de pelao infértil,
huevo seco, se va deformando con cada puñetazo. Quiero que mis manos se empapen
de su sangre de cocinero fracasado. Estaba claro que no le había hecho
mucha gracia el haber recibido esa citación del mismísimo Ministerio de
Educación de su país.
Brayan
Castañuelas, uno de los alumnos más guapos y cacheros del salón de Gonzalo, fijó
su atención en la nueva alumna, en Samahara. Gonzalo se percató de ello. Le mentó
la madre por dentro: No te creas pendejo, Brayan. Este año te jalo en Literatura
si te atreves a poner tus manos de indio en mi futura mujer. Nada ni nadie
debía entrometerse en los constantes y repentinos planes amorosos de Gonzalo,
ni siquiera el hecho de que llevaba varios años casado con una discreta mujer
proveniente de Cajatambo, un pueblito perdido a más de cuatro mil metros sobre
el nivel del mar, en el Perú.
Brayan
Castañuelas claramente no era blanco. Era trigueño, pero no se lo podía
calificar de indio neto. Indio habría sido su tatarabuelo, pero no Brayan. Gracias
al arribismo racial de su abuela y de su madre, quienes se arrejuntaron con
cholos blanquiñosos para, según ellas, corregir la raza, el aspecto de Brayan
era el que siempre soñaron. Todas sus compañeras del salón lo consideraban
guapito. Y, ciertamente, era el único chico guapo del quinto de secundaria del
colegio Nicomedes Santa Cruz. Pero para Gonzalo, impenitente racista, Brayan
era un indio de mierda.
Luego de la
exposición teórica de Gonzalo, que estuvo plagada de pleonasmos, incongruencias
y gazapos, dejó este una tarea que debía desarrollarse en clase, en la última
media hora. Los alumnos debían opinar sobre la poesía de Martín Adán.
Con la
campanada que dictó el fin de la clase de Literatura y el inicio de la de
Matemática a cargo del cholo pezuñento y borrachoso de Pietro Quispe, Gonzalo
recogió los papeles con los ensayos. Sin embargo, al momento de recolectar el trabajo
de Samahara, Gonzalo trató de que su mano gruesa, tosca y negra rozara la piel
de su alumna. No lo logró. Esto lo dejó más arrecho.
En casa, en
lugar de dedicarse a preparar su clase y revisar los ensayos con calma, abrió
programa toda la tarde, la noche y la madrugada. El programa de YouTube de
Gonzalo se llamaba Todo Por Un Centro.
Su mujer se
había ido a dormir. No lo esperó. Desde que Gonzalo se hubo sumergdo por
completo en la Brutalidad, su mujer pasó al más absoluto abandono. Gonzalo solo
vivía para derramar Brutalidad en internet a cambio de pingües donaciones. Tras
recibir cerca de doscientos dólares en donaciones, decidió irse a dormir. Pero
recordó que debía corregir los ensayos de sus alumnos.
Por azar,
el primer trabajo que leyó fue el de Brayan Castañuelas. A la pregunta ¿Qué
opina usted de la poesía de Martín Adán? Brayan contestó un par de cosas
muy sensatas: Me parece recontra aburrida la poesía de ese viejo maricón.
Para cubrir su cabrería, escribió huevadas muy difíciles de comprender. Si
hubiera vivido en estos tiempos de total aceptación de la mostazería, Martín Adán
se habría dejado de huevadas poéticas incomprensibles y se hubiera buscado un
negro bruto como usted, profesor.
Conchatumadre, fue la
respuesta mental que le dedicó Gonzalo al ensayo de Castañuelas. Luego, buscó
directamente el trabajo de Samahara. Al hallarlo, no le interesó leer el
contenido; más bien, se entregó desbocadamente a olerlo, a detectar en la
superficie del papel algo del delicado aroma de Samahara, mi futura hembra,
conchasumadre. Y algo de esa esencia había sobrevivido a pesar de haber
estado el papel entreverado con los de tanto pezuñento y delincuente del
colegio Santa Cruz.
Te deseo,
Samahara, te deseo, repitió Gonzalo, cerrando los ojos. Se sacó el
miembro grueso, venoso y cabezón y empezó a masturbarse. Olía y volvía a oler
el papel del ensayo de su alumna para motivarse todavía más. Los ojos se le blanqueaban,
como cuando perdía los estribos y se engorilaba ante los insultos de los
antiputyanos, encabezados por uno de sus más sañudos enemigos, su exproductor
Homero Lorna.
Quería
gemir, gritar de placer, pero podría despertar a su mujer; así que continuó
jalándose el pescuezo en morboso silencio.
Al sentir
la carga seminal en la punta de su cabeza, tomó el primer papel que tuvo a
mano. Era el ensayo de Brayan Castañuelas. Descargó sobre ese pedazo de papel toda
su leche, lo convirtió en una pelotita y, con una maniobra basquetbolística que
habría hecho empalidecer al mismísimo Michael Jordan, lo encestó en el tacho de
basura.
Ya aliviado
y sosegado, leyó el ensayo de Samahara: No sé quién es Martín Adán,
profesor. Y en mi casa me enseñaron que, si uno no sabe un tema, es mejor no
opinar.
Gonzalo,
que había explicado en la clase quién era Martín Adán y había leído hasta
cuatro de sus poemas, sonrió y pensó: No importa, mi amor. Tu culo es tu
mejor arma para que triunfes en la vida. Saber de Martín Adán importa un
pincho. Ni a mí me importa. A mí me importan los culos.
Calificó el
resto de ensayos con la pinga al aire y sin guardar el menor escrúpulo por el
contenido vertido en ellos. Según el nombre del alumno ponía una nota. Si el
alumno le caía bien, colocaba trece. Si le caía mal, cero. Así me hago fama
de exigente, se rio. A Samahara, le puso veinte. Te lo mereces por
honesta, preciosura.
Ya se
preparaba para dormir, así, sin haberse lavado la pichula, con el esmegma del
semen eyaculado esparcido sobre la superficie de su gran cabeza, cuando recibió
un mensaje de Groover.
Enseguida,
recordó los gruesos denuestos que aquel le hubo dedicado en un reciente
programa de Cuchillos Largos: eunuco digital, menesteroso digital, analfabeto
tecnológico, cagada intelectual, pedagogo de mentira, profesor bamba, picador
eventual, pedigüeño lleva y trae, mascota, llanta de repuesto (por su color de
piel), entre otras lindezas de semejante jaez.
¿Qué
quieres?, respondió secamente Gonzalo en un mensaje. Hubiera preferido eliminar
el contacto de Groover, pero este vivía en el extranjero, en Estados Unidos, y
Gonzalo prefería conservar los contactos extranjeros: ellos siempre le giraban
generosos centritos, a ellos siempre les podía picar una gorda propina.
Profe,
juntémonos para bajarnos a Marly. Tengo una entrevista reveladora con su
hermana. Con esto, lo cagamos.
Gonzalo no
respondió. No le interesaba hacer programa con ese viejo que se las daba de muy
superior y batutero, un dictador. Gonzalo podía brillar con luz propia.
De pronto,
recibió otro mensaje. No era del Viejo. Provenía de su máximo benefactor.
Profe, haga
programa con el Viejo. Ahí le adjunto cien dólares. La boca
de Gonzalo se torció en una sonrisa pragmática: Ah, ya, pe, con cien cocos la
cosa cambia. Respondió a continuación y solícitamente el mensaje del Viejo:
Listo, Viejito lindo. Dime cuándo hacemos el programa para tumbarnos al Pelao
Cabeza de Pinga. Estoy a tus órdenes.
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