El Pipo
Conero miró el menú. A pesar de que él iba a pagar y de que tenía mucho dinero,
eligió lo más económico: Unas alitas simples, por favor.
¿Envase
chico, regular o grande?, dijo la cajera del restaurante de comida rápida “Píkame
Riko”, un local de concepto disruptivo en Los Olivos, que ofrecía una
combinación interesante de frutos del mar y pollo frito.
Chico,
nomás, dijo el Pipo, YouTuber que se estaba abriendo un promisorio sendero en
el mundo de la Brutalidad y para lo cual había fichado en su plantel al
inefable Profe Puti por la nada desdeñable suma de cien dólares por programa.
El Profe Puti, divo televisivo, no aceptaba elevar la sintonía de ningún canalito
emergente del espectro brutal por menos de esa cifra.
¿Y tú qué
vas a querer, Profe?, invitó el Pipo, alcanzándole el menú por el lado que
daba cuenta de los platos económicos.
Puti le dio
la vuelta a la carta; solo le interesaban los platos caros. Mientras decidía
qué pedir, rumiaba su famoso ña, ña, ña, ña.
A ver, dijo,
luego de un buen rato. Una inmensa fila se había formado detrás de él; una cola
que recordaba la apocalíptica época del primer gobierno aprista. A Puti le
importaba un pincho el tiempo de esos potenciales comensales, ya que, con toda
la paciencia posible, empezó a decir: Yo quiero unas alitas de pollo
acevichadas con salsa… ¿tecachi, tecache, yatecaché? ¿Qué dice aquí?
Salsa
teriyaki, señor, dijo la cajera, harta de lidiar con tipos que pedían
cosas que no sabían pronunciar solo para dárselas de gourmets.
Eso, dame
eso en envase grande.
La muchacha
asintió y tecleó en la máquina registradora.
Más bien, ¿no
tendrás tamaño extragrande o familiar? Es que hoy fui al estadio a ver a mi U y
me he cansado de firmar autógrafos y fotografiarme con mis fans. ¿Tú todavía no
me sigues? Este es mi canal. Suscríbete, ah. Y no te olvides de dejarme un
yapecito, dijo Puti.
La cajera, ignorando
las barbaridades de Puti, dijo: Son ochenta soles.
El Profe
pensó: ¿Tan poco? El Pipo puede pagar mucho más. Entonces, como
propulsado por un cohete, retomó la palabra: Amiga, también agrégale un
combo familiar de pollo frito para llevar.
La mujer lo
miró sin mucha gracia: tuvo que romper la boleta para volver a tipear otra
incluyendo la caprichosa adición.
Y una Coca
Cola de tres litros también para llevar, ordenó Puti, quien
desconocía la expresión “por favor”.
No tenemos
Coca Cola; tenemos Big Cola, dijo la mujer.
¡Ag! Big
Cola es para pobres. No tienes Pepsi aunque sea, se aniñó
Puti, la frente fracturada por quinientos mil surcos gruesos y aterradores. Era
su temida cara de can rabioso, de pitbull achorado. La señorita se sobresaltó.
Sí, señor,
sí tenemos Pepsi, dijo, de puro miedo.
Ña, una
Pepsi de tres litros, dictaminó el Profe.
El
restaurante “Píkame Riko” solo vendía Big Cola, gaseosa de bandera nacional. La
mujer, para evitar que Puti la mordiera y le pegase la rabia, pensó en venderle
su Pepsi, la que ella se había comprado horas antes para el consumo de su
familia.
Serían
doscientos soles, dijo la cajera.
Puti se
hizo a un lado y miró hacia el techo. Empezó a silbar la tonada de su mediático
éxito musical “Arthur, mándame mi centrito”, versión huayno. Con él no era la
cosa.
El Pipo
Conero tomó el lugar dejado por Puti. Le acercó a la cajera una tarjeta negra
de visos dorados.
¿Propina?, dijo la
muchacha.
Sí, intervino
Puti, le vamos a dejar una buena propina. No se preocupe, ña, ña.
Las
estrellas son así, pensó el Pipo Conero para calmar los ímpetus que le
nacían por ahorcar a Puti, son jodidas, y se merecen que les complazcan sus
caprichos.
***
Solo cuando
terminó de tragar sus veinticuatro alitas acevichadas ahogadas en abundante
salsa teriyaki, Puti habló. El Pipo Conero iba apenas por la segunda de las
seis modestas alitas que le sirvieron sin ningún tipo de salsa o
acompañamiento.
Pipo.
¿Qué pasa,
Profe?
Te cuento
algo, ¿ña?
A ver.
Estas
alitas me han arrechado. Mira, ve. Puti invitó al Conero, con un gesto contundente de
los fruncidos belfos, a que le pegara un vistazo a lo que había debajo de la
mesa.
Mírame el
bultazo, Pipo. Está que me pide cache el cabezón, ardió el
Profe, la mirada perdida en la lascivia que el capítulo cinco de Gálatas
condenaba.
¿Ahorita,
profe?, dijo el Pipo, que andaba platónicamente enamorado de Puti; por ello,
desde el país en el que vivía, los Estados Unidos, le había traído una
inmensidad de regalos, entre pantalones, calzoncillos, talco para los huevos,
perfumes y lentes de diseñador. Además, por si ello fuera poco, lo había
llevado al estadio a ver jugar al equipo de sus amores, Universitario de
Deportes. Y ahora lo premiaba con una cena pantagruélica en un restaurante del
Mega Plaza, en el Cono Norte de Lima.
El Pipo tenía
planeado llevarlo a su hotel, beber unos vinocos, disfrutar del jacuzzi, y verle
y tocarle al fin esa manguera de bombero que llevaba enroscada y comprimida en
el pantalón.
Claro, pe, Pipo,
ahorita mismo, o me cacho a esta mesa, dijo Puti, relamiéndose, viendo a aquel mueble con
enfebrecido furor. Palpó la madera. Sí, así era como le gustaban las mesas, con
esa textura fina, sin astillas, de superficie aduraznada. Está rica esta
mesa, carajo, ña, ña, ña.
Está bien,
Profe. Vamos a mi hotelito. Pero antes compraremos unos vinitos y en la
farmacia, lubricante, me gusta que resbale.
Puti pensó,
con regocijo, que el Pipo era más enfermo que él.
Ña, ña, ña,
está bien, Pipo. ¿Pero de dónde nos vamos a levantar a las cremitas?
La cara de
extrañeza del Conero quedó interrumpida por la irrupción de la chica de la caja,
quien a quemarropa le dijo a Puti: Señor, usted lo ha picado al señor, ¿no?
Puti,
tosió, lanzó un par de ñas, no supo qué decir. El Pipo intervino: No,
señorita, mi amigo no me ha picado.
Pero aquí
le traigo lo que el señor pidió para llevar. Yo vi claramente que usted pagó
todo, mientras su amigo se hacia el sueco, argumentó la chica.
Acorralado
por las pruebas, el Pipo, con cierto rubor, admitió lo dicho por la cajera: Sí, señorita, mi amigo me ha picado, pero
todo ha sido consentido.
¿Admite que
su amigo lo ha picado rico?, volvió a la carga la muchacha.
Bueno, eh,
no sé, tartamudeó el Pipo.
Admita que
lo ha picado rico, señor. Mire cuánto se va a llevar para la casa su amigo. Ha
pedido para que coma un batallón entero, mostró la chica.
Está bien,
sí, dijo el Conero, avergonzado. Mi amigo me ha picado rico, bien rico.
Para
sorpresa de Puti y del Pipo, la chica estalló en una algazara sin igual: Excelente,
señor, aquí, en “Pikame Riko” fomentamos la picadera, pero la rica picadera.
Por eso, gracias a la sanguijuela de su amigo, se ha ganado una gorra (por lo gorrión)
y una cámara desechable (por lo camarón) para que su amigo siga picando rico y
capture esos momentos.
Sin perder
tiempo, Puti se apropió de los regalos que le pertenecían al Pipo.
También, continuó
la muchacha, se ha ganado esta copita de conchitas negras, para que su amigo
siga picando rico, pero siempre en este restaurante, ojo.
Tras decir
esto, la chica se despidió con una sonrisa y se evaporó en el ambiente; odiaba
celebrar a los conchudos como Puti. Pero no le quedaba más remedio que hacerlo;
estaba estipulado en su contrato.
Ni bien quedó
la copita de conchas negras en la mesa, Puti se la devoró. No tuvo la
delicadeza de preguntarle al Pipo si al menos deseaba una almejita.
Me encantan
las conchas, ña, ña, decía mientras se embarraba la boca con el juguito oscuro
que salpicaba de la copa. No cerraba la boca al masticar. El espectáculo era
violento.
El Pipo
quiso comer la quinta de sus seis alitas blancuzcas y desangeladas, pero ya no
pudo; la tragadera de Puti era como para vomitar.
Tomó las
llaves de su auto.
Profe, vaya
terminando que yo…
Espera, oe,
voy a decirle a la chica unas cuantas cosas, dijo Puti tras desaparecer sus
conchas.
Señorita, demandó
Puti, acá le dejo lo que pedí para llevar. Lo voy a recoger mañana, porque
ahorita me voy a ir de putas y no quiero que esto que le voy a llevar a mi
mujer llegue frío. Mañana voy a pasar a eso de las dos de la tarde y quiero que
me lo entregue calientito, ¿ña?
La chica de
la caja no se atrevió a contradecir a Puti, ya que en todo momento le habló con
esa cara de cancerbero caracterizada por la monstruosa aparición de una eme en
la frente, una eme que infundía temor y terror en sus opositores. Además, sus labios
torcidos se asemejaban a ventosas prestas a chuparse el alma de su contrincante.
¿Qué le
dijo a la chica, Profe?, dijo el Pipo, ya en el auto.
Nada, nada.
Ahora vamos a cachar. Estoy fierro, conchasumare. Y esto solo se calma botando
esta leche que me tiene cojudo.
Profe, ¿y
su comida para llevar? ¿Se la olvidó? Tráigala, notó el
Pipo.
Nada,
huevón; maneja al cache, nomás. Yo ya sé qué hago con mi comida.
El Pipo no
quiso insistir. Puso la mano en la palanca de cambios. La manaza de Puti se
colocó encima de la suya. El Pipo mariconeó, se deshizo como un helado. Uy,
el negro me va a dar vuelta aquí en el auto. ¡Qué rico!
Pipo, está
que me pide chongo el cabezón. La trola me pide las tres pes: prostis, perras y
putas, y yo conozco un lugar buenazo aquí cruzando la Panamericana, a la
espalda de Mendiola.
¿Putas?, dijo el
Pipo, tratando de ocultar la desilusión que la palabreja le causaba. No pensó
que Puti, autopromocionado como honrado y puro profesor de Literatura, fuese a
ser un putero de cuidado. Rápidamente concluyó que, si deseaba poseer al Profe,
lo mejor era seguirle el juego, darle por donde le gustaba.
Claro,
claro, Profe, levantemos unas putas y las llevamos a mi hotel.
Correcto,
Pipo; bien dicho, carajo. Vamos por unas blancas. Me encanta la carne de pavo, celebró
Puti.
Oiga,
Profe, pero yo en los Yunaites estoy acostumbrado a la carne blanca. Ya no me
llama la atención. Mire, yo le voy a poner las putas, pero consígame unas
coneras como yo, unas cholas como yo. Aunque usted me juzgue por mi rostro
conero, jamás tuve la oportunidad de comerme una conera. Quiero una con
tatuajes, con pocos dientes, el pelo teñido. Vamos, Profe, consígamelas; no me
defraude.
Ña, vamos a
donde te digo; allí hay unas coneras que se venden hasta por un saludo, se
entusiasmó Puti, frotándose las manos con una mosca a punto de saborear su caca.
***
¿Gemelas?
Puti abrió
los ojos como cuando el Pipo dejó que le quitara sus RayBan. ¿Qué? ¿Sí? ¿Me
los puedo quedar?, había dicho luego de haberle insistido como ladilla
retortera.
Sí, yo
salgo con mi hermana. Somos un dúo, papito.
Puti las miró
con detenimiento. Eran blancas como la leche de coco.
Estás
buenazas, mamacitas, pero mi pata quiere coneras. ¿No tendrán alguna amiguita cholita?
Esa se la paso a mi pata y yo me quedo con ustedes, mamacitas.
No, chamo.
Nosotras no nos juntamos con cholas. O somos nosotras o ninguna. Y mira que
estamos de oferta. Dos por el precio de una. Te vamos a lamer tu chupetín bien
rico entre las dos.
Puti se
imaginó entre esas dos hermanas. Se pegó a la pared que tenía al lado y la
empezó a taladrar. La dejó chorreada de líquido preseminal.
Vamos,
nomás. Quiero que me laman el chupetín de brea entre las dos, se relamió
Puti.
Pero
primero la plata, chamito. No somos cojudas.
Puti se
rascó la cabeza. Ni modo, tenía que recurrir a lo que sabía hacer mejor: pedir
plata para no devolverla jamás.
***
No es tu
culpa ser un pedigüeño de la reconchasumare, le dijo Ramón Castilla y
Marquesado, expresidente del Perú. Llevaba su clásico y azulino atuendo militar
en el que resaltaban sus doradas charreteras bailarinas.
¿Quién
chucha eres tú? ¿Y esos bigotazos? ¿Te crees mariachi o qué huevada?, se puso
salsa el Profe.
¿Qué? No,
cojudo, soy yo, el que te dio la libertad, el mariscal Ramón Castilla. ¿No que
eras culto, putero de mierda?
Ah, Ramón
Castilla, ¿y qué quieres? No tengo sencillo, por si acaso, dijo el Profe
con brutal insolencia.
Puta,
putero, ¿y así dices que eres maestro? Trátame de usted, oe, conchatumadre, ¿no
ves mis galones?
Oe, cuando
estoy arrecho todo me llega al pincho. Dime rápido lo que me tienes que decir
porque estoy yendo a picarle a un huevón para mi cache, dijo
Puti.
¿Qué? ¿Acaso
no tienes plata para pagarte las putas?, dijo el extinto presidente,
quien había iniciado su carrera militar peleando por el ejército español para
después, desilusionado y por una mejor paga, pasarse al bando peruano en 1822.
Sí tengo,
pero cuando detecto a un huevón que es paganini, entonces que pague él, pe. Los
huevones como el Pipo, pagan; los camarones como yo, se ganan, dijo
Puti, riéndose maquiavélicamente.
¿Y no te jode
el cargo de conciencia, hijo?, dijo el presidente, algo más paternal.
¿Cuál cargo
de conciencia, huevón? ¿Ya te vas? Quiero cachar, ladró
Puti.
Castilla se
mostró desconcertado.
Carajo, yo
vine hasta aquí porque abajo me avisaron que te había entrado un ataque de
conciencia. Me pidieron que te consolara y te explicara que tu camaronería y tu
actitud interesada vienen desde mis tiempos; es heredada, muchacho.
Pero yo no
me siento culpable de nada, huevón; yo vivo de la camaronería. Con eso pago las
cuentas y mis putas, dijo Puti, los ojos chinos de cinismo.
Bueno, como
ya estoy aquí, te contaré lo que vine a decirte, dijo
Castilla.
Al toque
porque se me sale la lechada, demandó Puti.
Eres un
convenido de mierda porque perteneces al clan del líder negro que se sentó a
parlamentar conmigo, en representación de sus congéneres, sobre la libertad de
su raza. Se la puse clara. Si tú y tu gente se pliegan a mis filas y me ayudan
a derrotar al ladrón de Echenique, yo les doy la libertad. Ya no serán esclavos
de nadie. Es mi palabra, carajo. El negro atracó en una. Ese huevón no tenía
bandera. Se iba con el mejor postor. Y a los blancos que iban a perder a sus
esclavos los recompensé con unos suculentos bonos. Me llegó al pincho perder
ese billete porque ya en el poder por segunda vez lo recuperé. Como dijo un colega, “la plata llega sola”.
¿Tanta
huevada para decirme eso?, dijo Puti, que no había entendido un carajo. En
condiciones normales, Puti no entendía nada; en estado de arrechura, menos.
Sí, solo
eso, pero veo que te llegó al pájaro, dijo Castilla. Bueno, me largo. Pero antes te voy
a dejar algo a manera de souvenir.
¿A manera
de qué?, dijo Puti, que era tan bruto como una pared sin ladrillos.
De
recuerdo, bestia, de recuerdo, dijo el mandatario, y le alcanzó una moneda de oro.
¿Y esto?, dijo Puti,
abriendo los ojos convenidamente.
Es una
moneda de mi época: la onza de oro.
Chucha, ¿y
es de oro de verdad?
Claro, pes,
imbécil, dijo Castilla. Bueno, ya cumplí con mi misión, me voy. Parece que
en estos tiempos la gente es bruta y convenida; solo piensa en plata y en sexo.
También en mis tiempos era igual, te diré, solo que ahora ya nadie se molesta
en guardar las apariencias. Hasta nunca, Profe.
El
presidente desapareció tras una cortina de humo.
Contento
con su moneda, Puti regresó con las gemelas. ¿Con esto ya me las puedo cachar?,
dijo ni bien las vio.
Las gemelas
ya habían estudiado al Profe. Habían concluido que era un bruto redomado. Entonces,
decidieron embaucarlo.
Mira,
chamo, no aceptamos oro, pero haremos una excepción contigo. Te vamos a aceptar
esta moneda, pero igual te faltarían quince soles para completar nuestra tarifa.
Pucha, ña,
ña, ña, se lamentó el Profe. Ya
regreso, chicas. No se vayan a ir con otro, ah. Vuelvo al toque.
Las gemelas
pusieron pies en polvorosa. Puti había regalado una onza de oro, que equivalía
a más de tres mil dólares, por no saber en qué mundo vivía.
Puti se
acercó al Pipo, que esperaba dentro de su auto pacíficamente estacionado en uno
de los lados de un parquecito detrás de la calle Alfredo Mendiola. El Conero
había tirado el asiento del piloto para atrás y medio que se dejaba tentar por
la duermevela. Ni bien se percató de la presencia del Puti, dijo: Ya vámonos,
Profe, ya se me quitaron las ganas de tirar. Tengo sueño. Vámonos a mi hotel,
mejor.
No, Pipo, más
bien préstame quince soles.
¿Quince
soles? ¿Para qué?, dijo el Pipo, sobándose los ojos.
Es para
pagar los útiles escolares de mi sobrina, dijo Puti.
¿Qué? ¿Útiles?
¿A esta hora?, se iba despertando el Pipo.
Es algo
personal. Regálame, digo, préstame, pe.
La
conversación no recorría los cauces que el Pipo esperaba, así que se dejó de
juegos y fue al chupo: Voy a ser claro, Profe, ¿cuánto quieres por medirme
el aceite? Ya mucha huevada. Tú solo entiendes con plata, con yape.
La palabra “yape”
disparó una muletilla que Puti usaba, como diría el vate santiaguino, a treinta
minutos por segundo, durante las emisiones pedigüeñas de su programa: Un
yapecito, pe, gente.
Putamadre, continuó
Puti tras salir del trance, siempre que alguien dice esa palabra digo esa
huevada. Sí, ya, te mido el aceite por los quince soles que necesito, pero aquí
en tu auto, nomás. Ni cagando voy a ir hasta tu hotel. El plan de Puti era samaquear
un rato al Pipo y, con los quince soles ganados, regresar corriendo a por las
gemelas.
Al Pipo, el
monto le pareció una ganga.
Eres bien
barato, Profe.
Ya, huevón,
deja de hablar. Ponte en cuatro pa clavarte, ordenó Puti, y con un pie le
pisó la cabeza al Conero.
Al ver al Pipo bajarse los pantalones, dejándose pisar el cráneo y alzando el poto para que albergara el misil de Puti, César Vallejo hubiera dicho: víctimas de plata, execrable sistema, la cantidad enorme de dinero que cuesta el ser pobre...