Dejas
surcos delgados e invisibles sobre el rostro cansado del hombre que te sostiene.
Una
frente que se deja besar, tocar y acariciar por manos ajenas, manos que te
adoran.
Dices
poemas de amor: gu, gu, gu, pah, pah, pah.
Rabias
poemas de ira: buuh, burr.
Gritas
versos de dolor: awah, uuu, ñaaah.
Hablas
con exquisitez el idioma que trajiste del reino de los ángeles, en donde,
seguramente, eras la poeta por antonomasia.
Muy
pronto te corromperás y tu lengua dejará de hablar el idioma que tan bellos
versos nos regala a cualquier hora del día.
Una
sonrisa bella con la ausencia de innecesarios dientes. Una sonrisa
transparente, etérea.
Hilos
finos y transparentes que tu boca derrama cuando te alzan para que recuerdes tu vuelo, como cuando eras un angelito nefelibata.
Hilos
que esos dos seres de pelo largo que siempre te acompañan beben cuando desde
arriba los miras a través de esas dos rayitas oblicuas, arqueadas y refulgentes.
Ojos
que lo escrutan todo. Manos diminutas que lo quieren atrapar todo: el iPod
mientras el hombre feo de cabello largo lee 1984 de Orwell en él; la Tablet mientras
la mujer de cabello luengo chatea en el Facebook; la Memoria Descriptiva de la Mina
Candelaria escrita por algún ingeniero; el grueso, fantástico y tocador libro
de Bolaño: Los Detectives Salvajes.
Tus
manos están ansiosas por sentirlo todo. Chupas el borde del iPod; clavas tus
garritas en la pantalla de la Tablet; estrujas y alborotas esas letras sin
sentido que pueblan la Memoria Descriptiva; pretendes seguirles el rastro a
Belano y a Lima.
Babeas
todo y todos babean por ti.
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