Iba
a empezar esta nueva seguidilla de posts con uno sobre el hipnótico libro de John
Katzenbach “El hombre equivocado” (digo hipnótico para mí. Yo no puedo asegurar
que lo que es magnético para uno pueda serlo para otro). En fin, el post en
mención lo tengo casi preparado, y seguro lo termino luego de escribir y colgar
este. Veremos.
Así
es. Como reza el título de este post, ayer tuve la picazón, en el pene, más
ardiente y feroz que haya sufrido jamás
en mis 31 años de existencia.
Estas
picazones las he estado sufriendo desde hace unos pocos meses. Aparecen con
poca frecuencia, pero cuando lo hacen, a medida que transcurre el tiempo, se
vuelven feroces e impías. El cenit de estas comezones llegó ayer.
Luego
de copiarle a mi hermano el video del partido en el que Minas le ganó por 5
goles contra 1 al equipo de C & S, mientras caminaba por Arenales, comenzó
la molestia, incomodidad que no bajó los brazos en buena parte de mi recorrido
al paradero. El dolor era tan intenso que dejé de lado mis pudores y me rasqué
continuamente, por encima del pantalón, la zona genital. Dejó de importarme que
la gente me mirara rascándome la pinga como un enfermo. Cuánto deseaba estar a
solas para ver qué chucha pasaba ahí abajo.
Por
lo que he visto en estos días en que este dolor me asalta por temporadas, la
picazón parece concentrarse en mi prepucio (no soy circuncidado), y éste suele
enrojecerse, inflamarse ligeramente y, cuando no estoy secretando algún líquido
preseminal, se acartona, se pone medio áspero. Además, a mi glande le aparecen
manchitas rosáceas, las cuales mudan de posición y, de pronto, desaparecen,
para volver a aparecer después.
Estaba,
pues, caminando rápidamente por la avenida Wilson, buscando una farmacia en la
que atendiera un varón. No me atrevía a contarle esa particular dolencia a una
mujer. Lo siento, pero no estaba dispuesto a soportar la cara de “oye, enfermo,
sucio, sidoso, chancroso, qué te pasa”. Infructuosa búsqueda. Ninguna puta
farmacia contaba con un dependiente varón. ¿Qué pasa muchachos peruanos, por
qué no estudian Farmacia? ¿O es que las farmacias y boticas solo prefieren
contratar a mujeres? Pues, mal, muy mal. Uno prefiere contar sus problemas de
pene a su similar. Al menos, ese es mi caso.
Caminando
por Wilson, rascándome constantemente la pichula, me sobrevinieron deseos de
preguntarle a cualquier tipo, de apariencia más o menos mayor, “disculpe, señor,
¿por ventura es usted urólogo? ¿Cree que pueda darle una chequeada rápida a mi
pichula, al tiro, como dicen en Chile, al toquepala, como decimos acá, y
determinar qué puede recomendarme para aliviar lo que sea que tenga?” Pero no
tuve el valor de preguntar.
La
picazón menguó considerablemente su intensidad cuando abordé el bus a casa.
Algo más aliviado, pude sacar de mi mochila el “Poliantea”, el nuevo libro de
Marco Aurelio Denegri, y continuar con su lectura. Siempre es un placer y un
enriquecimiento del propio bagaje lingüístico la lectura de los libros del tío
Marco Aurelio.
Las
cinco cuadras de la avenida Bertello a mi casa las recorrí más tranquilo. Pero
no estaba dispuesto a que esa picazón de mierda me volviese a atacar. Ya sabía
quién me podría ayudarme a solucionar mi
pequeño problema. A una cuadra de mi casa, hay una botica regentada por dos
varones y dos mujeres. La suerte tenía que estar de mi lado. Y estuvo de mi
lado. Aunque no tanto. Hallé a los dos varones. ¡Solo ellos! Ninguna mujer a la
vista. Me libraba del roche. Tampoco había clientes. Así que ningún extraño
oiría que este parroquiano sufría de constantes picazones en la pichula. Dije “aunque
no tanto” porque había “dos” varones. Hubiera preferido que estuviera solo uno.
Era mucha huevada que dos huevones se enteraran de ese tipo de vergonzantes
situaciones personales. Pero, ni modo. No quería volver a sentir en la pichula
el encarnizamiento que acababa de sufrir.
Le
conté al dependiente, un tipo, digamos, de mi edad, de pelo recortado al rape,
de lentes y, en conjunto, de aparentar haber sido el alumno más chancón y serio
de la carrera de Farmacia; le dije, decía, que tenía una picazón constante y
muy dolorosa en el prepucio. No le mencioné que mi glande también adolecía de
la aparición anómala de las manchitas rosáceas. Lo obvié porque no era el
glande el que me jodía, sino el prepucio de mierda, ahí se centraba todo mi
dolor.
-Tómese
estás pastillas.
¿Así
de rápido?, pensé. ¿No quieres verme la pichula primero para que te crea algo
de lo que me recetas, cabrón?
-¿Pero
me quitarán la picazón definitivamente?-pregunté, desconfiado.
-Sí.
En caso de que no, llévese dos tomas. Tómelas cada doce horas.
-¿Y
a qué cree que se deba mi problema?
-Debe
ser una alergia-dijo el joven, con la seguridad que te pueda dar lucir como el
chanconcito del Instituto de Salud Loayza.
¿Alergia
a qué?, pensé. ¿A la vagina de la única mujer con la mantengo relaciones
sexuales? Además, yo me lavo la pieza todos los días. ¿A qué le puede tener
alergia mi minúsculo miembro? No pregunté nada más y me retiré.
Hoy
en la mañana, tomé la última toma. Pero he sentido la picazón, ahí, agazapada,
esperando asaltarme nuevamente en el momento menos esperado y rasgar los
pellejos de mi alma uno a uno. Sé, en mi fuero más íntimo, que esas pastillas
no eran la solución a mi problema.
Esta
semana iba a viajar a Chimbote para visitar a mi papá, mis hermanos y demás
parientes. Pero ha acaecido un pequeño inconveniente y, lamentablemente, no
podré ir. Doble “lamentablemente”. Uno, y el más importante, porque no podré
ver a mis familiares (soy un tipo muy desagradecido) y, dos, porque no podré
pedirle a mi papá que me concierte una cita con algunos de sus colegas urólogos
para que le den una chequeada a “Dani Junior” y pueda, por fin, separarme del
intenso dolor que me produce la picazón.
Pues
bien, esperaré un poco más.