Jaime
Bayly tiene el don de fotografiar, como si hiciera zoom, cada pormenor de la
naturaleza humana. Su personaje, que es él mismo, se defiende en ese medio
pantanoso, blandiendo la única arma que maneja con destreza: una sinceridad y
franqueza insólitas en una Lima en donde la hipocresía y la doble moral son los
atuendos que todo ciudadano viste diariamente de pies a cabeza.
Sobre
Bayly, ya había escrito Roberto Bolaño, uno de los más preclaros e innovadores narradores
del siglo XXI:
“Qué alivio leer a Bayly después de tantos personajes hieráticos o
patéticos que confundían realismo con dogmatismo, información con proclama. Qué
alivio la literatura de Bayly después de la cola interminable de machitos
latinoamericanos sin nada de talento, de pitucos de prosa encorsetada, de
tonantes héroes burocráticos del proletariado. Qué alivio leer a alguien que
tiene la voluntad narrativa de no esquivar casi nada.”
Cierro
el libro, satisfecho por la noticiosa y placentera lectura. Le confieso a mi
esposa mi inusitado antojo: tallarines a lo Alfredo. Es de noche y ella ve una
telenovela turca, tan de moda en estos días.
¿Te
acuerdas cuando vivíamos en San Martín y me preparabas casi todos los días esos
tallarines?, evoco.
Claro,
¿quieres?, me sorprende.
Mientras
ella se afana en la cocina, interrumpiendo, por mí, su telenovela, me doy
cuenta de que mi esposa es más feliz no siendo o no sintiéndose ya mi esposa.
Es más feliz dedicando su corazón a la persona que ama de verdad. Yo compruebo
que nada es más peligroso en una relación que empezar esa relación y, aún peor,
nimbarla con la papelería del matrimonio.
Minutos
después, disfruto de unos tallarines a lo Alfredo extraordinarios. Un vaso
helado de Coca Cola acompaña los bocados desmesurados que apuro, extasiado, gracias
al incomparable sabor de la sazón de mi esposa.
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