Éramos
tres. Preguntamos por el bus de las ocho. No habría bus. La huelga en la mina
todavía continuaba. Había empezado al día siguiente de mi regreso a Lima, el
martes pasado. Según nos dijeron, todos los ingenieros fueron devueltos a sus
lugares de residencia, hasta nuevo aviso.
Me
jode estar de para por la huelga: los días que esté holgazaneando los cobrará
la mina a cambio de mis futuros días libres.
En
dos días de frenética lectura, terminé de releer “La senda del perdedor”. Las
ironías y enseñanzas oscuras de Bukowski mejoran con el tiempo y, estoy seguro,
perdurarán en él. Luego de asimilar las líneas del maestro del malditismo, ves
la vida tal cual es: un circo. Y dejas de tomártela tan en serio.
Durante
los dos primeros días de mi estancia en esta nueva mina, hace ya más de mes y
medio, me dejé atrapar por la historia de Imre Kertész, un relato casi
autobiográfico en el cual el autor húngaro y Nobel de Literatura del 2002 da
cuenta de su experiencia como recluso en los campos de concentración y aniquilación
de Auschwitz, Buchenwald y Zeits.
Esos
primeros días sufrí uno de los peores dolores de cabeza de mi vida. El soroche
fue despiadado. Leía “Sin destino” entre siesta y siesta, en cada tregua en la
que el dolor se descuidaba de mí. En cada sueño, revivía lo que acababa de
leer, como si yo fuera el chibolo de 14 años que tuvo que ver morir y padecer a
varios de sus paisanos judíos durante su encierro.
El
quince de mayo empecé una relación con una ex enamorada. Terminamos hace unos
días. Mi pobreza económica me impedía invitarle una gaseosa. Ella había pagado
el último hotel. Gastó 150 soles. Con ese dinero yo vivo un mes.
Visité
a Dani. Pasamos una noche juntos. Recordamos viejos momentos. La volví a buscar
un par de días después. Un viernes. Nos encontramos en un recital de poesía en
la Casa de la Literatura. El recital fue lamentable. Un recinto lleno de
ayayeros. Fuimos al Queirolo. Fumamos un pucho y bebimos una chela. No había
plata para más.
Con
“La senda del perdedor” bajo el brazo, me refugié en el Nuclear Bar. Pedí una
cerveza y me ensimismé en el relato del gran Bukowski. A las dos de la mañana
del sábado, abandoné el Nuclear y me dirigí a la discoteca gay. Mismo
Hemingway, estaba dispuesto a levantarme miles y miles de experiencias. Cada novela
me exige una exhaustiva investigación de los hechos.
Retomo
el contacto con Rose. Le pido disculpas por haberme portado groseramente en el
Whatsapp. Para hacerla reír, le cuento que en la mina (obviamente a mis
espaldas) me dicen Perro Chusco. Ella ríe (o escribe jajajaja, que supongo que
es lo mismo) y todo está bien otra vez.
Mi
esposa se deprime. Me quiere fuera de su vida. Soy un impedimento para la
rehechura de su vida. Le digo que yo soy feliz si ella es feliz. Le digo que
retome la relación con su ex enamorado. Yo no me hago problemas, amor. No me
cree. Cree que soy el ser más perverso del mundo. Quizá tenga razón.
Mi
esposa odia mis libros. Me odia cuando leo o escribo. Quiere quemar mi
biblioteca, tal y cual hicieron los chilenos con la del gran Ricardo Palma.
Quiere partir la laptop y terminar de una vez por todas con mi tecleo
frenético.
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