Kathy
me escribe; yo le escribo. Se lo cuento a Rosa. Se pone celosa. Me quiere solo
para ella. Yo no puedo ya ser solo de una persona. No podría. Esas cosas
terminaron para mí a los veintitantos años. Luego descubrí esto de escribir
para destruirme.
Hace
dos días me sentí vacío. Hacía tiempo que no me sentía de ese modo. Había
pasado la noche con Rosa. Estuvimos hasta tarde bebiendo cervezas en un bar. Ella
tenía que trabajar al día siguiente. Tuvo que faltar. Le dijo a su jefe que
estaba enferma. Él compró el cuento. Yo estoy de vago. La huelga en la mina
continúa. No tenía nada que perder. Terminamos en un bar de la Plaza San
Martín. Había un borracho molesto. No paraba de joder a los pocos parroquianos
que habían ido a parar allí para beber tranquilamente. Como había leído mucho
Bukowski, me envalentoné y le lancé un derechazo cuando se acercó a nuestra
mesa. El tipo cayó de espaldas sobre la mesa contigua. Sacaron al borracho.
Rosa y yo bebimos algunas horas más.
De
rato en rato pensaba: “¿Qué mierda hago aquí? Debería estar con mi hija,
carajo. ¿Así aprovecho mis días libres? ¿Qué chucha hago bebiendo cerveza
cuando mi niña me extraña en la casa?” Rosa había pagado todas las cervezas. No
podía desairarla largándome así como así. Ella pidió un Machupicchu.
En
los momentos en los que ella iba al baño, yo aprovechaba para terminar de leer “El
loco de los balcones”. El profesor Brunelli es un idealista que ha empeñado su
vida, y la de su hija, en rescatar los balcones coloniales y republicanos de
Lima. Unas cuantas ancianas y algunos jóvenes entusiastas conforman su séquito
de cruzados. Cada balcón que recupera va a parar al cementerio de los balcones,
que no es más que el corralón, en La Victoria, que también es vivienda de
Brunelli. Estamos en la Lima de los cincuenta del siglo pasado. Los sueños del
profesor Aldo Brunelli, amante de los balcones, terminarán estrellándose contra
el pragmatismo de sus conciudadanos.
Brunelli
monologa y dice:
“Anticuada,
pintoresca, multicolor, promiscua, excéntrica, miserable, suntuosa, pestilente.
Así eres, putanilla. Mi mujer no podía entender que tú y yo fuéramos novios.
Ileana tampoco, por lo visto. Pero a ti y a mí nos daba lo mismo que ellas no
lo entendieran ¿cierto? Nos hemos llevado bien.”
Cierto,
muy cierto.
Todavía
sigo esperando. Cada día espero algo más. Hasta hace poco solo esperaba la
respuesta de la visa de trabajo. Ahora también espero a que me llamen de la
mina, que me digan que la huelga ha terminado.
Queda
leer y seguir escribiendo.
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