Existen en todo hombre, y a todas horas, dos
postulaciones simultáneas: una hacia Dios y otra hacia Satán. La invocación a
Dios, o espiritualidad, es un deseo de ascender de grado; la de Satán, o animalidad,
es un gozo de rebajarse.
Charles Baudelaire – Mi corazón al desnudo
Lady: ¿Estás más tranquila, Miriam?
Miriam:
Sí, Lady, gracias.
Lady: Bien; cuéntanos tu historia, por favor.
Los
camarógrafos del set, los rostros hastiados e impacientes, aguardan detrás de
sus máquinas, fijas ya en los puntos que deben captar las lágrimas vendedoras
de la víctima de turno y las tetas gordas y desproporcionadas de la conductora
del programa. La atmósfera desangelada del estudio exacerba el combate de
emociones internas que se libra cruentamente en el alma de Miriam Lozano, quien
fracasa al tratar de doblegar las memorias que aún la aterran.
¿Estás mejor? ¿Estás segura?, le pregunta Lady, poniéndole una mano
en el hombro al verle la cabeza gacha y el semblante contrito.
A
Miriam se le tuerce la boca, se le agujerea el mentón e hilos de lágrimas se
desmadejan cuesta abajo por sus mejillas. Lágrimas de la injuria no olvidada. Lady
le pide un vaso de agua a la producción. Miriam lo bebe. Lady le alcanza un
pañuelo. Miriam se seca las lágrimas y no puede evitar arruinarse el maquillaje
barato que le pusieron en vestuarios. Al fin, se calma. Concentra la mirada en
un punto del espacio y procura encadenar las todavía frescas y dolorosas
emociones que se suceden, veloces y punzantes, en su mente.
Lady: Te escuchamos cuando quieras, Miriam; iremos
a tu ritmo.
***
Verano.
Lima. Siete de la mañana. Miriam sale del ascensor ya vestida para el trabajo.
Se despide de Juanito Pacori, portero del edificio. Que tenga buen día, señorita, dice Juanito cuando le abre la puerta
de vidrio.
Miriam
camina media cuadra hasta el paradero e inicia la pesca de un taxi. Un pequeño
auto blanco se detiene a su lado. Ella le comunica el destino al conductor
quien, luego de efectuar un rápido cálculo mental, le propone una cantidad de
dinero a cambio del servicio. Ella se percata de que el monto está algo debajo
de lo que suele pagar, así que ingresa en el vehículo. El conductor es
agradable. A pesar de no haber forzado ningún tipo de conversación o conexión, como
hacen muchos taxistas desubicados, Miriam se siente en plena confianza con el
conductor, cuya presencia, rostro, gestos, o sabe Dios qué, le transmiten paz. Miriam,
quien suele hablar poco o nada con taxistas, se halla gratamente sorprendida
por la natural afinidad que le provoca el tipo. Se sorprende aún más cuando se
oye a sí misma proponiéndole un trato: ¿Le
gustaría pasar por mí todos los días, a las siete, para que me deje en el
trabajo? Le pagaré lo que hemos acordado hoy reunido todo en una cantidad
mensual. ¿Le interesa? Los ojos amables del hombre aceptan.
Al
cabo de una semana, él ya es su mejor amigo, el depositario de todas sus
cuitas, el venero de los consejos más sabios, el madero del cual aferrarse. Al
mes, se dan el primer beso; el escenario, aquel mismo taxi en el que todo había
principiado. Fue un beso con sabor a anticuchos. Él la había llevado al
callejoncito criollo del Estadio Nacional. Le invitó los anticuchos más ricos que vas a probar en tu vida. Y así fue;
estuvieron deliciosos. Pero estuvo todavía más delicioso el fragor cutáneo que
sostuvieron en el departamento de ella porque, sí, ya existía la confianza y
cariño necesarios para comprometerse en tamaña intimidad. El día nuevo la
sorprende con ese hombre peludo, guapo a su estilo, llevándole unos huevos
revueltos y un juguito de naranja a la camita. ¡Hermoso! Siempre recordará que
ese detalle terminó por rendirla ahí y para siempre.
La
convivencia que nació en ese desayuno continuó tan sublime durante un tiempo
más hasta que ella le descubrió, accidentalmente por supuesto, otra mujer.
Una
lucecita titilaba en la pantalla del celular que él había dejado sobre la
mesita de vidrio de la cocina. Ninguno de los dos husmeaba en las intimidades del
otro, así que, del modo más normal, mientras él se duchaba, a ella se le
ocurrió acercarle el celular al baño para que lo revisara tan pronto se
desocupase. A lo mejor, alguno de sus clientes (generalmente jóvenes
oficinistas que le pedían aventones de última hora al aeropuerto) le había
dejado un mensaje importante.
Osito, te dejo el celu aquí; parece que te
han dejado un mensaje.
Él no
escuchó; la bulla del agua estaba al tope. En lo que Miriam buscó algún
resquicio donde posar el celular, este alojó una llamada. Fue inevitable y
accidental que ella viese en la pantalla del aparato el rostro de una mujer;
una mujer que ella, recordó, ya había visto hacía unos días conversando algo
acaloradamente con su novio, como si le estuviese reclamando por algún asunto.
Aquella vez, cuando él regresó al departamento, ella no le preguntó nada sobre
esa mujer y sobre la aparente discusión que atestiguó; pero ahora, a la luz de
este nuevo hecho, era claro que existía una relación más que sospechosa.
Se
fijó en el nombre de la llamada: “Desconocido”. Sí, el número estaba grabado
como “Desconocido”, pero tenía ahí la fotazo. Qué imbécil; ni siquiera sabe engañarme o no le interesa encubrirse en
lo más mínimo creyendo que nunca me daré cuenta.
¿Me espiabas, amor?, dice
él pícaramente al abrir la puerta del baño. No,
nada, dice ella, todavía azorada por lo que el celular le ha revelado. Él
se fija en el aparato aún vibrante en la mano de su novia y en la foto cuyo
nombre es “Desconocido”. Dame el celular,
dice él, seca y bruscamente. Se lo arrancha y vuelve a encerrarse en el baño.
Ella se queda huérfana de convicciones y afiebrada de dudas. Camina hacia la
sala y se sienta en el sofá de cuero.
Lo mejor era desentenderse, Lady; así que
me metí en mis cosas, como siempre. Ese día tenía una diligencia por continuar
en la oficina. Yo era la encargada de una gestión que le significaría mucho
dinero a la empresa para la que trabajo. No era cualquier persona, Lady; he
llegado, y a mi corta edad, muy arriba en el esquema corporativo de la
compañía. Toda mi vida la dediqué a ese objetivo y no le di concesión alguna a
las cosas del amor. Por eso, cuando él apareció en mi vida, sentí que se me
recompensaba por una carrera de éxitos y triunfos, y que el destino me decía “es
hora de que pienses en tu corazón”.
Regresé al departamento a eso de las ocho
de la noche. Había tenido un día tan bueno en la oficina que olvidé por
completo el asunto del celular y la mujer de la mañana. Hasta llevaba conmigo
unos makitos para compartirlos con él, para acompañarlos con uno de los vinitos
blancos que tenía en la refri. Pero, ¿con qué me encuentro nada más abrir la
puerta del departamento, Lady? Con el señor bien sentado en mi
propia sala con la tipa esa. ¿Puedes creerlo? Los vi y me quedé helada. Empecé
a temblar. Él estaba fumándose un cigarro, algo que nunca había hecho antes; y
ella, bien vestida, incluso bien ajustada, bien provocadora, sentada en mi
sillón. Me miraron ambos. Ella lo miró a él; seguro esperando que nos
presentara. Pero él no hizo nada. Retomó su conversación y me ignoró por
completo, como si fuese el perro que acababa de llegar de la calle.
Dejé mi bolso sobre la mesa. Le iba a
hacer un escándalo que nunca olvidaría. Qué se había creído para tratarme de
esa manera, para ignorarme. Dejé el bolso sobre la mesa. Prácticamente, lo
tiré. La mujer todavía me miraba de reojo, alarmada por mi semblante. Cuando
tiré el bolso, ella saltó del sillón y buscó en él algo de seguridad, pero no
halló nada. Como si con él no fuera la cosa, siguió bien sentado en mi sofá.
Fue impresionante. Yo no sé cómo el vecino de arriba no se enteró, porque mi
indignación creció y traspasó el techo del departamento. Así que me acerqué a
él, no a ella, porque se notaba que ella se daba cuenta del contexto que
estábamos viviendo; o sea, ¡por Dios, carajo, era mi casa, mi departamento, mi
sala!
Mesura, por favor, Miriam. Yo entiendo tu
frustración, pero, por favor, no usemos palabras fuertes,
interviene Lady.
Discúlpame, Lady, pero es la indignación
que vuelvo a sentir, se excusa Miriam. Toma un poco de aire y
continúa su recuento. Entonces, me acerco
a él, me pongo en frente de él, y le digo, le reclamo “¿qué te pasa? ¿Por qué
metes a esta mujer a mi casa? ¿Quién te has creído para faltarme el respeto en
mi propia casa? Lárgate. No quiero verte más. Todo esto fue un error. Me
equivoqué al abrirte las puertas de mi casa. Lárgate”.
Pero ¿sabes lo que hizo, Lady?, los
ojos de Miriam tiemblan, empiezan a deshacerse en llanto. Con mucho esfuerzo,
se contesta a sí misma. Se levantó del
sofá y, con todas sus fuerzas, me lanzó un puñetazo en plena cara. Sentí como
si me hubieran pegado con un fierro. Caí al suelo tan adolorida como asombrada
que estaba.
¿Y esa otra mujer no hizo nada por
defender a una hermana de género a la que un bruto acababa de golpear?, se
indigna Lady.
Se quedó helada, Lady; como yo al principio.
Él le dijo algo así como “es todo lo que tenía que decirte” y le dijo que se
fuera, que él se encargaba de solucionar lo que acababa de ver.
¿Y se fue?, dice
Lady.
Sí, se fue. Yo seguía todavía en el piso.
Lloraba de rabia. Nunca nadie me había pegado. El dolor que sentía en la cara
lo sentía también en el alma, en el orgullo. Mis padres no me habían criado
para terminar así. Sentí que los estaba defraudando.
Lady,
a quien no le importa lo que los padres de Miriam sientan, reencarrila a su
invitada hacia la escena violenta: Pero,
¿por qué actuó así esa bestia? No entendemos bien la historia.
Yo tampoco entendía por qué reaccionó así.
Ni siquiera ahora lo entiendo. De pronto, empezó a actuar así y a golpearme.
Pero luego comprendí algo. Era una venganza.
¿Venganza? ¿Cómo así? ¿Él se estaba
vengando de ti? ¿Qué le habías hecho? Tú no le habías hecho nada; al contrario,
por lo que nos estás contando, siempre le diste tu confianza.
Sí, siempre se la di, por eso había
empezado a vivir en mi departamento. O sea, no se había mudado con sus cosas y
eso, pero si lo hubiera hecho, yo feliz.
¿Te dijo algo más?,
azuza Lady.
Empezó a gritarme. Se levantó del sofá y
me dijo que no volvería a verme más, que lo nuestro había sido un error y que,
por si acaso, la chica que se acababa de ir no había tenido que ver en nada de
lo que estaba pasando.
Continúa, por favor, le
pide Lady.
Yo le grité que, entonces, por qué me
había pegado.
Y, ¿qué te dijo?,
demanda Lady, quien sabe que debe levantar las bajísimas cifras de sintonía que
tienen al programa al borde del desahucio.
“Porque te lo merecías” fue todo lo que me
dijo, Lady. Dio unas vueltas por la sala y luego se marchó. No tiró la puerta
ni nada. Solo la abrió y se fue. Yo
tenía, como comprenderás, muchas preguntas sin respuestas dándome vueltas por
la cabeza. Me quedé dormida en el suelo de tanto llorar y porque no tenía
fuerzas ni para levantarme y acostarme en el sofá.
¿Volviste a ver a ese hombre?,
pregunta Lady.
No, Lady, no lo volví a ver; ni se
apareció por mi departamento ni mucho menos yo lo volví a buscar o llamar. Él
tampoco me llamó ni intentó comunicarse conmigo. Incluso, bloqueé su número. O
sea que si intentó llamarme no lo sé. Pudo haberme llamado desde otro número,
pero no sé, no sé si me llamó. Quise cambiar de número de celular, pero no lo
hice. Tenía miedo incluso de hacer ese tipo de gestiones.
¿Cómo hacías para ir a tu trabajo?
Me moría de miedo, Lady. Lo que hacía era
pedir un taxi por aplicativo, y no bajaba hasta no haber recibido la
confirmación exacta de que el vehículo me esperaba afuera de mi departamento.
El señor del edificio…,
intenta recordar Lady.
¿El señor Juanito?
Sí, él; ¿le habías contado sobre lo que te
había pasado como para que estuviera prevenido si te volvían a buscar?
No, Lady, tenía miedo y vergüenza. Pero
creo que él nos había visto cariñosos, tú sabes, como una pareja, y supongo que
algo habrá sospechado cuando empezó a verme sola y como temerosa. Nunca me
preguntó nada ni nunca le confirmé nada tampoco.
Entonces, ¿cuánto tiempo estuviste,
digámoslo así, sin saber nada de él?, dice Lady.
Casi un mes, Lady.
O sea, ¿no tenías la más mínima idea de lo
que se te venía?, pregunta la conductora.
No, Lady; pero sí, como en el resto de
días, tenía malos presentimientos. Yo ya no era la misma. Vivía asustada.
Ok, entonces, ese día… ¿Qué día era?
Un martes, Lady,
responde Miriam.
Entonces, ese martes saliste del edificio
pensando o sospechando que algo no estaba bien,
afirma Lady.
Así es, Lady, como todos los días desde
que se portó como un salvaje conmigo. Miriam se quiebra, pero
pronto se adueña de sus sentidos y, sobre todo, del abultado caudal de lágrimas
que aguarda la señal convenida para desbandarse cuesta abajo. Discúlpame, por favor.
No, yo entiendo tu dolor, Miriam, dice
Lady, cuando en realidad no entiende nada, porque lo que quiere es terminar
cuanto antes la grabación para comprar unos vestidos que ha visto en oferta en
el centro comercial que le queda a pocas cuadras de la mansión que se compró
con el dinero de cinco años en televisión.
Miriam
expulsa un suspiro largo y retoma el hilo de su recuento: Ese martes salgo del edificio y lo primero que veo enfrente es el auto
de ese desgraciado, bien estacionado al pie de la vereda. A mí se me congeló la
sangre. No sabía si correr o gritar o llamar a la policía o morirme ahí mismo.
Te juro que recuerdo eso y se me congela la sangre.
¿Y el taxi que habías pedido?
Sí, estaba adelante del auto del maldito
ese.
¿Y qué hiciste?,
pregunta Lady con esa voz chillona que le sale cuando su sorpresa o indignación
son elevadas.
Lo único que se me ocurrió fue meterme
rapidito al taxi, sin mirar a ningún otro lado. Empecé a caminar lo más rápido
que pude. En mi cabeza, solo pensaba que una vez dentro del taxi, estaría
completamente a salvo con el conductor. Cuando estuve a pocos pasos de la
puerta del taxi, el corazón y el alma me volvieron al cuerpo. Abrí la puerta y,
como te digo, sin mirar a ningún otro lado, me metí en el carro.
¿No te fijaste en el conductor, entonces?, dice
Lady.
No, yo estaba segura de que era el mismo
cuya cara aparecía en el aplicativo. Ya dentro, y sin siquiera terminar de
sentarme bien, le dije “señor, vamos rápido”.
¿Y en qué momento te diste cuenta?,
incide Lady.
Ahí mismo, cuando terminé de pedirle que
nos fuéramos rápido. Lo miro y era él, Lady, era el maldito ese bien sentado en
el lugar del chofer del taxi, cogido del timón como si nada malo ocurriese, mirándome
con fuego en los ojos. Otra vez, me quedé helada, sin saber qué hacer. Se
le entrecorta la voz a Miriam y calla.
¡Por Dios, qué horror!,
exclama Lady, y le pide otro vaso de agua a la producción.
***
Me
quedaron unos ahorros y decidí invertirlos en comprarme un carrito de tercera.
Sabía que algo bueno habría en internet. Algo bueno y barato. Mis ahorros
rondaban los tres mil dólares. Mucho tiempo de trabajo me costó juntarlos.
Hallé un buen auto, a mi alcance, y lo compré. Gracias a Dios pude disponer de
sus papeles en poquísimo tiempo y sin problemas. Me afilié entonces a uno de
esos aplicativos de taxi. Tengo que reconocer que me fue muy bien. La primera
semana hice algo de seiscientos soles, o lo que son doscientos dólares. Mi mamá
(vivía yo con ella en un pequeño departamentito alquilado, en Lince) me dijo
que Dios sabía por qué hacía las cosas. Cuando lo dijo la primera vez, cuando
me botaron del trabajo en el supermercado, la maldije por dentro. Era de esas
sentencias que la gente vieja repetía como papagayo, y me enervaba que mi
mamita fuese parte de esa caterva de brujas chismosas. Pero cuando me lo volvió
a decir, luego de que le conté lo bien que me iba con el taxi, me arrepentí de
haberle deseado en secreto que se cayera de espaldas y se rompiera la cabeza.
Tenía razón. No volveré a dudar de mi inquebrantable fe: Dios sabe por qué hace
las cosas.
Yo
trabajé en un supermercado. Estaba convencido de que a base de disciplina y
muchísimo esfuerzo lograría llegar a ser jefe de piso. Empecé como cajero. A
las dos semanas, gracias a que cuadraba mis cajas perfecta y rápidamente, e
incluso instruía a los compañeros más lentos, ya que me conocía al dedillo
todos los protocolos del cargo, me ascendieron a supervisor de cajeros. Pero
ahí me estanqué. Yo no lo sabía, tan entusiasmado que estaba por el trabajo
bien hecho, pero ya me había ganado las antipatías de todos mis compañeros y de
mi exjefe; sobre todo de este último, ya que, con mi ascenso a supervisor de
cajeros, sin quererlo yo, le arrebaté el puesto y lo descendí a ser mi
subordinado. Fue él quien, en clara venganza, me grabó masturbándome en uno de
los baños del supermercado. El cuento de que alguien se masturbaba todos los
días allí, a la hora del almuerzo, ya andaba en boca de todos. Supongo que
algunos se dieron cuenta por el par de gemidos que se me escaparon alguna vez
en el momento de la eyaculación.
Yo no
le veo nada de malo a masturbarse. Es algo muy natural y, sobre todo,
necesario. Es como una limpieza de esa carga sexual negativa que se acumula en
las personas que viven con una misma mujer o que, como yo, no tienen mujer. Yo
no tengo una, pero controlo los diabólicos impulsos sexuales gracias a que me
desahogo con la masturbación. Y, en esos días, me desahogaba aprovechando mi
hora del almuerzo. Para eso siempre fui muy respetuoso. No tomaba mis horas de
trabajo, solo las de descanso. Comía en cuarenta y cinco minutos y los últimos
quince los empleaba en masturbarme.
Y,
como le cuento, estoy seguro de que mi exjefe me grabó. Era el único que, luego
supe, me odiaba por sobre todas las cosas. Entonces, cierto día me envían al
teléfono el vídeo mío masturbándome con un mensaje: “o renuncias o esto se hace
público”. Me había esforzado y aplicado un montón para ascender en tan corto
tiempo y así lo pagué. La envidia de otros me tumbó. Y ese día regresé llorando
a casa. Quise ocultarle las lágrimas a mi madre, pero me fue imposible.
Finalmente, le conté lo de mi trabajo; no sobre lo del vídeo masturbatorio,
pero sí que por un error que cometí me habían despedido. Tranquilo, hijito, me consoló, las
cosas pasan por algo. Vas a ver que si Dios te puso en esta posición es porque
te tiene reservadas cosas mejores. Ese fin de semana que le cuento, con el
dinero que había hecho taxeando, definitivamente le di la razón a mi madre. Si
así me había ido en la primera semana, cómo me iría en las próximas. Las
esperanzas estaban en su punto más alto. Aquel fin de semana que descansé,
saqué a mi madre a comer a la calle. Le dije que pidiera lo que quisiese.
Hicimos un brindis y me prometí hacer el doble de lo que hice esa semana. Se me
ocurrió afiliarme a otro aplicativo. Nada me detendría. Como dicen por ahí: a
más llamadas, más opciones de ganar. Dicho y hecho, el lunes hice el triple de
lo que había hecho el lunes anterior, pero terminé agotadísimo. Llegué a casa y
caí rendido. Sin embargo, el martes desperté genial. La buena faena del día
anterior era el perfecto estímulo para levantar los ánimos de cualquiera. A las
cinco de la mañana, ya estuve listo y preparando el desayuno. Tomamos cafecito,
leche, uy, una mesa bien pero bien completa, como hacía tiempo o nunca la
habíamos disfrutado. Ni bien hube terminado de recoger los servicios y
lavarlos, me metí al carrito y me fui hacia las zonas más pudientes de la
ciudad. Allí era donde estaba el dinero. Al poco rato, me cae mi primer cliente
y, justo, del nuevo aplicativo. Estaba muy cerca así que no iba a tardar en
acercarme a recogerla. Se trataba de una mujer, según la información del
aplicativo. En un barrio tan civilizado como San Isidro, jamás me iba a
imaginar que las cosas se pondrían tan feas en cuestión de segundos. Estaciono
el auto en la puerta del edificio de donde recibí la solicitud y, sin
esperármelo por completo, me encañonan con una pistola por detrás de la cabeza.
No tuve tiempo de verle la cara a quien me apuntaba, porque todo fue muy rápido
y muy violento. El tipo me dijo ¿quieres
morirte? Le dije que por supuesto que no. Yo para estas cosas sé guardar la
calma. Si uno le sigue la corriente a ese tipo de personas, ladrones,
secuestradores, siempre hay la posibilidad de salir victorioso del trance.
Entonces, me dice que le obedezca en todo; la clásica: si haces lo que te digo, todo saldrá bien. Enseguida, me ata las
manos por detrás con esas correítas plásticas que se usan para amarrar cables.
También, me puso un trapo en la boca, y lo aseguró con un pedazo de cinta de
embalar. Luego hizo que me tirara en el suelo del auto, en la parte de atrás.
Me dijo que, si hacía un ruido o algo mínimo, me volaba la cabeza. Así estuve
un rato, no mucho, hasta que alguien entró al auto. Por la voz, era una mujer;
obvio, mi clienta. Dijo algo así como que vamos rápido, creyendo que el chofer
era yo. Y, cuando, al parecer, se dio cuenta de que el chofer era este hombre
armado, se escuchó como un susto ahogado. Seguramente, vio la pistola y no le
quedó otra que permanecer callada, así como yo. Claro que yo estaba callado,
pero no estaba quieto. Casualidades de la vida; un tiempo fui mago. Trabajé de
mago en varias fiestas infantiles. Lamentablemente, los shows no eran muy
seguidos y tampoco bien pagados. A los niños de ahora ya no les interesa la
magia. Prefieren bailar perreo. Como decía, era mago. Soy mago. Una vez que
dominas los trucos de la mano, jamás los pierdes. Mi fuerte era, y es, el
escapismo; y las correítas negras con las que me había neutralizado eran mi
especialidad. La mayoría de magos, en el escapismo, nos iniciamos con esas
correítas.
***
Lady
conversa con su coordinador. ¿Está el
chico en el estudio? Le responden que sí. Lady lee las tarjetas en las que
el productor le ha pauteado y descrito brevemente las secuencias del programa.
Lady no puede creer lo que lee. ¿En serio
hizo esta cochinada ese joven? El coordinador le dice que sí y el asistente
del productor le va indicando que la tanda comercial, que ha durado poco, ya
desde buen tiempo atrás, terminará en veinte segundos. Inicia la cuenta
regresiva. Lady ordena sus tarjetas y se mira en los monitores de las cámaras.
Se acomoda el vestido, también el pelo. Al mismo tiempo que recuerda que debe
hacer algo con la desproporción en sus tetas (la derecha más grande que la
izquierda), no deja de pensar en que dentro de poquísimo conocerá al joven
héroe del caso que fue capaz de la peor bajeza en el mundo: matar a gente
inocente.
***
Mamita, ¿has visto mis medias blancas de
la otra vez?, pregunta Pato.
En el colgador de la cocina, dice
su mamá, que cose unas medias sentada en el sillón de la sala, enfrentando al
televisor que desarrolla las noticias vespertinas. Ya deben de estar secas, hijito; póntelas, no más.
Pato
va a la cocina y sí, ahí están las medias; las toma y regresa al cuarto para
terminar de vestirse. Al poco rato, sale luciendo una camisa blanca y unos
jeans negros.
¿Adónde vas, hijito?
Pato se
acerca y le da un tierno beso en la frente a su madre, mientras ella, con
murmullos, le da su bendición y le mete en el bolsillo de la camisa una de las
decenas de estampitas de El Señor De Los Milagros que guarda en su costurero.
Me voy a ver con un amigo, madrecita. Va a
ser algo rápido. Estoy de vuelta en menos de tres horitas.
Ve con cuidado, papito, se
despide la mamá.
No te preocupes, madrecita; más bien,
cuídate tú, por favor. No vayas a hacer nada peligroso, como subirte a una
silla; no quiero que te pase nada malo.
La
madre le asegura que permanecerá cociendo y luego tejiendo mientras ve las
noticias y luego su telenovela, pero que él le asegure que antes de tres horas
estará de vuelta con ella. Me siento vacía
sin ti, papito.
¿Y cómo haces cuando estoy en el
supermercado casi todo el día?, pregunta Pato, divertido,
enternecido por las marrullerías de su madre.
Pues me encomiendo a Diosito y le pido por
ti para que no te pase nada malo y te dé muchos éxitos, dice
la mamá, quien vuelve a recibir un beso de su hijo en la frente.
No te preocupes, mami, yo siempre cumplo
mi palabra; en menos de tres horas estoy de vuelta.
Un bus
lo lleva a su destino. El viaje ha durado media hora. Está en la cuadra veinte
de Lince, según se indicaba en la sección de avisos personales de un periódico
de la ciudad. En una esquina de la calle, a buen resguardo de posibles rateros
y de la gente curiosa, hace una llamada. ¿Aló?
¿Tania? Sí, este, vi tu aviso, este, en el periódico, y, este, da la casualidad
de que estoy, este, cerca. Es más, este, ya estoy en la cuadra veinte de Lince.
Este, ¿dónde te puedo ubicar? Recibe la dirección exacta. Gracias, Tania, este, ya voy para allá
entonces. Llega a la puerta de un departamento destartalado. Hay una serie
de botones o timbres pegados al lado de la entrada. Antes de tocar el que le
indicó Tania, reza la plegaria que él mismo elaboró -con profunda fe en Cristo
y sus dogmas- para este tipo de cruzadas. Terminada la oración, se persigna y
presiona el timbre indicado.
Una
voz metálica le dice ¿sí?
Debe de ser el caficho,
piensa. Quedé con Tania, responde. Este, me dijo que, este, que suba.
Tras
unos eternos segundos, suena un bip y la puerta se abre. Entra y sube por unas
escaleras hasta el departamento que Tania le indicó en el tercer piso. Pato se
acerca a la puerta y le da un par de golpecitos. Una mujer de enormes senos
descubiertos le abre.
¿Tania? Ese par de tetas era
una hermosura. Pato tiembla.
Sí, amor, justo me acabo de desocupar.
Pasa, toma asiento. Espérame solo un ratito. Voy a darme un baño rapidito.
Pato
observa el lugar: un recibidor, una tele, una refri mediana, sillas simples,
una mesa al fondo cerca de una ventana con cortinas verdes. Adelante de la
mesa, una puerta semiabierta. Escucha el ruido del agua de la ducha. Un hombre,
ni apurado ni bien vestido, sale de un pasillo, cruza la sala y se interna por
donde desapareció Tania. Pato deja pasar unos segundos y ve hacia donde fue el
tipo. Da unos pasos y escucha con más fuerza el ruido de la ducha. Ahí está el baño, piensa Pato. Enfrente
del baño, hay un pasillo que parece dar hacia más cuartos. Más putas, piensa Pato. Tendré
que regresar, resuelve, algo molesto. La
santa misión nunca termina, se persigna. El agua deja de vociferar en la
ducha. Tania abandonará el baño en cualquier momento. Cual gato, de un par de
zancadas, aterriza en su silla. Pone sus manos en las rodillas, que las tiene
juntas, y espera. Oye abrirse la puerta del baño. Tania entra en la sala y le
dice vamos, amor. Está desnuda. Tiene
una toalla en la mano. Su piel va salpicada de gotas que refulgen con la luz
del foco de la sala. Qué rica es, piensa Pato. Es la puta más rica que he visto en mi vida.
Con esta perra, voy a mandar a muchísimos
pecadores al infierno; es un imán de pecadores, piensa. La pinga se le ha
parado. Es raro. Ha estado con tantas putas y ninguna le ha estimulado una
erección tan pronta. Pato deja la silla de madera y sigue a Tania. Cuando ambos
están dentro del cuarto, ella cierra la puerta. Amor, son cien soles la media hora. Claro, dice Pato, y le entrega el billete. ¿Por quién vas a votar?, pregunta Tania mientras finaliza el secado
completo de su cuerpo. No sé, dice
Pato, por quién me recomiendas. Por
la prontitud de la respuesta, Tania ya tiene tomada su decisión: por la chica trans. Solo por fregar voy a votar por ella. Este país merece desaparecer de
una vez. Medio incómodo con el estúpido pensamiento político de Tania, Pato
cambia de tema. El aviso dice que haces
de todo sin costo extra. Sí, dice
Tania; ¿qué quieres hacer? No quiero usar condón. Ah, no, amor, acá todo es con condón, menos
las chupadas. Te chupo sin condón si quieres. Bueno, pues, acepta Pato y sus ropas van acumulándose rápidamente
al pie de la cama. Ya desnudo, y como si le hubieran dicho que el mundo va a
desaparecer en un segundo, se lanza desesperadamente sobre las tetas de Tania y
empieza a lamerlas y chuparlas sin compasión, saboreando esos pezones
gruesitos, haciendo círculos con su lengua. Tania, que conoce su negocio,
comienza a gemir. Mientras le van chupando las tetas, sus manos se apoderan del
falo de Pato y se lo empieza a correr. Entonces, empieza una chupada brava.
Pato se recuesta sobre la cama y deja que Tania continúe con su emprendimiento.
No, piensa luego de un rato, no debo disfrutar de esto. Estoy pecando. No
estoy cumpliendo con la misión que Papa Lindo me ha encomendado. Tengo que
acabar con los impíos, con los inmorales. Con delicadeza, pero con firmeza,
Pato aparta la cabeza de Tania de la pinga enhiesta y jugosa. Te doy doscientos más si dejas que te la
meta sin condón. Tania parece molestarse. Es que me excitas mucho, argumenta Pato. ¿Doscientos más? Tania mira de cuerpo entero a Pato, como si recién
se fijase en él con atención. Te ves
sano. Estás sano, ¿no? Sanazo,
dice Pato; mírame bien, mira mis abdominales, mis cocos. Tania
parece que dará su brazo a torcer. Ya,
pero no vayas a comentarlo por ahí, ah, se asegura Tania. ¿Te la sigo chupando? No, mejor no; ya estoy listo para metértela.
Si me la sigues chupando, me voy a venir en un segundo. Yo me vengo rápido con
chicas hermosas como tú. Mejor, te la meto de una vez, dice Pato. Ok, amor, como gustes, concede Tania. Se
mete una lengüeteada en la mano y se humedece la concha. No, amor, interviene Pato, quiero
darte por el aro. Ella le sonríe: Sí
ajusto, papi. Sí, supongo que sí,
pero me gusta más por el chiquito, aclara Pato. No serás minero, ¿no?, duda Tania. No, nada que ver, yo solo tiro con mujeres; es más, tengo novia. Solo
que ella ha viajado y pues ya no aguantaba la arrechura. Yo no tiro con cabros.
Esos animales deben de tener todas las enfermedades del mundo. Tania se
pone de perrito sobre la cama. Tuvo que pasarse la mano ensalivada por el ano.
Pato escupe su pene y con su mano humedece toda la longitud. De pronto, se la
mete. Excelente puntería.
***
¿Conociste a tu salvador, Miriam?, dice
Lady.
Sí, dice Miriam, lo conocí ese mismo día que me rescató de la
bestia de mi ex novio, cuando, ya más calmados, estuvimos en la comisaría de
San Isidro. Le agradecí mucho el haberme salvado y haber sido muy valiente por
haberse enfrentado con un hombre armado.
¿Luego de eso volviste a verlo?, dice
Lady.
No, ya no. Pero recuerdo que en todo
momento fue un caballero, muy noble, muy atento. Me dejó su número de celular
para que lo llamase si necesitaba algo. Muy atento el chico, para qué.
¿Te gustaría volver a verlo? ¿Agradecerle
otra vez quizá?, dice Lady.
Claro, dice Miriam con
entusiasmo, sí, cómo no. Nunca me cansaré
de agradecerle. Gracias a él el maldito ese ya está preso y encerrado como debe
ser.
Muy bien, tenemos en el estudio al héroe
que acabó con la pesadilla de Miriam. Que pase, por favor.
Un
tipo atlético, vestido con camisa y pantalón, entra en el estudio. Saluda de
lejos a Lady y a Miriam y toma asiento donde le indica el fortachón que lo ha
escoltado.
Miriam, ahí tienes a tu héroe, quien,
según mi equipo de investigación, además de ser un héroe para ciertas personas
es también la pesadilla mortal de muchas mujeres en esta ciudad. Quien parece
ser un chico devoto, buen vecino y mejor hijo, dice Lady elevando la
voz, no es más que un asesino, sí, un
asesino, un psicópata. Adelante, producción, con el reportaje.
Miriam
y el joven invitado están sorprendidos por las oscuras palabras de la
anfitriona del programa.
El
vídeo con la investigación empieza a rodar y todos en el set pueden oír y ver
el contenido. Se supone también que algunos miles de peruanos están enterándose
de la vida del héroe de San Isidro, como se le había apodado al joven que queda
impactado cuando ve y oye que su nombre
es Patricio Revoredo Sánchez, conocido como Pato en su entorno familiar,
compuesto por una piadosa madre que no tiene la más remota idea de que su único
hijo se dedica al perturbador oficio de contagiar de SIDA a centenares de
mujeres en el país, especialmente en Lima.
Pato
está confundido. No sabe qué hacer. Miriam lo mira con temor, no tanto por las
fechorías que ha perpetrado, sino porque, de repente, cree que se le puede
pegar el bicho con tan solo estar cerca de él.
¿Por qué has hecho estas cochinadas?, dice
Lady cuando termina el reportaje, acercándole el micrófono con sumo cuidado, no
vaya a ser que le pegue el SIDA con la mera aspiración de las partículas de
saliva que salgan de la boca cuando hable.
¡Contesta, oye! ¿Sabes que has desgraciado la vida de miles de personas? Eres
un asesino de lo peor; deberías de ir a la cárcel. Discúlpenme lo que voy a
decir, amigos televidentes, pero sería justo que este desgraciado se muera aquí
mismo y de una vez por enfermo, por bestia. Lady desaparece de las
pantallas, pues rodea a la cámara por detrás, para evitar un mínimo contacto
con el sidoso, y le pregunta a Miriam, ya a salvo en el lado no contaminado. ¿Qué piensas de este sujeto, Miriam?
Miriam
dice que está desilusionada, pero sobre todo asqueada por el tipo de persona
que realmente se escondía detrás de Pato. Es
igualito al desgraciado de mi ex. Yo pensaba que era un tipo encantador y
resultó siendo una basura.
Habla, pues, animal, exige
Lady. ¿Te declaras culpable de todos los
asesinatos que has cometido? Porque eso es lo que son, asesinatos. ¿Pides
perdón? ¿Te arrepientes?
Pato no responde; la lengua se la ha declarado en huelga. Estaba seguro de que Lady lo había invitado a su programa para desmenuzar los detalles de cómo se había deshecho de las ataduras que lo tuvieron arrumbado en el piso de aquel auto y de la manera casi acrobática en que había dejado fuera de combate al secuestrador. Creyó que contaría cómo puso a buen resguardo a Miriam procurando mantener, al mismo tiempo, un férreo control del vehículo. No, al parecer, nada de eso le ha importado a Lady. Se pregunta, sin embargo, cómo se han enterado de su cruzada de fe. Él siempre ha permanecido callado. No es bocón. Y las putas con las que ha estado ni enteradas de que él les pudo haber contagiado algo, porque ellas, por unos cuantos soles más, acceden a tener relaciones sin protección. Entonces, cualquier lujurioso con plata puede contagiarles sabe Dios qué otras mil cosas más. ¿Quién me ha delatado?, se pregunta Pato cuando entran dos señores de traje que se identifican como inspectores del gobierno de la presidente transexual. Venimos por la señorita Lady, dicen y la esposan. Hoy usted se va a presentar en televisión nacional, le dicen. Pero si lo acabo de hacer, protesta Lady. Suéltenme, carajo, lucha. No, señorita, usted y nueve peruanos más son parte de la décimo primera sesión de evaluación pública de lectura. Se supone que usted, como el resto de habitantes de este país, debió leer una novela el mes pasado. Se le harán preguntas sobre esa lectura. Si no pasa la evaluación, la ejecución pública es su irreversible destino, dice uno de los inspectores. Oiga, pero tengo un programa que conducir, forcejea Lady. No se preocupe, dice parsimoniosamente el otro inspector; nadie ve su programa. Desde que la gente lee, nadie lo ve. Y si lo ven, a lo mucho será un centenar de personas. Acá tengo una carta del dueño de su canal: por bajo rating, este fue su último programa. Acompáñenos. Entonces, a Pato se le ocurre quién pudo haberle delatado. Le duele en el corazón el descubrimiento, pero no le quedará más remedio que actuar. Aprovecha la confusión que reina en el set y se va. Lady, en cambio, logra percatarse de la salida de Pato y lo acusa ante las autoridades gubernamentales: Cojan a ese sidoso. Él es el que debe morir, no yo.
Dibujo por Fernando LagunaUno de
los oficiales que acompaña a los inspectores reconoce a Pato. Usted participó hace dos meses en la
evaluación de las lecturas, ¿verdad? Sí,
asiente Pato, la cabeza todavía dándole vueltas alrededor de la persona que lo
ha delatado y del castigo que le aplicará. Brillante
exposición la que hizo usted. Gracias a esa genial disertación, yo también
estoy leyendo justo ahora la novela que usted leyó para la evaluación. ¿Y ahora
qué está leyendo?, si me permite la pregunta, dice el oficial. Pato le
muestra la portada del libro que lleva entre el brazo y las costillas: La letra escarlata, de Nathaniel Hawthorne.
El oficial hace un gesto de aprobación y dice: Trata de una puta que tiene un hijo con un cura, ¿no? Pato asiente,
aunque sabe que Hester no es una prostituta, sino una sacavueltera. Bien, amigo, siga leyendo. Este país va a
cambiar cuando ya todos seamos unos grandes lectores. Mire, este programa de
Lady ya nadie lo veía y ella hacía tiempo que se venía escapando de la evaluación.
Creía que, por ser una figura de la televisión, estaba por encima de la ley.
Pero ya ve, en este gobierno, no hay cabida para la ignorancia pertinaz. Nos
vemos; que tenga un buen día.
***
Todo este tiempo en que ha castigado a los pecadores con el SIDA, ha vivido solo con su madre. Entonces, está claro quién filtró los detalles de su cruzada moral. Pato camina a casa, furioso, dispuesto a cerrar para la siempre la boca del soplón, del enemigo de los planes de Dios.
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