Se llamaba
Charlie y no le gustaba inmiscuirse con los gatos del pampón.
Encontraba
repulsivas sus costumbres, espantosos sus olores, y muy cojudos sus juegos. Verlos
devorar a los ratones mugrosos que pululaban en el lugar era un espectáculo
vomitivo: empezaban triturando las cabecitas, moliendo cada uno de sus huesitos
hasta llegar al estómago; tragando las vísceras con plena delectación.
Finalmente, comminuían la cola vértebra por vértebra. Era una odisea avistar aquella
barbárica exhibición. Afortunadamente, él, Charlie, no era un ser incivilizado.
Él había nacido y crecido en otro ambiente, en un lugar en los que la finura,
la decencia y el glamour eran el pan cotidiano.
Sin
embargo, había que venir de vez en cuando al pampón, acompañando a la mamá
Bobby.
Algo, no
obstante, le llamaba la atención en aquel paraje. No era uno de sus congéneres,
sino uno de los tantos negritos, uno muy curioso y de amplia e inmaculada
frente, que se acercaba mansamente para proveerle caricias en el lomo y unos
pedazos ahumados de carne de corazón de res que llamaba anticuchos.
¡Increíble!
En casa, las personas, todas blancas, por cierto, jamás habían probado esos
pedazos de corazón. Este negrito, qué ternura, se los prodigaba en el hociquito,
con un amor que le indicaba a Charlie que debajo de esa piel chamuscada por el
inclemente sol habitaba un alma de blancura deslumbrante. Por otro lado, estos
anticuchos sí que sabían deliciosamente.
En esta
visita, sin embargo, no se ha concretado el habitual ritual. Algo andaba mal.
Charlie no solía alejarse de su amo Bobby más de diez metros. Gonzalo,
entonces, siempre con la anuencia tácita -aunque no del todo gratuita- del gran
caballero vestido siempre de blanco, Bobby, solía acercarse a Charlie para
darle esos pedacitos de anticucho y acariciarle el mullido lomo.
El día que
encuentre muerto a mi gato te cuelgo de las bolas, solía
advertirle Bobby a Gonzalo mientras este se relacionaba con su portentosa
mascota, a quien Bobby ciertamente no llamaba mascota sino hijo. Eres el
único negro al que mi hijo le ha agarrado cariño. No vayas a traicionar su
confianza, ladino. Solo contigo mi Charlie come esas porquerías, porque en casa
definitivamente se alimenta mejor que tú, negrito futbolero.
Desde la
altura del anda desde donde Bobby miraba a sus negros esclavos arar sus
tierras, recolectar sus algodones y recoger sus uvas, y que era sostenida
firmemente en el aire por cuatro indios, continuaba diciendo: Tienes el
privilegio de que un ser, que de lejos vale más que tú, se deje acariciar por
tus manos pobretonas.
¿Dónde
estará el negrito?, pensaba Charlie, quien había sido bautizado así por
su mamá Bobby en honor a la admiración que sostenía por el rey Charles II, su
Charles favorito de entre los cuatro que rigieron Inglaterra, por haber
restaurado la monarquía luego del periodo dictatorial presidido por el
pezuñento de Cromwell.
Ya habían
pasado diez minutos desde que Bobby hubo llegado en el anda a supervisar los
trabajos en sus viñedos y algodonales, y Charlie, enroscado a su lado, se
desesperaba al no oír los movimientos vitales característicos del negrito
Gonzalo, tampoco ese olor recio que, como castigo del cielo, lo seguiría a
todas partes y derrotaría por siempre a cualquier aroma bienhechor exhalado por
el perfume más caro del mundo.
Entonces,
decidió salir a investigar. Sí, tendría que pisar aquel suelo terroso, casi
siempre enmierdado, pero debía confesar que se había hecho adicto a esos
llamados anticuchos y también, valía la pena admitirlo, a las caricias de esa
mano negra, así como a la voz bronca e inculta de Gonzalo. Encontraba, además,
curioso el parecido que sostenía con Mandela, el orangután que mamá Bobby tenía
en el zoológico de la casa. Charlie era consciente de que Mandela no le
guardaba el mismo cariño que Gonzalo sí. Es más, siempre que pasaba cerca de su
jaula, el gorila lo miraba con aviesa intención, como diciéndole si te
descuidas, te parto el cuello y te como, gato maricón.
Con cada
pisada en esa tierra baldía, sentía un poderoso asco. Mamá Bobby no se dio
cuenta de su ausencia, ya que se había quedado dormida a expensas del tibio sol
que a esa hora adormecía cabezas y vientres. Los indios permanecían de pie y
firmemente enquistados en el suelo para que el anda sobre la que descansaba mamá
Bobby no se moviera un ápice so pena de cien latigazos en la espalda. A Bobby
le encantaba disfrutar de sus siestas en la más absoluta quietud.
Charlie se aventuró
en uno de los galpones en los que, había atestiguado en alguna ocasión, los
negritos del pampón prorrumpían en alaridos ensordecedores que muchas veces lo
obligaron a tensar las orejas hacia atrás. Ahora, no provenía ningún ruido de
ahí. Ingresó por la ligera abertura de una puerta apenas cerrada. Una vez que
sus ojos se acostumbraron a la penumbra del recinto pudo ver a su negrito, sí,
a su estimado Gonzalo, arrodillado y con la cabeza gacha. Delante de él, un
tipo de tez clara, le decía algunas cosas. El sujeto, probablemente de la misma
edad de Gonzalo, hablaba con cierta dificultad, como seseando, como gagueando.
Charlie se dispuso a escuchar la conversación.
Te tengo
que castigar de algún modo, negro, dijo el gago. Te he chapado comiéndote una de las
uvas de la cosecha.
Gonzalo no
se atrevía a mirar a su amonestador. Mantenía los ojos cerrados y la actitud
suplicante de quien anhela que la situación termine pronto.
Pero, si me
permite, joven Coco, dijo Gonzalo, el amo Bobby no tiene por qué
enterarse de mi delito, sugirió.
¿Estás
insinuando que te encubra, negro? Tás bien huevón, ¿no? ¿Quieres que mi Tío
Bobby me pierda la confianza? Además, yo ya le conté, mintió Coco.
El huevón quiere ver sangre, tu sangre. Precisamente me advirtió que la ibas
a cagar y dicho y hecho. Así que tengo que darte un castigo que todo el mundo
vea y sobre todo que vea mi padrino Bobby. No quiero fallarle.
Un par de lágrimas
se desprendieron de los ojos de Gonzalo. Charlie encontró la escena
desgarradoramente triste. Dedujo que la víctima de esa situación era
precisamente su amigo Gonzalo. Algunas veces había visto a los empleados de su
mamá Bobby secretar agua por los ojos como lo estaba haciendo Gonzalo,
generalmente luego de que Bobby les decía cosas tremendamente duras o luego de
que les acomodaba fuetazos que les improntaba la piel. Charlie decidió correr
hacia Gonzalo, ayudarlo de algún modo, defenderlo.
Coco
frunció el ceño ante el avistamiento del gato que se aventaba a los brazos de
Gonzalo.
¡Oye,
guarda ahí!, exclamó Coco. Cuidado te lo vayas a tragar, negro
cojudo. Ese es el gato de mi padrino Bobby. Coco se acercó para apartar al
gato de las mugrosas manos de Gonzalo. Charlie, quien tomó ello como un primer
avance de agresión, saltó a la cara de Coco y se agarró de sus tremendas
orejas.
Coco empleó
todas sus fuerzas para sacarse al gato, pero le fue imposible; el animal había perforado
con una de sus uñas el cartílago de una de las descomunales orejas del gago.
A mi negro
no lo vas a molestar, maullaba Charlie con fiereza.
En pleno
forcejeo, el gato se dio cuenta de que el negro aún permanecía arrodillado, en
el mismo lugar donde el gago lo tenía verbalmente sometido. Le gritó, entonces,
a todo pulmón: Sal de aquí, estúpido, ¿qué no ves que no le voy a durar
mucho a este gago? Pero el negro no entendió una sola palabra de Charlie.
Lo único que oyó fueron maullidos descontrolados.
Finalmente,
Coco logró quitarse al gato, pero tuvo que desprenderse de algo: de una de sus
orejas, de aquella que había sido traspasada por una uña de Charlie.
Gato hijo
de puta, me cagaste la oreja, exclamó Coco tras arrojar a Charlie contra una de
las paredes del galpón. El animal, luego de chocar contra el muro, cayó en sus
cuatro patas y salió corriendo del lugar con la idea de solicitar la ayuda de
su mamá Bobby, el único ser humano que era capaz de descifrar sus maullidos.
Negro de
mierda, me has dejado sin oreja, conchatumadre,
lloriqueaba Coco. ¿Por qué me aventaste al gato de mi padrino? Ahora sí te
voy a sacar la reconchatumadre. Tomó un cañazo de azúcar que reposaba
cerca. Con esto te voy a marcar el poto, conchatumadre.
Gonzalo,
que había sido aleccionado muchas veces por su tío con ese mismo material y
sabía perfectamente cómo a uno le quedaba el culo tras una serie de cañazos,
huyó. Cruzó la misma puerta por la que segundos antes había salido Charlie.
Ah, cojudo,
no te me vas a escapar, gritó Coco y salió tras él, pero al llegar al
umbral, vio que Gonzalo le había sacado una ventaja que le impediría alcanzarlo
y agarrarlo a cañazos. Rápidamente, con los ojos extraviados que poseía, miró
en derredor y descubrió un pedazo de adobe macizo, resto de alguna casita que
se acababa de derrumbar. En esos parajes, las casas se caían prácticamente
solas. Bastaba un viento mediano, el zapateo de algunos morenos o el rumor de
las ruedas de los camiones algodoneros para que las casitas de aquel poblado
sojuzgado por la blancura del patrón Bobby se desintegraran, llevándose consigo
la vida de sus ocupantes.
Tomó el
adobe y chifló: Negro, espera, detente. Te voy a perdonar.
Gonzalo se detuvo.
Acezaba. Sacaba la lengua. Tantas emociones juntas en un solo día lo tenían
exhausto. Su lengua era grande, roja y venosa; salivaba como lengua de mastín
cazador.
¿Me vas a
perdonar, joven?, preguntó a la distancia, no muy confiado en la
respuesta que obtendría.
Sí,
conchatumadre, te voy a perdonar con una sola condición.
Cuál será,
joven Coco.
Que te
quedes quitecito donde estás.
Ya, dijo Gonzalo,
tratando de entender en qué consistiría el perverso pedido del gago sin oreja.
Te voy a
lanzar este adobe. Y desde esta distancia, ah. Si no te cae, te perdono y me
olvido de que mi oreja se la está tragando en estos momentos el gato de mi
padrino Bobby, dijo Coco, sopesando a sus espaldas el bloque de
adobe que arrojaría, tratando de encontrarle la mediatriz para que el
lanzamiento sea consistente y certero.
¿Y si me
cae?, se aventuró Gonzalo.
Si te cae,
te lo mereces, pues, huevón, se carcajeó el gago. Porque igual no vas a poder
escaparte, cojudo. El pueblo se termina ahícito nomás y te van a chapar los
mastines de la hacienda y te van a dejar sin huevos. Te conviene más el trato
que te estoy ofreciendo.
El negro
sopló por las narices, cual toro, resignado: Está bien. Lance su piedra.
Cuál
piedra, huevonazo. Te voy a zampar este adobazo. Es lo menos que te mereces.
Quédate quieto, negro. No te vayas a mover.
Un trecho
de quince metros los separaba.
El negro no
creía que el gago fuese a acertar el tiro. Claramente se le veía las trazas de
pastelero, de fumón, de alguien que con las justas si sabía manipular un palo
de escoba.
Malgrado,
lo que desconocía el negro era que el gago era un experto paquetero y
microcomercializador de drogas en los distritos apitucados de Lima, en donde
los pacos, de tamaños similares a los del adobe que sostenía el gago, eran
lanzados desde distancias de hasta veinte metros. Coco era especialista en
ejecutar esos pases. La diferencia, claro estaba, radicaba en que esos
lanzamientos tenían la característica de poseer un aterrizaje suave, de modo
que el paco pudiera ser atrapado cómodamente por el consumidor. A contrapelo de
ello, el lanzamiento del adobe debía tener un alunizaje duro, uno que procurase
el mayor desastre posible en la humanidad de Gonzalo.
Ajusta el
ojete, negro. Aquí te voy con todo, dijo Coco y lanzó el adobe apuntando a la cabeza de
su objetivo, una cabeza que ofrecía una frente amplia y lozana, libre de
imperfecciones; una maravilla de piel, la envidia de las negras del lugar por
su tersura y delicadeza.
El adobe término
fracturado y fracturando la frente de Gonzalo. Sí, exclamó Coco,
ferviente, extasiado. Te di, conchatumadre.
Al moreno,
que cayó al suelo como lo hacían las casas de ese misérrimo lugar, se le
apagaron todas las luces de la azotea.
***
Cuando el
Profe Puty oyó que Samir Galiaga dijo que no le gustaban los negros guapos,
mucho menos los feos como ese tal Profe Puty, se descontroló y gritó: ¡Conchatumaaaaaaa!
Los
seguidores de su transmisión se asustaron. El Profe había llevado sus niveles
de brutalidad hasta la pared de enfrente. Rompió el televisor de su cuarto a
punta de cabezazos. Todo ese zafarrancho era captado obscenamente por su
camarita.
La esposa
del Profe, harta de esos brotes de bestialidad pura, se había separado hacía
unos meses de él. Ahora Puty vivía en un cuartito ubicado en un miserable
distrito de los extramuros de la capital en donde compartía baño con cinco
venezolanos que no iban a tener la misma paciencia que tuvo su mujer para aguantarle
por tanto tiempo sus majaderías.
Samir,
Samir, conchatumaaa, tú tienes que ser mía para que te ponga en mi pata al
hombro, conchatumaaaa, se desgañitaba Puty.
Oe,
mamahuevo, cálmate, se oyó una gruesa voz.
El Profe
Puty, a pesar de intuir el peligro que se le cernía, era incapaz de detener su brutalidad,
una especie de instinto bestial que, lo sabía muy bien, tenía sus orígenes en
el adobazo que le zampó cierto gago desorejado que conoció cuando era un
adolescente algodonero y uvero en Chincha.
Mamahuevo, reconvino
nuevamente el venezolano que vivía en el cuarto adjunto al de Puty, si no te
callas el hocico, te meto bala, ¿oíste?
Cuando el bruto
Puty era amenazado, más terco se ponía.
Ah, ¿sí?
Ven a buscarme, pe, veneco de mierda. Acá te espero.
Ya te
cagaste, mamahuevo. Ahí te voy con todo, sentenció el venezolano.
Ahora le
van a meter huevo al Profe por bruto, escribió uno de los suscriptores de su canal en la cajita
de los comentarios de la transmisión.
***
Pero ¿qué
te pasó?, le dijo Charlie a Gonzalo en su siguiente visita al corralón. ¿Quién
te partió así la frente? Te la han desgraciado.
Gonzalo
solamente oía los maullidos de Charlie. Obviamente, por razones etológicas, el
negro era incapaz de entender lo que el gato expresaba. Se limitaba a
acariciarlo. Esta vez, no obstante, Charlie detectó que las caricias de Gonzalo
ya no eran como las de antaño, como cuando pasaba su rugosa palma por sobre su
lomo. Ahora, esas mismas manazas le palpaban las carnes. Le oía sopesar: Ña,
ña, ña, estás gordo, gatito.
¿Y por qué
pones los ojos en blanco?, continuaba maullando Charlie, esperando una
respuesta.
Miau, miau,
miau, dijo Gonzalo, como aprobando los buenos kilos de músculos que le
sentía al gato. Miau, miau, seguía maullando el negro, y Charlie, a
pesar de ser gato, sonrió, porque miau, miau, miau, en la forma en la que
el negro pronunciaba esos vocablos propios de su idioma significaba soy
cabro y me gusta la pinga con púas.
Charlie se
permitió una carcajada: Si supieras lo que estás diciendo, negro.
Ña, ña,
tranquilo, gatito, tranquilo, ven pacá, dijo Gonzalo y enroscó al animal en sus brazos.
Oye, negro,
déjame en el suelo, protestó Charlie. Tengo que irme, mintió, porque
recién acababa de llegar de visita con Bobby. Pero presentía que algo no andaba
bien. La frente partida del negro y los ojos que se le ponían en blanco cual
maleficio diabólico eran claras señales de que algo había cambiado en ese ser.
Y definitivamente el cambio no era para bien.
Suéltame,
negro, volvió a pugnar Charlie y trató de zafarse. Gonzalo dijo: Ña, ña,
ña, tranquilo, michifuz.
Oye, qué me
dices michifuz; ese es un nombre para maricones, arguyó bravíamente
Charlie.
Tranquilo,
michifuz, decía Gonzalo, los ojos en blanco, internándose en lo más desolado del
poblado, alejándose de la vista de todos. Caminaba como un homínido de los
primeros tiempos, medio encorvado y vistiendo un taparrabos. Se había pintado
una U en el pecho. Soy hincha de la U, soy hincha de la U, no como ustedes,
negros aliancistas mugrosos. Yo soy diferente, proclamaba; a mí la U me
ha escogido, me ha marcado. Y es que la frente le había quedado quebrada y
el adobazo le había impreso en ella una especie de letra U. Esto hizo que se
identificará ferozmente con el equipo de futbol peruano Universitario de Deportes,
el equipo de la gente blanca y decente como Bobby, por ejemplo, a contra pelo
de sus familiares más cercanos y más alejados, todos hermanados por la piel
morena que eran, como debía ser por naturaleza, hinchas del equipo rival, el Alianza
Lima.
Claramente,
esos no eran los parajes habituales a los que sus ojos de gato se habían
acostumbrado a ver. Algo andaba mal, elucubró el gato, ahora sí muy alarmado.
Sus bigotes no paraban de agitarse. Estaban a punto de explotar. Lanzaban su
alarma más extrema. Entonces, le clavó las garras a Gonzalo. Las uñas llegaron
a tocar el hueso, tan desesperado estaba Charlie por librarse de la situación.
Gonzalo gritó desde lo más hondo de su gorilezco ser.
¡Ruuuaaaaaaarhhhhhhhh!
¡Conchatumaaaaaaaa!
Y le torció
la cabeza a Charlie.
***
Se había
curado el brazo con unas hierbas. Tenía a su lado un mazo. Daba la impresión de
que Gonzalo había vuelto al mundo cavernario. El enojo que le produjo la herida
propinada por el gato se había diluido. Ahora estaba tranquilo y descansando junto
al fogón que construyó para convertir a Charlie en un riquísimo estofado.
Solo le faltó
un poco de sal, dijo Gonzalo. Pero sí que estuvo bueno este gato,
tenía buena carne, y un buen potable. Qué rico potable, se solazó, sacándose
las hilachas de carne con los huesitos de la cola. Bobby iba a volar cuando se
enterase del final de su hijo unigénito.
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