¡Uy, llegó
una de mi talla!, dijo Groover cuando se unió al grupo una morena de
exuberantes carnes. Todo lo tenía súper grande: la tetamenta, la piernamenta y,
sobre todo, la nalgamenta.
¡Uy, qué
rico me lo sabroseo!, volvió a decir Groover, salivando, imaginándose lo
que sería esa noche cuando tuviera entre sus manos a esa negra de tamaño
familiar.
Ese Snarf
es un chucha, pensó Groover, agradecido, reflexionando sobre lo
audaz y arrojado que había resultado ser el personaje que conoció siendo niño y
que ahora le demostraba su sagacidad para las negociaciones.
Groover
sacó su celular para grabar a la diosa de ébano que se cenaría dentro de unos
minutos.
Pero el ego
le ganó, y decidió ya no solo efectuar una simple grabación. Se le ocurrió una
idea mejor: hacer un directo, un IRL (acrónimo que significaba In Real Life);
una tendencia muy de moda en esos tiempos y que consistía en grabar las
incidencias de la vida cotidiana sin guion ni parámetros. Groover quería que
todos los seguidores de su programa “Cuchillos Largos” fueran testigos
impotentes de su buena fortuna sexual.
Buenas
noches, buenas noches, Cuchilleros Profilácticos; miren lo que me voy a comer
hoy, dijo, henchido de orgullo. El lente de su teléfono oscilaba por entre
las carnes, aún alejadas de su punto, de las morenas que, al parecer, tenían la
consigna de proveerle todo el placer de este mundo. Groover las vio desplegando
un comportamiento inusualmente alegre.
Uyayay, dijo. Estas
negras están rulay, jejeje.
Les hizo un
zoom a las tetas de la carnuda que, él juraba, sería suya.
O quizá el
pendejo de Snarf me las ha puesto a todas, rio. A esta gorda la voy a agarrar a correazos,
soñó. Y, para ir adelantándose a los hechos, se desprendió de la faja que mantenía
afirmados sus pantalones de mezclilla.
***
Con su pan
con huevo frito en un plato y una taza con su leche y su Milo, el niño Groover
se acercó presuroso al enorme televisor que perecía de cansancio en el sitio
principal de la sala de sus padres.
Sintonizó
el canal cinco. Era sábado. Nueve y treinta de la mañana. Nubeluz, el programa
infantil con cuyas dalinas Groover se acuchillaba salvajemente todas las noches
y, en el día, algunas veces en el baño del colegio, presentaba, en esa precisa
hora, su primer dibujito animado: Los Thundercats. Pero como Groover no sabía
un pincho de inglés, decía: Los Tondercans.
Su
personaje favorito era Snarf, un gato amutantado, parlanchín, entrometido y de
voz atiplada. Poseía unas luengas barbas y una rica panza de borracho peruano. En
el capítulo de ese sábado, Buitro y Mumm-Ra urdían un magnífico y despiadado
plan para destruir a Leon-O y sus camaradas, pero Snarf, que no sabía cómo
chucha había llegado a la pirámide del momificado enemigo de Los Tondercans, se
había ganado con la siniestra estratagema. Asustado, pero ansioso por contarle
todo lo que había oído a Leon-O, en el momento de huir, tropezó con su cola,
gritando de dolor al caer contra el suelo empedrado de la pirámide.
Buitro, que
no era ningún huevón, detectó rápidamente al peludo intruso y, lanzándole un
rayo paralizador, lo capturó.
A Groover
se le atoró el pan con huevo. Acababan de aprehender a su querido Snarf y los
malditos de Buitro y Mumm-Ra eran capaces de perpetrarle las más viles torturas.
Apuró un trago de su leche con Milo y, repuesto del atoro, subió veloz a su
cuarto, en el segundo piso de la casa. Quería llorar. Pensó con angustia,
mientras subía las escaleras de cemento, desprovistas de acabados: Todavía
tengo que esperar hasta el otro sábado para saber qué le va a pasar a mi gran
amigo Snarf. Seguramente esos hijos de puta de Mumm-Ra y Buitro aprovecharán
toda esta semana para arrancarle las uñas a mi amigo, para meterle un soplete
por el culo, etcétera y etcétera. ¡Oh, Dios, no me quiero imaginar más!
Abrió la
puerta de su cuarto con un severo patadón y se zambulló en la cama. Lo que
sintió al entrar en contacto con su humilde colcha fue una fría y maloliente
laguna de pichi. Eran orines de gato.
¡La
putamadre!, estalló el pequeño Groover. Gatos de mierda, ya
se cagaron conmigo. La ventana de su cuarto estaba abierta. Reconoció las
huellas de las patas de los gatos que se habían infiltrado en su habitación
aprovechando que él no había cerrado las hojas de esa ventana. Los felinos,
luego de haber cachado sobre su cama, dejaron sus meados y sus pelos. Pulgas
también.
Bien
miradas las cosas, el desastre en el lecho del pequeño Groover era culpa suya y
de nadie más. Por ir atolondradamente a ver sus Tondercans, olvidó cerrar la
ventana del cuarto. Ya en otras varias ocasiones, por haber dejado abierta esa finestra,
los gatos del vecindario se habían colado en su habitación, propiciando todo
tipo de desastres. Definitivamente, la cama meada era su culpa. Pero estos
pensamientos, propios de alguien que ha asimilado las doctrinas de vida de
Séneca, no eran ciertamente los que se atravesaban en esos momentos por la
mitra del pequeño Groover, quien ya maquinaba la acción definitiva que emplearía
contra la pandilla de gatos que lo habían agarrado de gil.
***
¿Snarf?
Groover no
les creía a sus ojos.
¿Snarf?
¿Eres tú? ¿Estás vivo?
Claro,
pues, huevonazo, dijo el gato. ¿No me estás viendo? ¿Acaso no has
leído a Sartre? ¿No te recomendé hace años, luego de que te corriste la paja
con esa dalina ricotona y pituca, que leyeras “El ser y la nada”? ¿No te suena
eso de que la existencia precede a la esencia? Soy yo, pues, hijito.
Groover
sentía un gran respeto por Snarf. Y le parecía de la putamadre que sea tan de
barrio.
Oye, me
parece cojonudo que tengas calle y materia gris, pero ¿por qué no eras así en
la tele?
Voy a dejar
que Nietzsche te escuelée: En sociedades como las nuestras, tenemos que portar
máscaras y roles para encajar. Lo verdadero permanece oculto. En la sociedad
tan cagada de la televisión, tuve que representar mi papel de buena gente y pan
con relleno, pues. Leon-O tenía el rol de ser el men de la vaina, cuando era
tremendo pasivo, por mi madre. Si supieras cómo Pantro le daba vuelta en los
cortes comerciales. Lo hacía maullar al Leon-O.
Groover jamás
se imaginó que el verdadero Snarf le caería mucho mejor que el que salía en la
tele. Y encima era todo un lector el puta.
¿O sea que
Buitro y Mumm-Ra no te cagaron?
No, hijito,
qué va a ser. A ese par de cocainómanos les giras un pase y los pones rulay,
rulay de la refunrinfunflai.
Mierda,
rico crossover, pensó Groover. Snarf citando al pastrulo de Timoteo. La cagada.
Entonces,
¿qué pasó? ¿Cómo te libraste de esos dos perversos?
Snarf lo
miró a Groover como se mira a un caído del palto. No había entendido nada. Era
mejor pasar al quid del asunto.
Mira,
estimado, estoy aquí porque te tengo una gran sorpresa. Eres uno de mis hinchas
más acérrimos desde los tiempos de tus primeras y precoces pajas. Yo he estado
en tu mente mientras hacías desfilar por el muladar de tu cerebro a las mujeres
más pulposas y sensuales de todo el material pornográfico que has visto en tu
vida. Entonces, sé que lo que te tengo preparado te encantará. O como decía el
chino fuman pai del comercial que pasaban luego de Los Tondercans: Te encantalá.
Upa, qué
cosa será, dijo Groover, sobándose las manos.
Snarf le
extendió una tarjeta negra. Groover leyó en ella un número de teléfono y unas
letras que decían: Las Morenas del Brick City.
El rostro
interrogativo de Groover fue la evidente señal que Snarf recogió para
explicarle el asunto.
***
Cuando
regresó de jugar fulbito, subió directamente a su cuarto. No le hizo falta
encender la luz, podía aspirar el olor a muerte que se erizaba desde la cama.
Una sonrisa malvada le deformó el rostro. Entonces, encendió la luz.
Sobre la
cama, seis gatos yacían patitiesos.
Cayeron,
conchasumadre. Se las tenía jurada y cayeron.
A su corta
edad, el pequeño Groover había cometido un atroz atentado en nombre de la paz
de su habitación y en defensa de sus sábanas moteadas de poluciones nocturnas y
diurnas.
Ya tenía
preparadas las bolsas negras plásticas en las que pondría los cuerpos tiesos de
los gatos. Enseguida, los arrojaría, sin lágrima alguna en la conciencia, al camión
de la basura.
No le
remeció congoja alguna. Eso era para los débiles de espíritu. Había hecho
justicia, carajo. Cuando se transgredía la paz de uno, la muerte del otro era
imperativa. Más vale un buen bocado de racumín que mil cerradas de ventana,
elucubró.
***
Entonces,
un negrazo portentoso se entrometió en el campo visual de la cámara del celular
de Groover.
¿Y este
zambo?, se preguntó. Indirectamente, les hacía la misma pregunta a sus
seguidores.
El moreno
se introdujo rápidamente en medio de las negras que iban en dirección de
Groover. Hablaban en inglés. Se detuvieron a medio camino.
¿Qué chucha
está pasando?, les preguntó Groover retóricamente a sus seguidores.
Snarf no me había hablado de un negro, pensó. Tá huevón. Ahorita
mismo lo llamo. Un segundo después, reflexionó: Pero qué huevón que soy;
cómo lo voy a llamar si estoy haciendo transmisión con el celular.
Era llamar
a Snarf o apagar la transmisión. Se fijó en los números que acompañaban su IRL.
Por la conchasumadre, sesenta sapazos. Putamadre, y cuando hago programas de
análisis políticos no me ve nadie, carajo. Pero a estos malvivientes de mis
seguidores ni bien les muestras carne ya están con la pinga en la mano sapeando.
Groover
había estado sentado sobre un murete, pero cuando vio que ahora solo el negro
se acercaba a su ubicación, se paró, asustado. El moreno iba con cara de simio enrabietado.
De lo contrariado que se halló, Groover olvidó cómo manejar su celular. Entonces,
se hundió en una espiral de confusión. Quiso apagar la transmisión para que ninguno
de sus seguidores se ganase con lo que parecía pintar mal, muy mal, pero, por
el susto que le recorría el cuerpo, se convirtió en una nulidad tecnológica. Resignadamente,
dejó que la cámara siguiera grabando y transmitiendo.
Oe,
conchatumadre, ¿le estás grabando el culo a mis mujeres? ¿Qué clase de
pervertido eres, ah?, dijo el negro en un inglés neoyorquino de callejón.
Parecía el hermano no reconocido de King Kong. Tenía unas venazas protuberantes
en el cuello y en la frente.
Groover
balbuceó algunas excusas en inglés, pero el negro no entendió nada. Como Donald
Trump, pero con un estilo aún más directo y violento, el negro le exigió que te
vuelvas para tu país, sudamericano de mierda.
Ante semejante
demanda, Groover volvió a esbozar sus excusas, pero esta vez mencionando a Snarf.
¿Snarf?, repitió
el negro, asombrado.
Groover
captó que el nombre de su felino amigo había captado la atención del negro y
había logrado, al parecer, decrecer sus furiosas revoluciones.
Snarf,
Snarf, Snarf, decirme negras para mí, para mi contento, dijo
Groover en un inglés que, más que amansar al negro, lo sacaba de sus casillas.
Ah, chicas,
este es el Lucho, este es el hijo de puta del que nos habló Snarf.
Ante la
incredulidad de Groover, las pulposas mujeres se le fueron encima.
Aguantar,
aguantar, yo no ser, imploró Groover. Yo no tener nada que ver. Yo ser
inocente.
Pero las
mujeres ya le estaban haciendo tremendo apanado. En poco tiempo, Groover perdió
la conciencia.
***
Lo primero
que vieron sus ojitos chinitos al despertar fue una tremenda hoja metálica y filuda
que se balanceaba de izquierda a derecha y de derecha a izquierda a cinco
centímetros de su sexo flácido y desnudo. Luego, se dio cuenta de que todo él
estaba calato y atado a una silla. Intentó mover un pelo, pero fue imposible.
De una
puerta, salió Snarf.
Snarf,
carajo, amigo, pensé que me habían secuestrado, dijo
Groover, aliviado. Putamadre, creo que unas negras de mierda me apanaron y,
mírame, terminé aquí, atado. Libérame, sácame de aquí, amigo.
Aguanta tu
caña, cuñao, dijo Snarf con una tranquilidad marciana. Tú estás
donde te mereces estar.
¿Qué? ¿Qué
fue, Snarf? ¿Está todo bien? Tú me habías prometido una orgia brava con unas
morenas ricotonas del Brick City y mira cómo estoy. No, pues, así no juega
Perú, Snarf, reclamó Groover. Cada vez que intentaba deshacerse
de sus ataduras, se lastimaba más y más. Esto lo disuadió de liberarse por la
fuerza.
Claro que
te prometí a unas morenas ricotonas, y las tendrás, pero, al mismo tiempo,
ellas te darán el castigo que te mereces por la barbaridad, la bestialidad, que
hiciste hace unos años con unos gatitos que no tenían la culpa de nada. Los
liquidaste sin asomo de pena. Te reíste y te burlaste. Y eso jamás te lo voy a
perdonar, cojudo. Así que hoy gozarás, claro que sí, yo siempre cumplo mi
palabra, gozarás, pero ese gozo será también tu mayor sufrimiento, sentenció
Snarf. El rostro de Groover era de un terror malsano, no tanto por las frías
palabras de su amigo cuanto por el movimiento pendular de esa filuda hoja de
metal a tan solo cinco centímetros de su pinga muerta y asustada.
Snarf,
déjate de huevadas, sácame de aquí, imploró Groover.
Tu
exacerbada libido, tu mañosería incontenible, será tu perdición, estimado
matagatos. Cuando me retire, las morenotas ricotonas, que sí son para ti,
joder, que no te he mentido en eso, coño. Snarf tosió. Se compuso la
garganta. Discúlpame, huevón, a veces se me cruzan los acentos. A veces
hablo en español latino y, sin darme cuenta, de pronto, estoy hablando en
español de España, joder. Tú sabes que Los Tondercans se transmitía en todos
lados.
Groover
asintió. Quién no había visto a Los Tondercans en el mundo.
Bueno, las
morenas te bailarán, te sabrosearás con sus culos, porque te los pondrán en la
cara. ¿Recuerdas a esa que dijiste que es de tu talla? Ella tiene los pies
feos, pero en compensación, tienen una vagina de campeonato; tiene la vagina
que mató a Jaga.
¿Y la podré
lamer? ¿Podré beber sus jugos?, preguntó Groover, anhelante, olvidando por unos
instantes que el péndulo cortante e hipnotizante seguía pasando y repasando a
solo cinco fijos centímetros de su pene muerto.
Claro,
claro, las cositas y las cosotas de esas morenas son todas para ti, hermano.
Solo que, cuando empieces a gozar de lo lindo, la pinga que tienes, que estimo
que cuando se para sobrepasa los cinco centímetros… ¿no?
Carajo,
Snarf, más respeto. La pinga parada me mide dieciocho potentes centímetros. Más
respeto cuando hables de mi pichula, exigió cordialmente Groover.
Tanto
mejor, tanto mejor, aplaudió Snarf, y se situó cerca y cuidadosamente
del péndulo mortífero. Verás, este
péndulo está fijo para que oscile a cinco centímetros de tu huevada. Entonces,
una vez que tu vaina se pare tan solo de ver a las morenas calatotas que
saldrán por esa puerta, ella solita, tu pinga, se acercará al péndulo y,
¡júacate!, te quedarás mocho, hermano. Me parece que es el castigo justo que te
mereces por haber desaparecido inmisericordemente a una pandilla de honestos,
juguetones, pero, al fin y al cabo, inocentes gatitos, conchatumadre.
¡No!, se
desgarró Groover en una lastimera súplica.
Chicas, el
muchacho está listo para gozar, dijo Snarf en un impoluto inglés. Y desapareció por
la misma puerta por la que ahora entraban las mismas morenas que horas antes
habían apanado a Groover. Ingresaron desnudas, meneando sus carnes, coreando Groover,
Groover, somos tuyas, Groover, agárranos a correazos, Groover.
El miembro
de Groover empezó a pararse y él, en medio de lágrimas, le exigía: cabezón
cojudo, agáchate, mierda, agáchate que te vuelan.