viernes, 30 de mayo de 2025

Novela Peruana "Brutalidad" de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 18: Groover en: "Matagatos"

 


¡Uy, llegó una de mi talla!, dijo Groover cuando se unió al grupo una morena de exuberantes carnes. Todo lo tenía súper grande: la tetamenta, la piernamenta y, sobre todo, la nalgamenta.

¡Uy, qué rico me lo sabroseo!, volvió a decir Groover, salivando, imaginándose lo que sería esa noche cuando tuviera entre sus manos a esa negra de tamaño familiar.

Ese Snarf es un chucha, pensó Groover, agradecido, reflexionando sobre lo audaz y arrojado que había resultado ser el personaje que conoció siendo niño y que ahora le demostraba su sagacidad para las negociaciones.

Groover sacó su celular para grabar a la diosa de ébano que se cenaría dentro de unos minutos.

Pero el ego le ganó, y decidió ya no solo efectuar una simple grabación. Se le ocurrió una idea mejor: hacer un directo, un IRL (acrónimo que significaba In Real Life); una tendencia muy de moda en esos tiempos y que consistía en grabar las incidencias de la vida cotidiana sin guion ni parámetros. Groover quería que todos los seguidores de su programa “Cuchillos Largos” fueran testigos impotentes de su buena fortuna sexual.

Buenas noches, buenas noches, Cuchilleros Profilácticos; miren lo que me voy a comer hoy, dijo, henchido de orgullo. El lente de su teléfono oscilaba por entre las carnes, aún alejadas de su punto, de las morenas que, al parecer, tenían la consigna de proveerle todo el placer de este mundo. Groover las vio desplegando un comportamiento inusualmente alegre.

Uyayay, dijo. Estas negras están rulay, jejeje.

Les hizo un zoom a las tetas de la carnuda que, él juraba, sería suya.

O quizá el pendejo de Snarf me las ha puesto a todas, rio.  A esta gorda la voy a agarrar a correazos, soñó. Y, para ir adelantándose a los hechos, se desprendió de la faja que mantenía afirmados sus pantalones de mezclilla.

***

Con su pan con huevo frito en un plato y una taza con su leche y su Milo, el niño Groover se acercó presuroso al enorme televisor que perecía de cansancio en el sitio principal de la sala de sus padres.

Sintonizó el canal cinco. Era sábado. Nueve y treinta de la mañana. Nubeluz, el programa infantil con cuyas dalinas Groover se acuchillaba salvajemente todas las noches y, en el día, algunas veces en el baño del colegio, presentaba, en esa precisa hora, su primer dibujito animado: Los Thundercats. Pero como Groover no sabía un pincho de inglés, decía: Los Tondercans.

Su personaje favorito era Snarf, un gato amutantado, parlanchín, entrometido y de voz atiplada. Poseía unas luengas barbas y una rica panza de borracho peruano. En el capítulo de ese sábado, Buitro y Mumm-Ra urdían un magnífico y despiadado plan para destruir a Leon-O y sus camaradas, pero Snarf, que no sabía cómo chucha había llegado a la pirámide del momificado enemigo de Los Tondercans, se había ganado con la siniestra estratagema. Asustado, pero ansioso por contarle todo lo que había oído a Leon-O, en el momento de huir, tropezó con su cola, gritando de dolor al caer contra el suelo empedrado de la pirámide.

Buitro, que no era ningún huevón, detectó rápidamente al peludo intruso y, lanzándole un rayo paralizador, lo capturó.

A Groover se le atoró el pan con huevo. Acababan de aprehender a su querido Snarf y los malditos de Buitro y Mumm-Ra eran capaces de perpetrarle las más viles torturas. Apuró un trago de su leche con Milo y, repuesto del atoro, subió veloz a su cuarto, en el segundo piso de la casa. Quería llorar. Pensó con angustia, mientras subía las escaleras de cemento, desprovistas de acabados: Todavía tengo que esperar hasta el otro sábado para saber qué le va a pasar a mi gran amigo Snarf. Seguramente esos hijos de puta de Mumm-Ra y Buitro aprovecharán toda esta semana para arrancarle las uñas a mi amigo, para meterle un soplete por el culo, etcétera y etcétera. ¡Oh, Dios, no me quiero imaginar más!

Abrió la puerta de su cuarto con un severo patadón y se zambulló en la cama. Lo que sintió al entrar en contacto con su humilde colcha fue una fría y maloliente laguna de pichi. Eran orines de gato.

¡La putamadre!, estalló el pequeño Groover. Gatos de mierda, ya se cagaron conmigo. La ventana de su cuarto estaba abierta. Reconoció las huellas de las patas de los gatos que se habían infiltrado en su habitación aprovechando que él no había cerrado las hojas de esa ventana. Los felinos, luego de haber cachado sobre su cama, dejaron sus meados y sus pelos. Pulgas también.

Bien miradas las cosas, el desastre en el lecho del pequeño Groover era culpa suya y de nadie más. Por ir atolondradamente a ver sus Tondercans, olvidó cerrar la ventana del cuarto. Ya en otras varias ocasiones, por haber dejado abierta esa finestra, los gatos del vecindario se habían colado en su habitación, propiciando todo tipo de desastres. Definitivamente, la cama meada era su culpa. Pero estos pensamientos, propios de alguien que ha asimilado las doctrinas de vida de Séneca, no eran ciertamente los que se atravesaban en esos momentos por la mitra del pequeño Groover, quien ya maquinaba la acción definitiva que emplearía contra la pandilla de gatos que lo habían agarrado de gil.

***

¿Snarf?

Groover no les creía a sus ojos.

¿Snarf? ¿Eres tú? ¿Estás vivo?

Claro, pues, huevonazo, dijo el gato. ¿No me estás viendo? ¿Acaso no has leído a Sartre? ¿No te recomendé hace años, luego de que te corriste la paja con esa dalina ricotona y pituca, que leyeras “El ser y la nada”? ¿No te suena eso de que la existencia precede a la esencia? Soy yo, pues, hijito.

Groover sentía un gran respeto por Snarf. Y le parecía de la putamadre que sea tan de barrio.

Oye, me parece cojonudo que tengas calle y materia gris, pero ¿por qué no eras así en la tele?

Voy a dejar que Nietzsche te escuelée: En sociedades como las nuestras, tenemos que portar máscaras y roles para encajar. Lo verdadero permanece oculto. En la sociedad tan cagada de la televisión, tuve que representar mi papel de buena gente y pan con relleno, pues. Leon-O tenía el rol de ser el men de la vaina, cuando era tremendo pasivo, por mi madre. Si supieras cómo Pantro le daba vuelta en los cortes comerciales. Lo hacía maullar al Leon-O.

Groover jamás se imaginó que el verdadero Snarf le caería mucho mejor que el que salía en la tele. Y encima era todo un lector el puta.

¿O sea que Buitro y Mumm-Ra no te cagaron?

No, hijito, qué va a ser. A ese par de cocainómanos les giras un pase y los pones rulay, rulay de la refunrinfunflai.

Mierda, rico crossover, pensó Groover. Snarf citando al pastrulo de Timoteo. La cagada.

Entonces, ¿qué pasó? ¿Cómo te libraste de esos dos perversos?

Snarf lo miró a Groover como se mira a un caído del palto. No había entendido nada. Era mejor pasar al quid del asunto.

Mira, estimado, estoy aquí porque te tengo una gran sorpresa. Eres uno de mis hinchas más acérrimos desde los tiempos de tus primeras y precoces pajas. Yo he estado en tu mente mientras hacías desfilar por el muladar de tu cerebro a las mujeres más pulposas y sensuales de todo el material pornográfico que has visto en tu vida. Entonces, sé que lo que te tengo preparado te encantará. O como decía el chino fuman pai del comercial que pasaban luego de Los Tondercans: Te encantalá.

Upa, qué cosa será, dijo Groover, sobándose las manos.

Snarf le extendió una tarjeta negra. Groover leyó en ella un número de teléfono y unas letras que decían: Las Morenas del Brick City.

El rostro interrogativo de Groover fue la evidente señal que Snarf recogió para explicarle el asunto.

***

Cuando regresó de jugar fulbito, subió directamente a su cuarto. No le hizo falta encender la luz, podía aspirar el olor a muerte que se erizaba desde la cama. Una sonrisa malvada le deformó el rostro. Entonces, encendió la luz.

Sobre la cama, seis gatos yacían patitiesos.

Cayeron, conchasumadre. Se las tenía jurada y cayeron.

A su corta edad, el pequeño Groover había cometido un atroz atentado en nombre de la paz de su habitación y en defensa de sus sábanas moteadas de poluciones nocturnas y diurnas.

Ya tenía preparadas las bolsas negras plásticas en las que pondría los cuerpos tiesos de los gatos. Enseguida, los arrojaría, sin lágrima alguna en la conciencia, al camión de la basura.

No le remeció congoja alguna. Eso era para los débiles de espíritu. Había hecho justicia, carajo. Cuando se transgredía la paz de uno, la muerte del otro era imperativa. Más vale un buen bocado de racumín que mil cerradas de ventana, elucubró.

***

Entonces, un negrazo portentoso se entrometió en el campo visual de la cámara del celular de Groover.

¿Y este zambo?, se preguntó. Indirectamente, les hacía la misma pregunta a sus seguidores.

El moreno se introdujo rápidamente en medio de las negras que iban en dirección de Groover. Hablaban en inglés. Se detuvieron a medio camino.

¿Qué chucha está pasando?, les preguntó Groover retóricamente a sus seguidores. Snarf no me había hablado de un negro, pensó. Tá huevón. Ahorita mismo lo llamo. Un segundo después, reflexionó: Pero qué huevón que soy; cómo lo voy a llamar si estoy haciendo transmisión con el celular.

Era llamar a Snarf o apagar la transmisión. Se fijó en los números que acompañaban su IRL. Por la conchasumadre, sesenta sapazos. Putamadre, y cuando hago programas de análisis políticos no me ve nadie, carajo. Pero a estos malvivientes de mis seguidores ni bien les muestras carne ya están con la pinga en la mano sapeando.  

Groover había estado sentado sobre un murete, pero cuando vio que ahora solo el negro se acercaba a su ubicación, se paró, asustado. El moreno iba con cara de simio enrabietado. De lo contrariado que se halló, Groover olvidó cómo manejar su celular. Entonces, se hundió en una espiral de confusión. Quiso apagar la transmisión para que ninguno de sus seguidores se ganase con lo que parecía pintar mal, muy mal, pero, por el susto que le recorría el cuerpo, se convirtió en una nulidad tecnológica. Resignadamente, dejó que la cámara siguiera grabando y transmitiendo.

Oe, conchatumadre, ¿le estás grabando el culo a mis mujeres? ¿Qué clase de pervertido eres, ah?, dijo el negro en un inglés neoyorquino de callejón. Parecía el hermano no reconocido de King Kong. Tenía unas venazas protuberantes en el cuello y en la frente.

Groover balbuceó algunas excusas en inglés, pero el negro no entendió nada. Como Donald Trump, pero con un estilo aún más directo y violento, el negro le exigió que te vuelvas para tu país, sudamericano de mierda.

Ante semejante demanda, Groover volvió a esbozar sus excusas, pero esta vez mencionando a Snarf.

¿Snarf?, repitió el negro, asombrado.

Groover captó que el nombre de su felino amigo había captado la atención del negro y había logrado, al parecer, decrecer sus furiosas revoluciones.

Snarf, Snarf, Snarf, decirme negras para mí, para mi contento, dijo Groover en un inglés que, más que amansar al negro, lo sacaba de sus casillas.

Ah, chicas, este es el Lucho, este es el hijo de puta del que nos habló Snarf.

Ante la incredulidad de Groover, las pulposas mujeres se le fueron encima.

Aguantar, aguantar, yo no ser, imploró Groover. Yo no tener nada que ver. Yo ser inocente.

Pero las mujeres ya le estaban haciendo tremendo apanado. En poco tiempo, Groover perdió la conciencia.

***

Lo primero que vieron sus ojitos chinitos al despertar fue una tremenda hoja metálica y filuda que se balanceaba de izquierda a derecha y de derecha a izquierda a cinco centímetros de su sexo flácido y desnudo. Luego, se dio cuenta de que todo él estaba calato y atado a una silla. Intentó mover un pelo, pero fue imposible.   

De una puerta, salió Snarf.

Snarf, carajo, amigo, pensé que me habían secuestrado, dijo Groover, aliviado. Putamadre, creo que unas negras de mierda me apanaron y, mírame, terminé aquí, atado. Libérame, sácame de aquí, amigo.

Aguanta tu caña, cuñao, dijo Snarf con una tranquilidad marciana. Tú estás donde te mereces estar.

¿Qué? ¿Qué fue, Snarf? ¿Está todo bien? Tú me habías prometido una orgia brava con unas morenas ricotonas del Brick City y mira cómo estoy. No, pues, así no juega Perú, Snarf, reclamó Groover. Cada vez que intentaba deshacerse de sus ataduras, se lastimaba más y más. Esto lo disuadió de liberarse por la fuerza.

Claro que te prometí a unas morenas ricotonas, y las tendrás, pero, al mismo tiempo, ellas te darán el castigo que te mereces por la barbaridad, la bestialidad, que hiciste hace unos años con unos gatitos que no tenían la culpa de nada. Los liquidaste sin asomo de pena. Te reíste y te burlaste. Y eso jamás te lo voy a perdonar, cojudo. Así que hoy gozarás, claro que sí, yo siempre cumplo mi palabra, gozarás, pero ese gozo será también tu mayor sufrimiento, sentenció Snarf. El rostro de Groover era de un terror malsano, no tanto por las frías palabras de su amigo cuanto por el movimiento pendular de esa filuda hoja de metal a tan solo cinco centímetros de su pinga muerta y asustada.

Snarf, déjate de huevadas, sácame de aquí, imploró Groover.

Tu exacerbada libido, tu mañosería incontenible, será tu perdición, estimado matagatos. Cuando me retire, las morenotas ricotonas, que sí son para ti, joder, que no te he mentido en eso, coño. Snarf tosió. Se compuso la garganta. Discúlpame, huevón, a veces se me cruzan los acentos. A veces hablo en español latino y, sin darme cuenta, de pronto, estoy hablando en español de España, joder. Tú sabes que Los Tondercans se transmitía en todos lados.

Groover asintió. Quién no había visto a Los Tondercans en el mundo.

Bueno, las morenas te bailarán, te sabrosearás con sus culos, porque te los pondrán en la cara. ¿Recuerdas a esa que dijiste que es de tu talla? Ella tiene los pies feos, pero en compensación, tienen una vagina de campeonato; tiene la vagina que mató a Jaga.

¿Y la podré lamer? ¿Podré beber sus jugos?, preguntó Groover, anhelante, olvidando por unos instantes que el péndulo cortante e hipnotizante seguía pasando y repasando a solo cinco fijos centímetros de su pene muerto.

Claro, claro, las cositas y las cosotas de esas morenas son todas para ti, hermano. Solo que, cuando empieces a gozar de lo lindo, la pinga que tienes, que estimo que cuando se para sobrepasa los cinco centímetros… ¿no?

Carajo, Snarf, más respeto. La pinga parada me mide dieciocho potentes centímetros. Más respeto cuando hables de mi pichula, exigió cordialmente Groover.

Tanto mejor, tanto mejor, aplaudió Snarf, y se situó cerca y cuidadosamente del péndulo mortífero.  Verás, este péndulo está fijo para que oscile a cinco centímetros de tu huevada. Entonces, una vez que tu vaina se pare tan solo de ver a las morenas calatotas que saldrán por esa puerta, ella solita, tu pinga, se acercará al péndulo y, ¡júacate!, te quedarás mocho, hermano. Me parece que es el castigo justo que te mereces por haber desaparecido inmisericordemente a una pandilla de honestos, juguetones, pero, al fin y al cabo, inocentes gatitos, conchatumadre.

¡No!, se desgarró Groover en una lastimera súplica.

Chicas, el muchacho está listo para gozar, dijo Snarf en un impoluto inglés. Y desapareció por la misma puerta por la que ahora entraban las mismas morenas que horas antes habían apanado a Groover. Ingresaron desnudas, meneando sus carnes, coreando Groover, Groover, somos tuyas, Groover, agárranos a correazos, Groover.

El miembro de Groover empezó a pararse y él, en medio de lágrimas, le exigía: cabezón cojudo, agáchate, mierda, agáchate que te vuelan.


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