Raúl Patán,
desnudo, recibió de las manos del Cordero un juego de ropa fresca. Era su
primer día en la granja “Aléjame La Chela”. Había llegado allí por voluntad
propia. Su compadre de farras, el periodista Enrico Arrechini, le había
recomendado acudir a dicha institución, ya que sus métodos eran únicos y
efectivos; lograban expurgar al borracho.
Los martes
jugamos pichanga en esta canchita, le dijo el Toro, quien era el encargado de mostrarles
las instalaciones a los recién llegados.
Pero no me
han dado ropa para pichanguear, observó Raúl. ¿O voy a hacer todo con esta ropa
que me dio el Cordero?
El Toro, un
tipo corpulento y de cachos puntiagudos, lanzó una carcajada: No, tío, acá
todo lo hacemos calatos, incluso las pichangas. La ropa que te entregó el
Cordero es para que duermas nomás, porque en las noches hace un frío de la
conchasumadre. Nosotros tenemos pelo y como las huevas aguantamos la
congeladera, pero tú estás pelancho, pelancho. Así que esa ropita supongo que
en algo te abrigará.
¿Qué? ¿Aquí
paran calatos?, se sorprendió Raúl.
Claro, pues,
huevas. ¿O cuándo has visto un cordero, un toro, una vaca, o un pato con ropa? ¿No
me estás viendo? ¿Ves que tengo ropa?, dijo el Toro, sarcástico. Oye, acá uno viene a
dejar de ser borracho, ah; no a dejar de ser cojudo.
No, claro,
lo que pasa es que como ustedes son animales y nosotros los humanos estamos
acostumbrados a verlos así, pareciera que estuvieran vestidos, se excusó
Patán.
Sí, cuñao,
barájala, nomás, rio el Toro. Te digo que ni vas a extrañar estar
vestido. En el día hace un calor espectacular. Estar calato se va a convertir
en tu modo de vida. Además, el estar así, tolaca, es parte del método de esta
granja para curarte. Porque has venido aquí para dejar la chela, ¿no?
Por
supuesto, dijo Raúl sin mucha seguridad. Se acarició la panza. Una duda lo
asaltaba. Pero, ¿cómo así estar calato ayuda a dejar la chela?
¿Ves al man
que está allá?, dijo el Toro, señalando a un perro.
Sí, dijo
Raúl.
Es el
Perro. Ese man cuida que nadie tenga una botella ni por error. Por eso nos
quiere ver a todos calatitos. Antes, los humanos escondían el trago en la ropa.
Desde que el Perro estableció la regla de la calatería, se acabó la trampa. Ese
man es efectivo.
Raúl pensó
que, en caso de que en un futuro se denguée, podría esconderse las botellas de
chela en el culo.
El Toro,
que era experto leyendo las mentes de los recién llegados, dijo: Ni lo
pienses, Raulito. Si te escondes botellas en el culo, el Perro te las detectará
con su poderoso olfato, y si lo hace, uy, no te quiero contar lo que les hará a
tus huevos con esos colmillazos que tiene. Así que más te vale hacerte a la
idea de que la chela ya fue en tu vida. Si quieres conservar las pelotas, mantente
sobrio, cuñao. Guerra guisada no mata gente, rio el Toro.
Patán quiso
corregirle el refrán al Toro, pero, al verlo tremendo y musculoso, arrugó.
Bueno, aquí
vas a dormir, le indicó el cornudo. Más tarde, bajas al comedor
para cenar. Nos vemos luego, entonces, se despidió.
Raúl Patán creyó
que estaba solo en esa habitación cuando sintió el estruendo de una tremenda
flatulencia.
Ah, carajo,
¿y eso?, se sobresaltó.
El nivel
superior de su camarote lo ocupaba alguien. Era un Scartichthys Variolatus, más
conocido como el pez Borracho, animal de carne suculenta y vitamínica.
¿Qué fue?
¿Qué fue?, dijo el Borracho. ¿Quién anda ahí?
Patán se
aclaró la voz.
Ejem, ejem,
hola, me llamo Raúl, Raúl Patán. Parece que seremos compañeros de cuarto.
Puta, la cagada,
huevón, dijo el Borracho. A mí me gusta estar solo, cuñao. ¿Qué haces por
aquí? Se acomodó sobre su costado izquierdo, en el codo de su aleta.
He venido a
alejarme de la chela, amigo…
Borracho, completó
el pez. Me llamo Borracho.
Patán le
extendió una mano para saludarlo.
No, así
nomás, cuñao, estoy cómodo así. Darte la mano sería una huevada.
Patán
retiró la mano, palteado.
Más bien,
pásame una chela de debajo del wáter, dijo el Borracho.
En la
esquina de la habitación, había un wáter. Patán estiró la mano por debajo de la
taza y sintió varias botellas. Sacó una. Era una cerveza. Atónito, se la pasó al
pez.
Putamadre,
lo malo de este lugar es que no hay refri. No me queda otra que tomarme mis
chelas calientes, dijo el Borracho.
¿Cómo así
tienes tanta cerveza ahí?, dijo Raúl. En un segundo, se le hubo derrumbado el
prestigio que ya se había formado de la granja “Aléjame La Chela”. Se suponía
que esta lo había sacado del abismo alcohólico a su camarada, el periodista
Enrico Arrechini, otras veces llamado Borrachini.
***
Cataleya
era una chica plástica. Muchos hombres la pretendían: guapos, chapados, algunos
de plata, pero todos unos soberanos NN. Carecían de lo que al periodista Enrico
Arrechini le sobraba: la fama. Arrechini era seguido por cien mil personas en
su canal de TikTok. Muchos especulaban que las monedas que le donaban en cada
transmisión lo tenían económicamente bien parado, pero ello no era cierto, ya
que Arrechini lo gastaba todo en trago. La gente le donaba para que chupara en
vivo. Y Arrechini, por supuesto, no se oponía. Es la sagrada voluntad de mis
seguidores, solía decir.
El canal de
TikTok de Cataleya, que estaba dedicado a las noticias futbolísticas, no
despegaba. Vio ella entonces en Arrechini el vehículo más inmediato y fácil para
conseguir la fama. Entonces, le envió un mensaje privado al TikTok. Lo invitó a
cenar.
De
arranque, Arrechini fue sincero: No tengo plata, amiga.
No te
preocupes, respondió ella. Yo te voy a invitar todo. Hasta
te pago el taxi si quieres, agregó.
Listo, sale
y vale, escribió Arrechini sin escrúpulo alguno. ¿Me mandas una fotito?,
pidió luego.
Primero
envíame una tú, replicó Cataleya.
Arrechini
se tomó una foto al instante. No se esforzó en buscarse un buen ángulo, ya que
no poseía ninguno. Sabía que, desde cualquier punto, el resultado sería una
cagada gracias a su diminuta nariz de pichón de cóndor, los cachetes inflados
de cerveza, la frente diminuta y el pelo negro repleto de cebo.
Eso sí,
consideró que para que la foto no fuera tan negativamente impactante, ella
debía ser de cuerpo entero. Así, la cara quedaría disimulada por el resto del
cuerpo.
No creo que
con ese outfit vayas a salir conmigo, ¿verdad?, escribió
Cataleya tras ver la foto.
Es lo único
que tengo, respondió muy sueltamente Arrechini. Era verdad:
poseía apenas un par de buzos viejos de Educación Física con los que solía
reportear en sus tiempos de esplendor en el periodismo futbolero de su generoso
país.
¿No te
molestas si te compro ropita?, escribió muy delicadamente Cataleya. El restaurante
al que llevaría a Enrico era el Costa Verde, y no estaba en sus planes pasar la
vergüenza de su vida entrando ahí con un hombre que parecía un mecánico de
carros cochambrosos.
No, claro
que no; si es tu voluntad, yo encantado, contestó Arrechini. Comprobó
que en el Perú no valía de nada ostentar un cartón universitario. Solo bastaba
con tener más de cien mil seguidores en TikTok para vivir más o menos gratis.
Excelente,
Enrico. Te espero en el Costa Verde a las siete de la noche. Un Uber pasará por
ti en el tiempo correcto, dijo Cataleya entusiasmadísima, luego de que Enrico
le hubo pasado su dirección domiciliaria. Y en unos minutos te estará
llegando un terno exquisito de Temu. Estate atento.
Cataleya
sabía que cada que Enrico salía a algún lugar, aunque fuera a la carretilla de
chanfainita de su barrio, siempre prendía TikTok y hacía un live. Un promedio
de doscientas personas solía conectarse a la transmisión. ¿No prendería cámara con
más razón ahora que iría a un restaurantazo como el Costa Verde? ¿No haría un
directo sabiendo que estaría departiendo con una belleza como Cataleya? Ella
columbró en su futuro una situación mediática mucho más interesante que la
actual.
***
Muchos
pensaron que era el glorioso regreso de Enrico a la pantalla chica. Le habían
dado un espacio en el programa “Dos Piedrones Hablando de Fútbol”, conducido
por dos expeloteros fracasados. Enrico había llegado como invitado, pero el
espacio en que se presentó tuvo tanta acogida que decidieron darle un programa
propio. La estadía mediática de Enrico en ese canal duró solo un mes, ya que
con su primer pago se metió una borrachera de proporciones que lo sumió en una
honda depresión. Como no se presentaba a trabajar, fue dado de baja.
Otro
productor, desorientado y optimista, le echó una mano. Lo colocó al frente del
espacio futbolero de su canal. La presencia de Arrechini, que hizo números
notables de audiencia, duró quince días -el productor que lo contrató pagaba
cada quincena-. Nuevamente, con su sueldo, se armó de tres cajas de cerveza y
se recluyó a terminarlas en su cuartito de Lince. No salió de allí sino hasta un
mes después, cuando le hubo pasado la depresión. Nuevamente, Enrico deambulaba
por el terreno de la indigencia. Su futuro televisivo era nulo.
Un par de
días después, sin nada que perder, en plena madrugada, prendió directo en su
recién creada cuenta de TikTok. Para su sorpresa, cincuenta personas lo vieron
de principio a fin, ¡y le donaron plata para que siga chupando!
Tío
Borrachini, te queremos, pero te queremos ver chupando, le decían
sus más fieles seguidores.
Casi al
mes, Arrechini tenía ya veinte mil seguidores. Y el número iba en aumento.
Un día,
dejó de ocultar que le encantaba chupar en los prostíbulos.
Sí, chicos,
me enloquecen las putas, confesó. Para qué chucha les voy a mentir.
Pero si
bien le encantaban las prostitutas, ellas, a pesar del dinero que les ofrecía a
cambio de los consabidos servicios, se negaban a cerrar el trato. Enrico,
entristecido, con la botella de cerveza pegada al hocico, se preguntaba: ¿Serán
mis manos chiquitas con dedos de olluco? ¿Será mi nariz de loro? ¿Por qué no me
empelotan las nenas, Diosito?
Y ahora,
una tal Cataleya, emergente periodista futbolera, lo había invitado a salir. Y
lo había achorado: le había comprado ropa, le había puesto el taxi. Todo.
Esta mujer debe
de estar templadaza de mí, se alentó Arrechini. Ahora la pelota está en mi
cancha, pensó. Debo irme de avance.
Cuando se
acercó a Cataleya para saludarla de besito en el cachete, ante la puerta del
restaurante Costa Verde, le metió un alce espectacular. Enrico sintió la dureza
de sus nalgotas disciplinadamente trabajadas en un gimnasio de medio pelo de su
barrio.
Lo que no
esperó Arrechini fue que del auto del que había descendido Cataleya, saliese el
marido de la mujer, su machucante, un hombre celoso que le había roto el cuello
a un tipo que tuvo la infelicidad de lanzarle un inofensivo y piropero silbo a su
ricotona Cataleya. El hombre dejó de cerrar la puerta de su coche para
interponerse entre su mujer y el pequeño periodista. Un rotundo puñetazo le
desencajó la mandíbula al hombre de prensa, castigando así el atrevimiento de
su mano larga.
***
Putamadre,
cuñao, me cagaron a golpazos. Con las justas puedo hablar. Me dislocaron la
quijada, dijo Arrechini. Se hallaba al teléfono conversando con Raúl Patán, su
viejo amigo de copas. Dame buenas noticias. Cuéntame cómo te va en la granja.
Bueno, ya
llevaba casi un mes sin probar chela, pero acabo de recaer, de relapse. Me
pusieron como compañero de cuarto a un tal Borracho, ¿lo conoces?, dijo
Patán. Pucha, por ese pata he recaído. Desde hace dos días estoy chupando
con él todas las noches antes de dormir.
Al otro
lado de la línea, Arrechini parecía contener una risa.
Pero ¿sabes
qué es lo más loco? Que no me emborracho, on. Y eso que cada noche nos zampamos
seis botellas de chela.
Las saca de
debajo del wáter, ¿no?, dijo Arrechini.
Claro,
claro, tú fuiste su compañero de celda, perdón, de cuarto, ¿no?, dijo
Patán.
Así es, afirmó
Arrechini. Lo conozco muy bien al pendejo del Borracho. Mándale mis saludos.
Luego de sobarse la mandíbula, preguntó: ¿Decías que la chela ya
no te emborracha?
Sí, on, creo
que el haber estado casi un mes en abstinencia ha hecho que el trago ya no me
afecte. ¿No es eso de la putamadre? Puedo chupar cuantas veces quiera sin
emborracharme, sin marearme, sin sentir los efectos de esa depresión que al
final, tú lo sabes, Enrico, hizo que mi mujer me pusiera los cuernos en mi
delante, dijo Patán.
Me encanta
que hayas superado tu problema, hermanito, celebró Arrechini.
Y todo te
lo debo a ti por haberme recomendado esta granja, dijo
Patán.
Al terminar
la llamada, Arrechini empezó a carcajearse atronadoramente. La mandíbula empezó
a bailarle con dolor. Los tornillos que le habían acomodado para fijarle ese
hueso tan importante al cráneo empezaron a zafarse debido al furor de las
carcajadas. Rio con dolor, pero con gusto: Patán seguía siendo un huevonazo de
aquellos. Arrechini se había dado cuenta desde el primer día de que el pendejo
del Borracho orinaba en las botellas de cerveza para tomárselas al día
siguiente en un asqueroso círculo vicioso. Pero el cojudo de Patán, a pesar de que
llevaba un mes oliéndole los pedos al Borracho, creía que la pichi del Borracho
era cerveza. La cagada.
Pensar en
las botellas del Borracho le dio sed.
Prendió
directo.
Chicos, ¿cómo
están? ¿Quién le quiere jugar unos pesos al tío Arrechini para canjearlos por
unos ronaldos? Tengo una gran historia que contarles a cambio, ah. Les voy
contando. Pero vayan dejando también los pesos, que yo no chambeo a pilas. Tengo
un amigo que se llama Raúl Patán que es tan huevón que…
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