viernes, 28 de septiembre de 2012

Píldoras que eliminan la grasa

Viernes 21-09-2012


El escritor come unas salchipapas con una de sus amigas. Él no lo confiesa abiertamente, pero uno de los tantos motivos por el cual disfruta de las salidas con esa amiga es porque ella siempre paga las cuentas. Ella sabe que el escritor lleva los bolsillos agujereados y, además, tiene que mantener a una bella niña de seis meses de edad. El dinero es para el escritor un asunto abstracto. Es una idea vaga, algo que tiene poca vida, una sustancia que se desvanece en sus manos.

Han recorrido gran parte de la avenida Arenales, conversando. En determinada cuadra de esa avenida se han topado con un establecimiento que expende caldos de gallina y salchipapas. El escritor recordó haber estado allí, hacía más de un año, para tomar un caldo de gallina que le aliviara la tremenda curda que había ganado luego de beber litros de cerveza con sus compañeros de trabajo.

Entran en el local. Toman la primera mesa que encuentran. El lugar no está lleno. El escritor percibe que hay pocas mesas para semejante gran área.

Ningún mozo se acerca a atender al escritor y a su amiga. Hay tres o cuatro mozos -todos con caras de pendejos- que están parados cerca de la mesa que el escritor y su amiga ocupan. Ninguno de ellos tiene la cortesía de acercarse, a pesar de las señas que el escritor hace. Inevitablemente se siente ignorado. Se lo dice a su amiga: “Cuando llego a un lugar, todo el mundo me ignora. En cualquier reunión, mi presencia es más bien una ausencia prescindible”.

Un mozo, surgido de un extremo del restaurante y quien, al parecer, era el único que trabajaba en ese lugar, se acerca a la mesa del escritor y su amiga. Ellos habían pensado ordenar unas salchipapas y una jarra de sangría. El escritor había insistido particularmente en el tema de la jarra de sangría. Su oscuro objetivo era embriagar a su amiga y seducirla para copular en algún hotel de 50 soles. La amiga no intuía estas negras intenciones. Le pareció, más bien, que sería rico tomar un vasito de sangría. El mozo le dice que no tienen sangría. ¿Vino? Tampoco. ¿Cerveza? Menos. El escritor, resignado a su mala suerte –como siempre-, ordena una jarrita helada de chicha.

Conversan mientras les preparan el pedido. Ella es la que habla. El escritor prefiere escuchar. Siente que no tiene nada interesante que contar. En realidad, nadie tiene nada interesante que contar, piensa el escritor. Las personas creen que sus vidas son interesantes y sienten que el mundo debe estar enterado de ellas. El escritor está desanimado: comerá grasa lacrosa pero no tendrá sexo. No vale la pena comerse esa grasa, entonces, piensa el escritor. El escritor piensa que prefiere pensar en mil y un huevadas antes que hablar de algo.

Llega el pedido. De cada plato podrían comer tres personas. Es una barbaridad la cantidad servida. El escritor le había insistido a su amiga en pedir solamente un plato. “Encima que voy a pagar yo, todavía quieres que se haga según tu voluntad. No te pases” le dice la mujer. El escritor calla. Ella tiene razón. La conchudez se le había trepado al cerebro. También llega la jarra de chicha. Es una jarra diminuta para el precio que cobran por ella.

Continúan con su conversación mientras comen. El escritor traga. Siente que ya tiene la suficiente confianza con su amiga y se despacha la comida con sus grotescos modales. El escritor come como si su tiempo estuviese siendo cronometrado para una competencia. Ella come despacio, como si no tuviera ganas de ingerir nada.

“Cuánta grasa habrá en este plato”, dice el escritor quien, a pesar de su reflexión, engulle con felina voracidad las papitas y los trozos de hot dog. “Me siento mal por toda esta grasa”.

Su amiga le dice que para ella eso no es problema, porque siempre que ingurgita ese tipo de comidas, toma una píldora especial.

“¿Cuál píldora?” dice el escritor. No está muy interesado en la respuesta. Sabe que su amiga le dirá el nombre una de esas tantas píldoras que publicitan en la tele y que no sirven para otra cosa que para adelgazar las billeteras de sus compradores.

“Es una píldora que hace que elimines toda la grasa que comes cuando vas al baño”, dice ella.

“¿En la caca o en la pichi?”, dice el escritor. Ambos amigos no tienen ascos ni remilgos para hablar de temas escatológicos sobre la mesa. O, al menos, eso es lo que el escritor cree.

“En lo primero”, dice la mujer, incapaz de decir caca o pichi.

El escritor se imagina cagando las serpientes que suele crear en el baño, pero plastificadas con la grasa que ha tragado.

“¿Son efectivas?”

“Sí, muy efectivas”

“Por fa, regálame una”, suplica el escritor.

Su amiga se resiste pero, ante la insistencia de ese ser pedigüeño, cede.

“¿Cómo será?”, se pregunta el escritor en voz alta, una mano sosteniendo la píldora que luego tragará con un sorbo de chicha morada. “Ya verás”, dice su amiga, “ya lo verás”.


Sábado 22-09-2012

Mientras el escritor sostiene a su hija en brazos y ve la televisión, ha sentido que debe ocuparse en el baño impostergablemente. Esta urgencia va precedida de insonoros pedos. Decide aguantar la situación hasta que su hija consiga conciliar el sueño.

Los minutos han pasado y el escritor ha sentido que le han embadurnado el culo con aceite. Es una sensación harto incómoda. No sabe qué puede ser.

Su hija no duerme. Falta poco. Por otro lado, el escritor ya no puede aguantar defecar. Tiene que hacerlo. Además, tiene que limpiarse ¿el aceite? que de algún modo ha aparecido en su culo.

Deja a su niña en su coche y le entrega la bolsita del CD de su película pirata “Scarface”. La niña se entretiene con la bolsita.

En el baño, se pasa un pedazo de papel por el culo y nota que, efectivamente, tenía grasa o aceite en toda la raya. ¿De dónde habrá salido? Luego, se sienta en la taza. Cuando termina de eyectar su carga intestinal, ve que el agua del wáter se asemeja a la superficie de una sopa fría: hay lamparones de grasa flotando junto con la culebrota que ha expulsado. Se limpia el orto y es como si se estuviera quitando mantequilla de ahí. Fueron las pastillas de su amiga. Qué sensación más jodida: cagar aceite.

Domingo 23-09-2012

El escritor sigue cagando su grasa.

Ya sabe por qué la raya de su culo se barniza con grasa. Los lectores de buen gusto deben evitar leer esto: Al escritor siempre le suda el culo, como al 80% de los peruanos de buen corazón. Cuando se suelta un gas, las moléculas de éste están impregnadas de grasa. Dichas moléculas se adhieren a la capa del sudor ya excretado en la raya de su culo, lo que causa la creación de la pátina de grasa que el escritor se limpia una y otra vez en el baño –porque una y otra vez se tira pedos-, causándole una incomodidad del carajo.

El escritor ha jurado solemnemente no tomar nunca más esas píldoras.

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