Para
empezar, no soy partidario de los selfies, en particular, ni de las thirdies,
en general. ¿Por qué? Porque no soy
fotogénico. No nací con una cara bonita, presentable, agradable.
Sin
embargo, ahora que tengo los días contados en la empresa para la que trabajo,
decido superar mis temores idiotas y capturar, al menos en fotografías, la
esencia de la oficina, es decir, su gente, esa gente compuesta por pequeños y
frágiles seres humanos.
Allí
estábamos: Deyvis, Joeliño y yo. Nueve de la noche. Tres horas han transcurrido
desde la hora oficial de salida. Pero así somos. No nos pagan sobretiempo y
vivimos bastante lejos del trabajo, pero creemos que el deber tiene que
cumplirse, el cliente tiene que recibir sus entregables en la fecha
establecida. Suena estúpido, pero así
nos han criado desde chibolos: tememos ser incumplidos, tememos que nos
reprendan, tememos visceralmente cagar las cosas, aunque sea deliberadamente.
¿Cómo
convenzo a Deyvis y Joeliño, que se rompen la cabeza para hallar la forma de
codificar los recursos del caprichoso yacimiento mineral que el cliente nos ha
entregado, para tomarles una foto? Los muchachos fatigan al MineSight y
exprimen sus cerebros para dar con la respuesta que tanto buscan. No se me
ocurre ninguna mentira ingeniosa, excepto decirles una verdad: Deyvis, Joeliño, tomémonos un selfie, por
fa. Es la única manera que he encontrado para probarle a mi jodida esposa que
llego tarde a casa no por haber estado chupando en algún bar sino porque me he
quedado trabajando en la oficina.
Ellos
ríen de buena gana, me llaman “pisado”, pero me conceden el selfie. Ahí
estamos: ellos riéndose porque Joeliño me pone el dedo medio en medio de la
cara (qué payaso eres, Joeliño… -huevonazo-) y yo riéndome porque me gusta el
ambiente que esta gente, mis fatigados compañeros de trabajo, crea e impone con
su chispa y su buen humor.
Esta
otra foto revela la trágica situación de la empresa a través de un pequeño
detalle. Fíjense en la bolsita de galletas de animalitos al lado de Joeliño.
Así es. Antes nos quedábamos hasta bien entrada la noche acompañados de una
deliciosa pizza y una Coca Cola bien helada y gorda. Ahora, solo nos alcanza
para un paquete de galletas con forma de animales que saben a vainilla. ¿Pero
eso es importante? No, no lo es. Lo importante es que, con pizza o con galletas
de animalitos, la gente de mi área, mi gente, mis compañeros, siempre portará una
tonelada de buen humor en el alma.
La
empresa atraviesa una difícil situación. Todos lo sabemos. Sin embargo, mis
compañeros conservan y demuestran su calidad humana en cualquier instante. Son
inmunes a la depresión o a la tristeza. Como en el teatro, incluso en los
momentos más turbulentos, el espectáculo debe continuar.
Media
hora después del selfie, abandonamos la oficina. Los acompaño hasta la estación
del metropolitano. En pocos minutos, viajarán hacia sus hogares, en la zona
norte de Lima, aplastados por otros tantos cientos de esforzados peruanos. Yo
me despido de ellos. Nos damos la mano. Hasta
mañana, nos decimos. Me alejo contento porque tengo la foto que quería, la
foto que, al cabo de varios años, calvo, panzón y más feo, me hará recordar que
siempre fui feliz.
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