sábado, 20 de septiembre de 2014

El selfie

Para empezar, no soy partidario de los selfies, en particular, ni de las thirdies, en general. ¿Por qué?  Porque no soy fotogénico. No nací con una cara bonita, presentable, agradable.

Sin embargo, ahora que tengo los días contados en la empresa para la que trabajo, decido superar mis temores idiotas y capturar, al menos en fotografías, la esencia de la oficina, es decir, su gente, esa gente compuesta por pequeños y frágiles seres humanos.

Allí estábamos: Deyvis, Joeliño y yo. Nueve de la noche. Tres horas han transcurrido desde la hora oficial de salida. Pero así somos. No nos pagan sobretiempo y vivimos bastante lejos del trabajo, pero creemos que el deber tiene que cumplirse, el cliente tiene que recibir sus entregables en la fecha establecida.  Suena estúpido, pero así nos han criado desde chibolos: tememos ser incumplidos, tememos que nos reprendan, tememos visceralmente cagar las cosas, aunque sea deliberadamente.

¿Cómo convenzo a Deyvis y Joeliño, que se rompen la cabeza para hallar la forma de codificar los recursos del caprichoso yacimiento mineral que el cliente nos ha entregado, para tomarles una foto? Los muchachos fatigan al MineSight y exprimen sus cerebros para dar con la respuesta que tanto buscan. No se me ocurre ninguna mentira ingeniosa, excepto decirles una verdad: Deyvis, Joeliño, tomémonos un selfie, por fa. Es la única manera que he encontrado para probarle a mi jodida esposa que llego tarde a casa no por haber estado chupando en algún bar sino porque me he quedado trabajando en la oficina.

Ellos ríen de buena gana, me llaman “pisado”, pero me conceden el selfie. Ahí estamos: ellos riéndose porque Joeliño me pone el dedo medio en medio de la cara (qué payaso eres, Joeliño… -huevonazo-) y yo riéndome porque me gusta el ambiente que esta gente, mis fatigados compañeros de trabajo, crea e impone con su chispa y su buen humor.



Esta otra foto revela la trágica situación de la empresa a través de un pequeño detalle. Fíjense en la bolsita de galletas de animalitos al lado de Joeliño. Así es. Antes nos quedábamos hasta bien entrada la noche acompañados de una deliciosa pizza y una Coca Cola bien helada y gorda. Ahora, solo nos alcanza para un paquete de galletas con forma de animales que saben a vainilla. ¿Pero eso es importante? No, no lo es. Lo importante es que, con pizza o con galletas de animalitos, la gente de mi área, mi gente, mis compañeros, siempre portará una tonelada de buen humor en el alma.  



La empresa atraviesa una difícil situación. Todos lo sabemos. Sin embargo, mis compañeros conservan y demuestran su calidad humana en cualquier instante. Son inmunes a la depresión o a la tristeza. Como en el teatro, incluso en los momentos más turbulentos, el espectáculo debe continuar.  


Media hora después del selfie, abandonamos la oficina. Los acompaño hasta la estación del metropolitano. En pocos minutos, viajarán hacia sus hogares, en la zona norte de Lima, aplastados por otros tantos cientos de esforzados peruanos. Yo me despido de ellos. Nos damos la mano. Hasta mañana, nos decimos. Me alejo contento porque tengo la foto que quería, la foto que, al cabo de varios años, calvo, panzón y más feo, me hará recordar que siempre fui feliz.

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