La carta
Dani:
Te
juro que no lo planeé. Mira, tengo el mismo libro (la misma editorial, la misma
portada), el libro del cual me leíste los poemas de Calvo. ¿Lo recuerdas?
Estábamos en esa banca de la Plaza Francia, esa que confundiste con la placita Elguera.
A escasos metros de nuestra banca, a las faldas de la estatua de la libertad,
una gavilla de wachiturros seleccionaba a sus próximas víctimas.
¿Quieres
saber cómo lo conseguí?
Te
cuento. Me escapé de mi clase de los sábados. Mientras el profesor peroraba, yo
te recordaba, revivía nuestra conversación en ese chifita del jirón Moquegua
–tu franca sonrisa, tu estar sin maquillaje y ser arrolladoramente linda-;
nuestro deambular por Camaná en busca del lugar perfecto para la lectura del
libro de Calvo que habías llevado; la forma en que me leías tus dos poemas
favoritos (Ausencias y Retardos y Para Elsa, poco antes de partir); tu
nerviosismo cuando terminaste de leer el poema bukowskiano que te había escrito
en cinco minutos mientras aguardaba por ti en la puerta de tu trabajo; el deseo
de besarte bajo esa noche fría mientras me leías –no sé cómo no te morías de frío
con el polito que llevaste-; el temor de echar a perder ese algo que todavía no
sé cómo llamar que existe entre tú y yo, un algo que existe y es fortísimo a
pesar de que esa era la segunda vez que nos veíamos luego de dos años.
Decía
que me escapé de la clase. Tenía que conseguir un poemario de César Calvo. No
me importaba cual. Sus poemas bajo mis ojos sería una manera de tenerte presente.
Así que tomé la 303 del Corredor Azul, de Susana Villarán, en el paradero de
Aramburú y, al cabo de quince minutos, arribé a Quilca. Me detuve en el puesto
de periódicos de la esquina y vi el edificio donde trabajas. Sal al balcón, rogaba. Quiero verte, Dani. Pero nada pasó. Te
imaginé dentro, en tu oficina, atareadísima con tu chamba, como me contaste, o
tratando de despertar al dormilón de tu compañero para que la jefa no lo bote a
puntapiés.
En
mi librería de viejo, le pregunté al señor Luna por un poemario de César Calvo.
Cualquiera, maestro, le dije. Él
respondió ¿Las tres mitades? El señor
Luna es muy culto y, al menos, conoce una obra de cualquier autor. ¿Cómo?
Pregunté. Como era –y soy- nuevo en la obra de Calvo, no entendí que el maestro
se refería a Las tres mitades de Ino Moxo,
el libro de memorias de César. Prometió separarme un poemario del referido
autor en cuanto cayera en sus manos.
Recorrí
todas las tiendas de Quilca con el mismo resultado: no había poemarios de
Calvo.
Entonces,
me interné en el Boulevard de la Cultura de Quilca. Visité todos los puestos. Y
nada. Nada de nada. Estaba resignándome a disfrutar de los poemas que me leíste
únicamente con la ayuda de mi deleznable memoria. Para mañana ya habría
olvidado los dos o tres versos que aún retenía.
Pero
me faltaba visitar un stand. Era el stand de Selecta Librería, cuyo dueño es el voraz lector (el adjetivo voraz
le queda corto, porque este tipo traga y traga cantidades continentales de
libros), crítico y novelista, Gabriel. Le hago la pregunta. Se queda pensando. Calvo, Calvo, Calvo, dice, dubitativo,
mientras se acerca a una de sus estanterías de libros. Yo pienso: La cagada, ya fue. Tendré que irme de acá
sin ese pedazo de Dani que necesito.
Tengo solamente este, dice Gabriel y yo pienso: Bien, carajo. ¿Y sabes qué ejemplar
sacó? Sí, exactamente el mismo que tú me habías leído. Fue como si te volviera
a ver, Dani. Poco faltó para abrazar el ejemplar, para arranchárselo de las
manos a Gabriel. A Calvo deberían editarlo
más, dijo. Coincidí. Calvo es un poeta de la puta madre, pero no por la
calidad de sus poemas, que no puedo juzgar porque no soy poeta ni tengo la pasta
para serlo, como te dije, soy un basto y burdo lector de prosa. Calvo es
estupendo porque, simplemente, me recuerda a ti, Dani.
Y
aquí tengo mi ejemplar. Discúlpame por arruinar la fotografía del libro con mi
cara. Pero debía haber una prueba de mí y del ejemplar juntos, para que me
creas que entre tú y yo, a pesar de que solamente nos hemos visto un par de veces
en dos años, las coincidencias son enormes.
Caminamos
hasta Varela ¿Te acuerdas? Y conversamos sobre las clases de salsa que tomas
esporádicamente en un ruinoso local de los alrededores, con profesores
americanos y cubanos que seguramente son traídos con engaños a esta región de
América del Sur.
Tenemos
tanto en común, Dani: el apellido raro (por eso nos decimos primos); nos gusta
Lima, el Centro de Lima, su olor a rancio y su arquitectura colonial y de
principios de siglo que se va cayendo a pedazos; prefieres el verso y yo la
prosa, genial; sentías que me conocías de hace mucho tiempo, y yo me sentí tan
cómodo contigo que tomé la sopa del chifa como un cerdo, sorbiendo del mismo
tazón. Rompimos los convencionalismos de cualquier cita y nos cagábamos de la
risa en todo instante.
No
sé si es amor lo que siento, pero sé que es algo que no había experimentado
jamás. Con nadie. Recuerdo la historia que me contaste de César Calvo: regaló
la refrigeradora que Chabuca Granda le había prestado a un amigo en común,
únicamente para enamorar a una bella chinchana. Me dijiste que Calvo era capaz
de todo por el amor de una mujer. Y, así, murió pobre. Y yo dije: Genial, así es como deben morir los
artistas, en la pobreza. Un buen artista muere así. Y vive así. Si no, ¿de
dónde crees que sacan el material para sus estupendas obras? La felicidad, en
el arte, es inútil.
Así
como Calvo, yo me atrevo a escribirte esta carta. Léela, por favor; pues es
solo para ti. Quién sabe cuándo nos volvamos a encontrar nuevamente.
Allí,
al pie de tu academia de medio pelo, nos despedimos. Nos dimos un tímido abrazo
y cada quien caminó por su lado: tú hacia la Residencial Liliana y yo hacia el
Puente Tingo María. Y lo genial, lo genial de que el destino nos haya juntado
por segunda vez, fue que nadie propuso una tercera cita. Ni tú ni yo. Ambos
sabíamos muy bien que de esos planes se encargan nuestros destinos.
Eso
me recuerda una película. Si deseas, mira en YouTube Algo parecido al amor, en la que los protagonistas, Oliver (Ashton
Kutcher) y Emily (Amanda Peet), tras siete años de encontrarse cuatro veces por
el simple capricho del destino, reconocen que solo ellos podían ser capaces de
amarse de esa manera tan alucinante. Me conmoví cuando vi esa película por
primera vez hace unos días. Pero ayer, al ver ciertas similitudes entre la
trama y nuestras vidas, lloré más, lloré como una nena. Claro que yo apenas me
parezco a la planta del pie derecho de Ashton, pero no puedo evitar sentirme
Oliver por momentos.
No
quiero aburrirte más.
Concluiré
explicándote por qué no me atreví a besarte. (Horas después de nuestro
encuentro, me contaste que también querías hacerlo, también querías besarme y
huir después. Inferí que no me besaste porque sabes que soy un hombre casado.
Nunca te oculté eso. Te dije que era casado y que tenía una bebe desde el
primer momento que te conocí, hace dos años. Solo me dijiste que no me besaste
porque no querías causar problemas. Eres un ángel, Dani).
No
te besé, no porque sea un hombre casado y tenga una preciosa hija, no. No te
besé porque no quería arruinar nuestra relación (si la podemos llamar así), esa
relación que el hado, los dioses o quién quiera que sea, se encarga de
planificar meticulosamente. No te besé porque no quería que nuestra relación
sea la típica relación de citas, encuentros pactados, rutina, formalismos, y
tantas otras calamidades que, finalmente, terminan destrozando lo que alguna
vez fue mágico.
Tácitamente,
tú y yo acordamos que sean nuestras vidas las que se crucen cuando les dé la
gana de hacerlo. Nosotros nos reconocemos inferiores ante sus designios.
La dedicatoria
Dani:
Coge
tu ejemplar del libro de César y lee la tercera estrofa de Dan las campanas tu recuerdo en punto (página 20). El siguiente
verso es para ti: Desde el fondo de todo
lo que tengo, me faltas.
¿Has
escuchado a Mar de Copas?
Te
dedico toda la canción Adiós, amor; en
especial, estos versos: Adiós, amor. Tu
suavidad me va a faltar. Del sur invaden para robarte tu honor. Tan clara era
tu voz. Tu no presencia y tu no besarme y tu no abrazarme serán mi gran tesoro.
(0:48)
El agradecimiento
Luego
de que leíste mi poema –poema que te escribí en una servilleta-, te pusiste
nerviosa (horas después, me confesaste que era porque te gustó mucho, porque tú
también sentías lo que yo por ti) y, como respuesta, declamaste de memoria el
Soneto V de Garcilaso. La experiencia que viví: verte y oírte declamar ese
soneto, como respuesta a mi poema (supe que era respuesta cuando me lo
confesaste mucho después, cuando ya no estuvimos cerca). Yo, tonto y poco
perspicaz como soy, creí que los nervios te los causaban los wachiturros
faltosos que estaban a pocos metros de nosotros. Pero, no. Tu nerviosismo –y el
mío- se debía a que nos teníamos tan cerca y tan lejos al mismo tiempo.
Guardaré
ese soneto en mi alma por siempre, Dani (o al menos en mi USB). El que lo hayas
recitado, fue mejor, mucho mejor, creo, que un beso. Cualquier pareja se da un
beso. No cuesta nada. Pero recitar un poema bello de memoria es una respuesta
que solo tú podías dar, Dani. Gracias.
El final
Nos
vemos, Dani; si nuestros destinos se llegan a poner de acuerdo por tercera vez.
Qué lindo!!!
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