A
mi esposa ya no le causan celos mis salidas. Podría decirse que ya no le
importa el asunto.
Ella
tenía clases en su instituto. Yo, en la sombra, urdía un encuentro con Kathy. A
decir verdad, no tenía por qué guarecerme en las tinieblas, puesto que a mi
esposa le importa un rábano lo que haga o dejé de hacer con mi pichula, pero
uno no deja de guardar ciertos resquemores. Hay que conservar las formas, ¿no? La
recogería en su instituto e iríamos al Chili’s de Plaza Norte a tomar unos
tragos y conversar. Le adelanté, por supuesto, que no tenía plata. Ni un puto
sol. No te preocupes; yo pago, me dijo cariñosamente.
Cierro
la conversa. Le digo a mi esposa que voy a salir más tarde. No hay problema, me
dice. Ahorita sirvo la comida: He hecho arrocito, puré de frejoles, con tu paltita
y tu ensalada de lechuga. Te vas a comer hasta el plato.
Le
agradecí y le di un beso en la mejilla. Me tiré sobre el sofá, como el gran
vago que soy, y terminé de leer “La pasajera”. Me costaba terminar (o empezar)
esta nueva novela de Cueto. El tema del terrorismo ya me tenía hinchado. Es
decir, la forma en cómo se enfoca este tema en la literatura actual peruana me
parece demasiado intelectual y bombardeado de lugares comunes. No sé. Como no
me gusta dejar una lectura a medias, sobre todo si se trata de un libro de
pocas hojas, continué. A ver, un ex militar, dedicado, luego de la guerra
interna, al noble oficio del taxi, cierto día, tiene como pasajera a Delia, la
mujer a quien un grupo de soldados, bajo el mando de este ex militar, quien a
su vez seguía las órdenes de su inescrupuloso coronel, violó salvajemente. Este
encuentro casual le despiertan a Arturo (nombre del ex militar) aquellos
infaustos recuerdos que, al parecer, no tenía del todo olvidados. El contrito
militar se propone hallar nuevamente a Delia para resarcir su error. El
destino, el azar, la habían colocado en su camino luego de tantos años de
calamidades espirituales y ahora se proponía él arrebatarle las riendas al
destino para ajustar él mismo las deudas con su conciencia.
El
desenlace de la novela me pareció poco real, fingido. Sentí que los personajes
vivían atados, que seguían un libreto, el libreto que debe seguir todo
personaje “afectado” por la guerra interna. Ni bien lees esas páginas, percibes
que los personajes se mueven dentro de parámetros, que no hay espontaneidad.
Terminé
la novela y almorcé como los dioses. Mi esposa tiene una estupenda sazón.
La
salida con Kathy estuvo amena. Para no aburrirla, recurrí a mi vieja
estrategia: entrevistarla. Una persona se siente a gusto cuando la dejas hablar
de su vida, cuando le haces preguntas que azucen o espoleen sus lenguas. Los
seres humanos somos unos animales sumamente egoístas. Unos lo reconocemos;
otros no.
Luego
del Chili’s, fuimos a su casa. El propósito era pasar la noche con ella
resolviendo unos crucigramas. Sin embargo, el plan fracasó. Su papá todavía
estaba despierto y merodeando por la sala de la casa. Una incursión hubiera
sido bastante temeraria, creía yo. Me mojaba los pantalones, tal como lo hizo
Ollanta Humala cuando se rehusó a recibir a Capriles en Lima para no enojar al
todavía vivo Chávez, su mentor. Decidí retirarme y agradecerle los tragos y la
conversación.
Hoy
le escribo un mensaje: buenos días.
Hola,
me responde, ayer hubiera sido bonito que te quedaras conmigo.
No
hay problema, replico. Quizás fue mejor: seguro me quedaba dormido, acoto. Ella
se ríe.