Ahora tengo un nuevo cuaderno pulcro y mi cuerpo
delicioso como todo verbo.
Julio Barco – Arder
Llevo
en esta bolsa negra el corazón del ministro de educación y cultura, uno de los
ministros más jóvenes que ha tenido el Perú. Tengo miedo. Siento que la gente
que se cruza en mi camino puede ver a través de la bolsa. Sus ojos me gritan “asesino”.
Pareciese que, en cualquier momento, empezarán a lincharme o, en el mejor de los
casos, llevarme con la policía. Aún tengo que salvar dos cuadras para poner
esta bolsa en el tacho de basura que está al lado del poste pintado de
amarillo. Esa es la señal.
Yo no
maté al poeta Arco; así se apellida (o se apellidó) el ministro más joven del
país. Yo solo le extraje el corazón y lo puse en esta bolsa negra. Quien lo
mató fue otra persona. A mí solo me pagaron por ejecutar lo que acabo de
contar.
***
A
pesar de que su nombre se replicaba más y más en revistas, diarios y páginas
web, el poeta Arco carecía del apoyo moral de sus papás, quienes desaprobaban
que su único hijo se dedicase a huevear el día entero. Yo no soy un vago, se defendía el poeta en las ácidas y cada vez
más frecuentes discusiones familiares. Yo
leo y hago literatura; la estudio. La poesía es mi pasión, es mi destino. ¿No
lo pueden entender? Los pleitos casi siempre terminaban con el papá
espetándole: ¿Y hasta cuándo chucha te
voy a mantener, desgraciado? Ya tienes veintitantos, has terminado la
universidad y jamás hemos visto un centavo de tu parte. Pero el unigénito
respondía: A mis veintitantos, tengo
media docena de poemarios publicados, papá. El aludido remataba: ¿Vamos a comer poemarios, huevón?
Una
mañana, la cocina de la casa empezó a arder. El papá, que ya se alistaba para
ir a la fábrica de embutidos donde se encargaba del empaquetado del producto
final, fue quien se percató del amago de incendio. ¿Quién mierda ha hecho esto?, dijo, exasperado, luego de que aventó
un baldazo de agua sobre las crecientes llamas. Carajo, pudimos haber muerto si explotaba el balón de gas.
Entonces, descubrió un libro chamuscado en la hornilla. ¿Y esto?, dijo, levantando el objeto, tratando de explicarse la
situación. Y apareció Juan. Dijiste que
querías comer poemarios; les estaba preparando un omelette con mis mejores versos.
Así
fue como Arco inició a la fuerza su gira nacional. Vagabundeó por todo el país
hablando de sus poemarios y brindando cientos de entrevistas a canales de
Youtube de provincias y del extranjero. En todas las transmisiones, lució
siempre la misma camisa de cuadros azules.
Entonces,
el Perú eligió a su primera presidente transexual, quien, luego de fusilar a
todos aquellos políticos cuyas trapacerías eran de sobra conocidas, estableció
las evaluaciones mensuales de lectura. Todos los habitantes alfabetos del Perú,
nativos o extranjeros, debían leer, por mes, un poemario o una novela. Una
semana antes de culminar determinado mes, eran sorteados diez ciudadanos para
contestar, en un evento televisado, cinco preguntas sobre la lectura que habían
escogido. Aquellos que no acertaban con las respuestas eran fusilados en vivo y
en directo. Esta sangre derramada le servía de estímulo al resto del Perú para
que no descuidara sus lecturas. Cualquiera podía salir sorteado. Más les valía
que estuvieran preparados. En poco
tiempo, el peruano se convirtió en un ser civilizado o, al menos, bastante
leído.
Uno de
los evaluados fue el poeta Arco. Respondió con versación cada pregunta que se
le formuló. Sus respuestas no solo llenaron el vacío planteado, sino que añadieron
islotes de profusa cultura. La presidente, que no se perdía ninguna
transmisión, lo contactó. Arco fue llevado a Palacio de Gobierno. En la oficina
de la máxima autoridad peruana, se le ofreció liderar el Ministerio de
Educación y Cultura. Arco, como era de esperarse, aceptó la misión.
***
¿No te caen mal las personas que le toman
foto a todo lo que comen?
Sí, me llegan al pincho.
Estamos
en Astrid y Gastón, un restaurante en San Isidro al que suelo ir todos los
viernes. La sazón aquí es inmejorable, al igual que la atención de los mozos;
quienes quedan totalmente pendientes de cualquier gesto que hagas, buscando
satisfacer hasta el más mínimo de tus requerimientos.
Juan
mira hacia todos lados, observando el más estricto disimulo. El lugar no es
lujoso, pero es bonito, señorial. Juan sabe que no estamos en un restaurante
cualquiera. Algo ha oído de los locales del cocinero Gastón Acurio. Juan sabe
que está a punto de almorzar en un lugar caro, totalmente fuera de sus
posibilidades. Nunca ha estado en un lugar así, y ya le pica mano por registrar
todo lo que va viendo en la cámara de su celular.
Le
sorprende la gente que va colmando el local de forma mesurada. A diferencia de
nosotros, de piel más bien chaufosa, el resto de los comensales es blanco y de
rasgos del tipo tengo plata y jamás he pisado San Juan de Lurigancho. Juan
lucha por disimular su asombro provinciano y elabora una pose altanera. Solo
por joder, le pregunto si ha estado en un restaurante similar a este. Creo que sí, me miente; no lo recuerdo muy bien.
Caballeros, bienvenidos, dice
el mozo que nos atenderá. Es Ernesto, quien, luego de reconocerme, me saluda
con un cálido apretón de manos. ¿Va a
ordenar lo de siempre, don Gabriel? Tengo treinta y siete años, pero luzco
de veintitrés. Esto me lo dicen todo el tiempo, no lo digo yo mismo. Sin
embargo, me encanta que Ernesto me trate de don. A Juan, por la expresión que
leo en su rostro, jamás lo han tratado con ese respeto en un restaurante ni en
cualquier otro hueco que haya podido visitar. Sí, por favor, Ernesto, lo de siempre: el arroz con mariscos al wok,
abrazo entre el Callao y Genova, año 2007, por favor. He dicho el nombre
completo del plato para aterrorizar con mi refinamiento al poeta Arco.
Siempre con el ajicito carretillero y la
copa de vino alsaciano, ¿verdad don Gabriel?, dice el mozo.
Por supuesto, Ernesto. Muchas gracias.
Y
ahora le toca el turno a Juan. Caballero,
le dice Ernesto, ¿qué va a ordenar usted?
No
puedo dejar de comparar mis zapatillas Air Jordan, de aproximadamente seiscientos
dólares, con los zapatos (¿de colegio?) gastados y avejentados de Juancito.
Gran trabajo le habrá costado a Ernesto llamar “caballero” a un tipo en
semejantes fachas. Afortunadamente, Gastón Acurio, mi amigo, ha capacitado muy
bien a su personal: No hagan distingos de
ningún tipo. Si la persona está sentada a una de nuestras mesas es porque puede
pagar el plato. Eso es todo lo que importa.
¿Dónde está la carta?,
pregunta Juancito, casi con miedo.
Ahí en la mesa, caballero, dice
Ernesto, señalando unos cuadritos negros -que forman un mosaico geométrico-
pegados en una esquina de la mesa. Al detectar la gran interrogante que es la
cara de Juancito, Ernesto profundiza en detalles: Es el
código que debe escanear con su celular para que le aparezca la carta y la
pueda revisar las veces que desee.
No entiendo, dice
Juan.
Yo
disfruto por dentro. Estoy empezando a humillar a este gran escritor y poeta
que me supera en ventas, pero no en pluma. Ah, no, joder, en pluma nadie me
supera. Y en dinero tampoco, por algo tengo más de diez años sobresaliendo en
la industria minera.
Le
digo a Ernesto, quien no pierde la sonrisa en el rostro ni un segundo –gran
trabajo el de mi amigo Gastón al entrenar en el servicio esmerado a estos
muchachos-, que vuelva en un minuto, que yo le indicaré a mi acompañante cómo
ordenar un plato.
Escanear
el código de cuadritos en el celular es una operación bastante fácil. Juan la
comprende rápidamente, aunque no puede ocultar el hecho de que es demasiada
tecnología la que se le ofrece en un solo día y es que, por supuesto, está
sentado a la mesa de uno de los cincuenta mejores restaurantes del mundo.
Lo que
sucede a continuación es todavía más delicioso para mi alma sedienta de
humillación. Juan no entiende los nombres de la carta o jamás los ha probado: “entraña
angus”, “pulpo a la brasa”, “meloso rojo de vóngoles”, “udon criollo al wok” y
así. Es divertidísimo mirarle la cara y a través de ella saber que se está
preguntando dónde están mi arroz chaufa,
mi papa rellena, mi pollo a la brasa. Orgulloso como es, no se atreve a
preguntarme nada. Así que se decide por un plato que cree conocer o le suena
menos extranjero: el pulpo a la brasa. Típico de alguien que no se atreve a
explorar y se refugia en lo conocido. ¿Dónde
está el alma aventurera de este huevón?, pienso. Llamo al mozo y le
comunico los pedidos.
¿Alguna bebida para acompañar su pulpo,
caballero?, le pregunta Ernesto a Juan. Como si le estuvieran
midiendo el tiempo, Juan repasa velozmente la carta de bebidas. Es evidente que
sus pupilas tratan de reconocer alguna palabra que le suene familiar, un punto
seguro al cual aferrarse. El orgullo, otra vez, le impide solicitar consejo
alguno. Entonces, detecta el término “orange”. Alguito de inglés sabe. Orange,
naranja. Un orange spritz, por favor,
dice finalmente Juan. Está sudando. Los nervios lo tienen cojudo. Así que un orange spritz, pienso. Menuda sorpresa te vas a llevar cuando te
raspe la garganta. Afortunadamente, para este pendejo, Ernesto le sugiere
agua. ¿Desea agua para aligerar el sabor
de su bebida, caballero? Agua, agua; esa es una bebida que hasta Juan
conoce. Sí, por favor, se apresura en
contestar. Ernesto regresa enseguida con una botella propia de la casa, el agua
Premium Munay, que es, según mi experiencia, lo único gratis en el restaurante;
para el resto, tienes que aflojar una buena cantidad de billetes.
***
Tal
cual me dijeron, el flaquito llegó a la hora fijada. Sí que era puntual. Volví
a repasar el plan. Me dije: A ver, Pepe,
esperas la señal de Paloma, dejas pasar un minuto para que ella fugue sin
levantar sospechas, y luego entras con el cuchillo.
Era
innecesario sacarle el corazón a un muerto, pero era la tarea para la que me
habían contratado. Tenía que hacerlo, la paga era buena. Además, el flaco ya
estaría muerto cuando me tocase el turno de chambear. O sea, no tenía que matar
al tipo; solo sacarle el corazón y dejarlo en un tacho de basura. ¿Qué harían
con ese corazón? Ese no era mi asunto.
***
En las
redes sociales, Juan se ufanaba de la masiva venta de sus poemarios. Esto me
avinagraba el humor, ya que mis libros eran alimento de polillas. Nadie los
compraba. La gente que me había leído me reconocía un gran manejo del lenguaje,
del suspenso, de la sorpresa, pero nadie se animaba a hacerse con uno de mis
libros. Y no era que yo necesitase el dinero de las ventas –como sí era el caso
de Arco-. El dinero era un tema hacía rato solucionado para mí. Lo que menos me
preocupaba era el vil metal. Sin embargo, aquello que taladraba mi corazón con
ponzoña era el aluvión de halagüeños comentarios que recibía Arco sin cesar,
mientras que los cuentos que yo publicaba apenas si los leía mi mamá.
Decidí
bajarlo de su nube, que probase por unos momentos el agrio sabor de la bajura.
Conseguí su número celular. No había que buscar con mucho ahínco. El teléfono
lo tenía publicado en todas sus redes sociales. Lo llamé. Quiero comprarte todos tus poemarios. Estaba seguro de que ninguno
de sus admiradores, misios la mayoría, le había propuesto semejante oferta. A
sus cortos veintiocho años, tenía ya más de diez libros publicados. Con un
tonito petulante, como si le fuese habitual que le comprasen a diario toda su
obra, me indicó que solo le quedaban ejemplares de su poemario “Prender”. Está bien. Dijo que me lo enviaría por
correo. ¿No lo envías tú mismo? le
pregunte, haciéndole notar mi emoción por que viniese. No, él solo dejaba el
paquete en la oficina de correos. No podía creer que este muerto de hambre no
quisiese conocerme, sabiendo que era un tipo solvente, a quien le tenía sin
cuidado el costo de un poemario o de diez de ellos. ¿Qué no pensaba que podía
ganarse a un lector y seguro comprador de su obra por venir? ¿No vislumbraba
que estaba conversando con un posible mecenas? Un tipo con espíritu emprendedor
no hubiera perdido la oportunidad de entregarme personalmente el libro. Como,
por lo visto, carecía del necesario empuje comercial, y porque era parte
crucial de mi plan de humillación conocerlo, tuve que insistir en que nos
viésemos personalmente. Pero ¿qué decirle? El tipo, además, parecía desconfiar
de cualquiera.
Juan, la verdad es que quiero tomarme unas
fotos contigo. No quiero perderme la oportunidad de retratarme junto al poeta
peruano vivo más importante de estos tiempos.
Estaba
seguro de que no se resistiría a semejante sobada de lomo. Y no me equivoqué.
Empezó a ceder, a abrirse.
Te voy a ser franco, dijo
él, no tengo dinero para ir a ninguna
parte. Lo poco que tengo lo estoy ahorrando para mi siguiente publicación. Espero
entiendas.
Ah, pero eso no es problema, Juan,
respondí sin demora. Espero que no tomes
mal lo que te voy a proponer, pero yo te pago el taxi aquí, a Magdalena. No
tengo ningún problema. Para mí será todo un honor compartir contigo un almuerzo
quizá.
Juan
no sabía qué responder. Aproveché su momento de vacilación para reforzar mi
propuesta. Todo va a ser bien rápido,
estimado Juan. Nos tomamos la foto, almorzamos algo rápido e inmediatamente te
consigo el taxi de regreso.
Sin
embargo, la duda aún hablaba por él: Sí,
pero…,
No
cejé y arremetí con fuerza: Además, Juan,
me gustaría colaborar con tu siguiente publicación. ¿Unos trescientos soles
estarían bien?
Hubo
un silencio del otro lado. No obstante, el olor de la aceptación parecía
sentirse en el aire.
Los
comunistas, como Juancito, son muy susceptibles con el dinero regalado. O sea,
les gusta, siempre y cuando se los ofrezcas refinadamente o bajo la excusa de
alguna noble causa. Para evitar que tomase el dinero como una especie de dádiva
o limosna, le propuse que los trescientos los aceptase como el pago por una
clase maestra y particular de Literatura que él pudiese darme.
¿Clase maestra?, dijo
él.
Claro, una clase de Literatura,
arremetí, de esas que acostumbras a dar
en tu canal de YouTube.
Sabía
que su aceptación estaba muy próxima. Había que coronar la proposición
asumiendo que todo estaba ya aprobado. Le metí entonces la estocada final.
Pásame tu dirección para pedirte el taxi,
por fa.
Una
hora después, Juan, vestido con humildad -pues no tenía dinero para renovar sus
ropas- aparecía a la puerta de mi moderno departamento en Magdalena.
***
Encontré
al poeta ya muerto. Parecía dormido. Era, entonces, mi momento. Me vestí con el
buzo que había llevado para el fin y empecé a sacarle el corazón. Terminada la
misión principal, inicié la secundaria: descuartizarlo. La motosierra hacía el
ruido previsto, pero la radio a todo volumen ocultó los ronroneos. Nadie jodió
durante el proceso. Era la suerte. Mi buena suerte. Empaqué los miembros en
bolsas negras. Alguien más se encargaría de desaparecerlos. No se me dijo
quién. Tampoco me importaba. Mi chamba fue cortarlo en trozos y llevarme el
corazón en una bolsa.
***
Es un honor conocerla, señora presidenta, dice
Pepe.
Señorita, por favor. No hay problema.
Siéntate.
Claro. Gracias, dice
Pepe.
Mira, seguro te preguntarás por qué te he citado.
Así es, señorita presidenta, pero no se me
ocurre ningún motivo.
Claro, ya me imaginaba.
¿Por qué se imaginaba, presidenta?, dice
Pepe, ya empezando a recelar.
La
presidente, que no es tonta, detecta la sospecha de su invitado y, pues, como
ya no hay escapatoria, refuerza su batallón: Porque todo apunta a que tú fuiste el que mató al ministro Juan.
¿Yo? Se equivoca. Eso es lo que dice la
prensa, pero se equivocan, tartamudea
Pepe. Mi desgracia con todo este alboroto
fue haber llevado en la mano el mismo tipo de bolsa que llevaba el asesino
cuando huyó del lugar.
Ya veo. Sin embargo, las pruebas que tengo
no vienen de la prensa. Si me dejase guiar por lo que dicen los periódicos,
este país se habría terminado de ir a la mierda hace mucho tiempo. Ahora, ves
que el ciudadano peruano ha cambiado. Es más culto, lee, trabaja, se esfuerza.
Los índices de pobreza bajan considerablemente mes a mes. Sí, hay gente que se
larga porque no quiere morir, porque no ha leído lo que tenía que leer. Y los
dejamos ir. Nos quedamos con quienes realmente quieren esforzarse.
Claro, me consta. En casa, por ejemplo,
hasta mi señora lee. Y antes ella huía de los libros, dice
Pepe.
La
presidente camina hacia la puerta del salón oval. La abre y entran dos
militares. Cada uno lleva un fusil. El señor Pepe se alarma. La presidenta
retoma su discurso.
Como le decía, no he llegado a estas
alturas de la política por ser tonta. Sé que tú mataste al ministro Juan.
¿Cómo? ¿Yo? No, no, para nada.
Shhh, shhh. No necesito que me pruebes lo
contrario. Yo sé que fuiste tú y punto. Y las balas que están dentro de los
fusiles de estos caballeros también lo saben y, lamentablemente para ti, ellas
no tienen oídos que quieran oír tus excusas.
Por favor, no quiero morir. Yo solo le
quité el corazón. Nada más. Una mujer se encargó de matarlo con un veneno. Le
juro que le estoy diciendo la verdad, suplica Pepe, las lágrimas
bañando su rostro.
Lo más jodido de todo esto se lo lleva
Anita, la señora que hace la limpieza. No sabes, Pepe, lo que le cuesta remover
la sangre de estos pisos y paredes sin dañar la pintura. La vez que eliminé al
candidato enano, buen tiempo le llevó quitar los pedazos de cerebro del cuadro
de Túpac Amaru.
Espere, presidenta, soy ino…
Y los
balazos empiezan a destrozar el cuerpo de Pepe.
***
Cuando
eligieron a Juan ministro de educación y cultura, me calenté tremendamente. No
lo pude soportar. El muy pendejo, encima, me invitó a conocer Palacio. Quería
devolverme la humillación que le hice sufrir en Astrid y Gastón. La venta de
sus libros se disparó a la estratósfera. Algo se me ocurrirá para castigar a
este insolente. Solo con la mamadera del
gobierno podías salir de pobre, cabrón.