martes, 29 de junio de 2021

En mi muro - Capítulo 7 (Novela de Daniel Gutiérrez Híjar)

Si no quieres pasar tus primeros días en una mina peruana (una ubicada a más de 4,000 metros sobre el nivel del mar), abrazado al wáter del baño y desalojando en él todo lo que has comido desde que naciste, con la cabeza reventándote y tirado, luego, en una camilla, delirando y recibiendo oxígeno de un inmenso tanque verde que, por momentos, te parecerá la pinga del Increíble Hulk, te invito a seguir estas recomendaciones.

Antes del viaje, empaca ropa gruesa, ropa que abrigue. Deja de lado tus principios fashionistas, aquí solo importa abrigarse.

Compra en la botica un blíster de dimenhidrinato; 10 pastillas por 2 soles. No pagues más. En la tienda del costado, cómprate una botellita de Tampico; 1 sol 50, bien pagado.

No cenes el día antes del viaje. Tampoco almuerces pantagruélicamente. El estómago debe prepararse para el abrupto cambio que experimentará: a más de 4,000 metros, procesará tus alimentos con lentitud. No le será posible digerir lo que normalmente tragas a nivel del mar.

El día del viaje desayuna tu primera pastilla del blíster. Bájala con un sorbito del Tampico. Así es, acertaste; el primer día será de ayuno. Los mejores nutricionistas, especialmente aquellos que terminaron la universidad sin asistir a demasiadas clases, recomiendan ayunar un día por semana.

Una vez dentro de la camioneta que te llevará a la mina, dormirás profundamente. El dimenhidrinato se encargará de ponerte en coma: es uno de sus efectos colaterales. Sí, te perderás la estela de maravillosos paisajes serranos que desfilarán ante tu ventana, pero si tu camioneta sufre un siniestro, ni lo sentirás de lo ausente que estarás. Aprecia siempre el aspecto positivo de los problemas.

Cuando lleguen al restaurante Chez Víctor (que significa «En la casa de Víctor»), pides una sopa. Te recomiendo la sustancia de pollo.  Acompáñala con un juguito de naranja. Con él, te soplarás el segundo dimenhidrinato. Ahí, en San Mateo (localidad que acoge a Chez Víctor), ya sentirás cierta presión en las sienes, presión que hubiera sido mucho más jodida si no te hubieras tomado la primera pastillita. Por favor, no te dejes tentar por lo que ordene el chofer de la camioneta: la consabida trucha con el riquísimo arroz blanco y las doradas papas fritas. No imites tal pedido. El organismo del chofer está acostumbrado a la altura. Él sube y baja llevando gente. La altura y él ya son uno solo. En lugar de codiciar su pedido, conversa con él. Miren el fútbol. El chofer te contará que está haciendo una pequeña fortuna apostando el número de corners en cada partido de la Eurocopa. Ya lo ves celebrando el tercer tiro de esquina a favor de los daneses y en desmedro de los galeses. Admira su portento estadístico. Saluda su magnífico apetito, pero no pidas la trucha. Tu estómago citadino no la soportará. No ahora.


De regreso en la camioneta, volverás a dormir. Despertarás una hora después, cuando hayas llegado a la mina. Sentirás un frío que te molerá los huesos ni bien bajes del auto. Serán las 3 de la tarde, si mis cálculos son correctos. Dejarás tus cosas en el campamento y luego irás a las oficinas a trabajar. Para eso te pagan. Solo procura moverte con lentitud, con tranquilidad. Nadie te apura. Tu cuerpo te lo agradecerá. Un consumo violento de energía le generará a tu organismo un campaneo tremebundo en la cabeza, acompañado de un jadeo maratónico por respirar más oxígeno del que puedes.
 

Te recomiendo no entrar a la mina en tu primer día; déjalo para el siguiente.

En la noche, no te bañes. Todo lo sentirás helado, incluso el agua caliente de la ducha. Ponte encima todo lo que empacaste y sumérgete debajo de las 5 gruesas frazadas que la cama del campamento tiene para ti.

Antes de dormir, con el Tampico que te sobró de la mañana, tómate el tercer dimenhidrinato del día.

Ni se te ocurra prender la estufa para calentarte durante la noche. Deja ese trabajo a las frazadas y los abrigos. Las estufas consumen el oxígeno que te es tan escaso y tan necesario en esta situación. Si duermes con la estufa encendida, nada de lo que te he dicho servirá. No podrás dormir: los dolores de cabeza y las náuseas sabotearán tu sueño.

No te masturbes esa primera noche. No seas loco. Hold your horses. Aunque, sopesándolo bien, este consejo está de más: el dimenhidrinato recién ingerido se encargará de esfumar tus deliquios sexuales y te conducirá a un sueño vaporoso y prolongado.

El cuarto y último dimenhidrinato lo tomarás en el desayuno del segundo día, con un matecito o un tecito. En el almuerzo, ya podrás ingerir algo más que una sopa y prescindir de las pastillas. En este punto, podemos afirmar que has sobrevivido al soroche y sus funestos efectos; podrás comer lo que gustes y masturbarte las noches que creas necesarias siempre y cuando actives las alarmas en tu celular. Recuerda que, en la mina, la chamba arranca desde las 4 de la mañana. No vale quedarse dormido. Te arriesgas a que te acomoden una puteada.

Si mi receta para sobrevivir al soroche no te cuadra, no la sigas. Total, las recetas siempre fallan. Ya ves que el batido de fresa con Smirnofff sale mejor con una lata de Smirnoff de manzana y no con una del sabor original sindicado en la receta.

Estás servido.

 

  

 

 

 

 

viernes, 25 de junio de 2021

Un País Feliz. Una Presidente Transexual en el Perú - Capítulo 9 (Novela de Daniel Gutiérrez Híjar)

Ahora tengo un nuevo cuaderno pulcro y mi cuerpo delicioso como todo verbo.

 

Julio Barco – Arder

 

Llevo en esta bolsa negra el corazón del ministro de educación y cultura, uno de los ministros más jóvenes que ha tenido el Perú. Tengo miedo. Siento que la gente que se cruza en mi camino puede ver a través de la bolsa. Sus ojos me gritan “asesino”. Pareciese que, en cualquier momento, empezarán a lincharme o, en el mejor de los casos, llevarme con la policía. Aún tengo que salvar dos cuadras para poner esta bolsa en el tacho de basura que está al lado del poste pintado de amarillo. Esa es la señal.

Yo no maté al poeta Arco; así se apellida (o se apellidó) el ministro más joven del país. Yo solo le extraje el corazón y lo puse en esta bolsa negra. Quien lo mató fue otra persona. A mí solo me pagaron por ejecutar lo que acabo de contar.

***

A pesar de que su nombre se replicaba más y más en revistas, diarios y páginas web, el poeta Arco carecía del apoyo moral de sus papás, quienes desaprobaban que su único hijo se dedicase a huevear el día entero. Yo no soy un vago, se defendía el poeta en las ácidas y cada vez más frecuentes discusiones familiares. Yo leo y hago literatura; la estudio. La poesía es mi pasión, es mi destino. ¿No lo pueden entender? Los pleitos casi siempre terminaban con el papá espetándole: ¿Y hasta cuándo chucha te voy a mantener, desgraciado? Ya tienes veintitantos, has terminado la universidad y jamás hemos visto un centavo de tu parte. Pero el unigénito respondía: A mis veintitantos, tengo media docena de poemarios publicados, papá. El aludido remataba: ¿Vamos a comer poemarios, huevón?

Una mañana, la cocina de la casa empezó a arder. El papá, que ya se alistaba para ir a la fábrica de embutidos donde se encargaba del empaquetado del producto final, fue quien se percató del amago de incendio. ¿Quién mierda ha hecho esto?, dijo, exasperado, luego de que aventó un baldazo de agua sobre las crecientes llamas. Carajo, pudimos haber muerto si explotaba el balón de gas. Entonces, descubrió un libro chamuscado en la hornilla. ¿Y esto?, dijo, levantando el objeto, tratando de explicarse la situación. Y apareció Juan. Dijiste que querías comer poemarios; les estaba preparando un omelette con mis mejores versos.

Así fue como Arco inició a la fuerza su gira nacional. Vagabundeó por todo el país hablando de sus poemarios y brindando cientos de entrevistas a canales de Youtube de provincias y del extranjero. En todas las transmisiones, lució siempre la misma camisa de cuadros azules.

Entonces, el Perú eligió a su primera presidente transexual, quien, luego de fusilar a todos aquellos políticos cuyas trapacerías eran de sobra conocidas, estableció las evaluaciones mensuales de lectura. Todos los habitantes alfabetos del Perú, nativos o extranjeros, debían leer, por mes, un poemario o una novela. Una semana antes de culminar determinado mes, eran sorteados diez ciudadanos para contestar, en un evento televisado, cinco preguntas sobre la lectura que habían escogido. Aquellos que no acertaban con las respuestas eran fusilados en vivo y en directo. Esta sangre derramada le servía de estímulo al resto del Perú para que no descuidara sus lecturas. Cualquiera podía salir sorteado. Más les valía que estuvieran preparados.  En poco tiempo, el peruano se convirtió en un ser civilizado o, al menos, bastante leído.

Uno de los evaluados fue el poeta Arco. Respondió con versación cada pregunta que se le formuló. Sus respuestas no solo llenaron el vacío planteado, sino que añadieron islotes de profusa cultura. La presidente, que no se perdía ninguna transmisión, lo contactó. Arco fue llevado a Palacio de Gobierno. En la oficina de la máxima autoridad peruana, se le ofreció liderar el Ministerio de Educación y Cultura. Arco, como era de esperarse, aceptó la misión.

***

¿No te caen mal las personas que le toman foto a todo lo que comen?

Sí, me llegan al pincho.

Estamos en Astrid y Gastón, un restaurante en San Isidro al que suelo ir todos los viernes. La sazón aquí es inmejorable, al igual que la atención de los mozos; quienes quedan totalmente pendientes de cualquier gesto que hagas, buscando satisfacer hasta el más mínimo de tus requerimientos.

Juan mira hacia todos lados, observando el más estricto disimulo. El lugar no es lujoso, pero es bonito, señorial. Juan sabe que no estamos en un restaurante cualquiera. Algo ha oído de los locales del cocinero Gastón Acurio. Juan sabe que está a punto de almorzar en un lugar caro, totalmente fuera de sus posibilidades. Nunca ha estado en un lugar así, y ya le pica mano por registrar todo lo que va viendo en la cámara de su celular.

Le sorprende la gente que va colmando el local de forma mesurada. A diferencia de nosotros, de piel más bien chaufosa, el resto de los comensales es blanco y de rasgos del tipo tengo plata y jamás he pisado San Juan de Lurigancho. Juan lucha por disimular su asombro provinciano y elabora una pose altanera. Solo por joder, le pregunto si ha estado en un restaurante similar a este. Creo que sí, me miente; no lo recuerdo muy bien.

Caballeros, bienvenidos, dice el mozo que nos atenderá. Es Ernesto, quien, luego de reconocerme, me saluda con un cálido apretón de manos. ¿Va a ordenar lo de siempre, don Gabriel? Tengo treinta y siete años, pero luzco de veintitrés. Esto me lo dicen todo el tiempo, no lo digo yo mismo. Sin embargo, me encanta que Ernesto me trate de don. A Juan, por la expresión que leo en su rostro, jamás lo han tratado con ese respeto en un restaurante ni en cualquier otro hueco que haya podido visitar. Sí, por favor, Ernesto, lo de siempre: el arroz con mariscos al wok, abrazo entre el Callao y Genova, año 2007, por favor. He dicho el nombre completo del plato para aterrorizar con mi refinamiento al poeta Arco.

Siempre con el ajicito carretillero y la copa de vino alsaciano, ¿verdad don Gabriel?, dice el mozo.

Por supuesto, Ernesto. Muchas gracias.

Y ahora le toca el turno a Juan. Caballero, le dice Ernesto, ¿qué va a ordenar usted?

No puedo dejar de comparar mis zapatillas Air Jordan, de aproximadamente seiscientos dólares, con los zapatos (¿de colegio?) gastados y avejentados de Juancito. Gran trabajo le habrá costado a Ernesto llamar “caballero” a un tipo en semejantes fachas. Afortunadamente, Gastón Acurio, mi amigo, ha capacitado muy bien a su personal: No hagan distingos de ningún tipo. Si la persona está sentada a una de nuestras mesas es porque puede pagar el plato. Eso es todo lo que importa.

¿Dónde está la carta?, pregunta Juancito, casi con miedo.

Ahí en la mesa, caballero, dice Ernesto, señalando unos cuadritos negros -que forman un mosaico geométrico- pegados en una esquina de la mesa. Al detectar la gran interrogante que es la cara de Juancito, Ernesto profundiza en detalles:  Es el código que debe escanear con su celular para que le aparezca la carta y la pueda revisar las veces que desee. 

No entiendo, dice Juan.

Yo disfruto por dentro. Estoy empezando a humillar a este gran escritor y poeta que me supera en ventas, pero no en pluma. Ah, no, joder, en pluma nadie me supera. Y en dinero tampoco, por algo tengo más de diez años sobresaliendo en la industria minera.

Le digo a Ernesto, quien no pierde la sonrisa en el rostro ni un segundo –gran trabajo el de mi amigo Gastón al entrenar en el servicio esmerado a estos muchachos-, que vuelva en un minuto, que yo le indicaré a mi acompañante cómo ordenar un plato.

Escanear el código de cuadritos en el celular es una operación bastante fácil. Juan la comprende rápidamente, aunque no puede ocultar el hecho de que es demasiada tecnología la que se le ofrece en un solo día y es que, por supuesto, está sentado a la mesa de uno de los cincuenta mejores restaurantes del mundo.

Lo que sucede a continuación es todavía más delicioso para mi alma sedienta de humillación. Juan no entiende los nombres de la carta o jamás los ha probado: “entraña angus”, “pulpo a la brasa”, “meloso rojo de vóngoles”, “udon criollo al wok” y así. Es divertidísimo mirarle la cara y a través de ella saber que se está preguntando dónde están mi arroz chaufa, mi papa rellena, mi pollo a la brasa. Orgulloso como es, no se atreve a preguntarme nada. Así que se decide por un plato que cree conocer o le suena menos extranjero: el pulpo a la brasa. Típico de alguien que no se atreve a explorar y se refugia en lo conocido. ¿Dónde está el alma aventurera de este huevón?, pienso. Llamo al mozo y le comunico los pedidos.

¿Alguna bebida para acompañar su pulpo, caballero?, le pregunta Ernesto a Juan. Como si le estuvieran midiendo el tiempo, Juan repasa velozmente la carta de bebidas. Es evidente que sus pupilas tratan de reconocer alguna palabra que le suene familiar, un punto seguro al cual aferrarse. El orgullo, otra vez, le impide solicitar consejo alguno. Entonces, detecta el término “orange”. Alguito de inglés sabe. Orange, naranja. Un orange spritz, por favor, dice finalmente Juan. Está sudando. Los nervios lo tienen cojudo. Así que un orange spritz, pienso. Menuda sorpresa te vas a llevar cuando te raspe la garganta. Afortunadamente, para este pendejo, Ernesto le sugiere agua. ¿Desea agua para aligerar el sabor de su bebida, caballero? Agua, agua; esa es una bebida que hasta Juan conoce. Sí, por favor, se apresura en contestar. Ernesto regresa enseguida con una botella propia de la casa, el agua Premium Munay, que es, según mi experiencia, lo único gratis en el restaurante; para el resto, tienes que aflojar una buena cantidad de billetes.

***

Tal cual me dijeron, el flaquito llegó a la hora fijada. Sí que era puntual. Volví a repasar el plan. Me dije: A ver, Pepe, esperas la señal de Paloma, dejas pasar un minuto para que ella fugue sin levantar sospechas, y luego entras con el cuchillo.

Era innecesario sacarle el corazón a un muerto, pero era la tarea para la que me habían contratado. Tenía que hacerlo, la paga era buena. Además, el flaco ya estaría muerto cuando me tocase el turno de chambear. O sea, no tenía que matar al tipo; solo sacarle el corazón y dejarlo en un tacho de basura. ¿Qué harían con ese corazón? Ese no era mi asunto. 

***

En las redes sociales, Juan se ufanaba de la masiva venta de sus poemarios. Esto me avinagraba el humor, ya que mis libros eran alimento de polillas. Nadie los compraba. La gente que me había leído me reconocía un gran manejo del lenguaje, del suspenso, de la sorpresa, pero nadie se animaba a hacerse con uno de mis libros. Y no era que yo necesitase el dinero de las ventas –como sí era el caso de Arco-. El dinero era un tema hacía rato solucionado para mí. Lo que menos me preocupaba era el vil metal. Sin embargo, aquello que taladraba mi corazón con ponzoña era el aluvión de halagüeños comentarios que recibía Arco sin cesar, mientras que los cuentos que yo publicaba apenas si los leía mi mamá.

Decidí bajarlo de su nube, que probase por unos momentos el agrio sabor de la bajura. Conseguí su número celular. No había que buscar con mucho ahínco. El teléfono lo tenía publicado en todas sus redes sociales. Lo llamé. Quiero comprarte todos tus poemarios. Estaba seguro de que ninguno de sus admiradores, misios la mayoría, le había propuesto semejante oferta. A sus cortos veintiocho años, tenía ya más de diez libros publicados. Con un tonito petulante, como si le fuese habitual que le comprasen a diario toda su obra, me indicó que solo le quedaban ejemplares de su poemario “Prender”. Está bien. Dijo que me lo enviaría por correo. ¿No lo envías tú mismo? le pregunte, haciéndole notar mi emoción por que viniese. No, él solo dejaba el paquete en la oficina de correos. No podía creer que este muerto de hambre no quisiese conocerme, sabiendo que era un tipo solvente, a quien le tenía sin cuidado el costo de un poemario o de diez de ellos. ¿Qué no pensaba que podía ganarse a un lector y seguro comprador de su obra por venir? ¿No vislumbraba que estaba conversando con un posible mecenas? Un tipo con espíritu emprendedor no hubiera perdido la oportunidad de entregarme personalmente el libro. Como, por lo visto, carecía del necesario empuje comercial, y porque era parte crucial de mi plan de humillación conocerlo, tuve que insistir en que nos viésemos personalmente. Pero ¿qué decirle? El tipo, además, parecía desconfiar de cualquiera.

Juan, la verdad es que quiero tomarme unas fotos contigo. No quiero perderme la oportunidad de retratarme junto al poeta peruano vivo más importante de estos tiempos.

Estaba seguro de que no se resistiría a semejante sobada de lomo. Y no me equivoqué. Empezó a ceder, a abrirse.

Te voy a ser franco, dijo él, no tengo dinero para ir a ninguna parte. Lo poco que tengo lo estoy ahorrando para mi siguiente publicación. Espero entiendas.

Ah, pero eso no es problema, Juan, respondí sin demora. Espero que no tomes mal lo que te voy a proponer, pero yo te pago el taxi aquí, a Magdalena. No tengo ningún problema. Para mí será todo un honor compartir contigo un almuerzo quizá.

Juan no sabía qué responder. Aproveché su momento de vacilación para reforzar mi propuesta. Todo va a ser bien rápido, estimado Juan. Nos tomamos la foto, almorzamos algo rápido e inmediatamente te consigo el taxi de regreso.

Sin embargo, la duda aún hablaba por él: Sí, pero…,

No cejé y arremetí con fuerza: Además, Juan, me gustaría colaborar con tu siguiente publicación. ¿Unos trescientos soles estarían bien?

Hubo un silencio del otro lado. No obstante, el olor de la aceptación parecía sentirse en el aire.

Los comunistas, como Juancito, son muy susceptibles con el dinero regalado. O sea, les gusta, siempre y cuando se los ofrezcas refinadamente o bajo la excusa de alguna noble causa. Para evitar que tomase el dinero como una especie de dádiva o limosna, le propuse que los trescientos los aceptase como el pago por una clase maestra y particular de Literatura que él pudiese darme.

¿Clase maestra?, dijo él.

Claro, una clase de Literatura, arremetí, de esas que acostumbras a dar en tu canal de YouTube.

Sabía que su aceptación estaba muy próxima. Había que coronar la proposición asumiendo que todo estaba ya aprobado. Le metí entonces la estocada final.

Pásame tu dirección para pedirte el taxi, por fa.

Una hora después, Juan, vestido con humildad -pues no tenía dinero para renovar sus ropas- aparecía a la puerta de mi moderno departamento en Magdalena. 

***

Encontré al poeta ya muerto. Parecía dormido. Era, entonces, mi momento. Me vestí con el buzo que había llevado para el fin y empecé a sacarle el corazón. Terminada la misión principal, inicié la secundaria: descuartizarlo. La motosierra hacía el ruido previsto, pero la radio a todo volumen ocultó los ronroneos. Nadie jodió durante el proceso. Era la suerte. Mi buena suerte. Empaqué los miembros en bolsas negras. Alguien más se encargaría de desaparecerlos. No se me dijo quién. Tampoco me importaba. Mi chamba fue cortarlo en trozos y llevarme el corazón en una bolsa.

***

Es un honor conocerla, señora presidenta, dice Pepe.

Señorita, por favor. No hay problema. Siéntate.

Claro. Gracias, dice Pepe.

Mira, seguro te preguntarás por qué te he citado.

Así es, señorita presidenta, pero no se me ocurre ningún motivo.

Claro, ya me imaginaba.

¿Por qué se imaginaba, presidenta?, dice Pepe, ya empezando a recelar.

La presidente, que no es tonta, detecta la sospecha de su invitado y, pues, como ya no hay escapatoria, refuerza su batallón: Porque todo apunta a que tú fuiste el que mató al ministro Juan.

¿Yo? Se equivoca. Eso es lo que dice la prensa, pero se equivocan, tartamudea Pepe. Mi desgracia con todo este alboroto fue haber llevado en la mano el mismo tipo de bolsa que llevaba el asesino cuando huyó del lugar.

Ya veo. Sin embargo, las pruebas que tengo no vienen de la prensa. Si me dejase guiar por lo que dicen los periódicos, este país se habría terminado de ir a la mierda hace mucho tiempo. Ahora, ves que el ciudadano peruano ha cambiado. Es más culto, lee, trabaja, se esfuerza. Los índices de pobreza bajan considerablemente mes a mes. Sí, hay gente que se larga porque no quiere morir, porque no ha leído lo que tenía que leer. Y los dejamos ir. Nos quedamos con quienes realmente quieren esforzarse.

Claro, me consta. En casa, por ejemplo, hasta mi señora lee. Y antes ella huía de los libros, dice Pepe.

La presidente camina hacia la puerta del salón oval. La abre y entran dos militares. Cada uno lleva un fusil. El señor Pepe se alarma. La presidenta retoma su discurso.

Como le decía, no he llegado a estas alturas de la política por ser tonta. Sé que tú mataste al ministro Juan.

¿Cómo? ¿Yo? No, no, para nada.

Shhh, shhh. No necesito que me pruebes lo contrario. Yo sé que fuiste tú y punto. Y las balas que están dentro de los fusiles de estos caballeros también lo saben y, lamentablemente para ti, ellas no tienen oídos que quieran oír tus excusas.

Por favor, no quiero morir. Yo solo le quité el corazón. Nada más. Una mujer se encargó de matarlo con un veneno. Le juro que le estoy diciendo la verdad, suplica Pepe, las lágrimas bañando su rostro.

Lo más jodido de todo esto se lo lleva Anita, la señora que hace la limpieza. No sabes, Pepe, lo que le cuesta remover la sangre de estos pisos y paredes sin dañar la pintura. La vez que eliminé al candidato enano, buen tiempo le llevó quitar los pedazos de cerebro del cuadro de Túpac Amaru.

Espere, presidenta, soy ino…

Y los balazos empiezan a destrozar el cuerpo de Pepe.

***

Cuando eligieron a Juan ministro de educación y cultura, me calenté tremendamente. No lo pude soportar. El muy pendejo, encima, me invitó a conocer Palacio. Quería devolverme la humillación que le hice sufrir en Astrid y Gastón. La venta de sus libros se disparó a la estratósfera. Algo se me ocurrirá para castigar a este insolente. Solo con la mamadera del gobierno podías salir de pobre, cabrón.


jueves, 24 de junio de 2021

En mi muro - Capítulo 6 (Novela de Daniel Gutiérrez Híjar)

Mi esposa (me incomoda llamarla así porque ni ella siente nada por mí –a no ser algo parecido al odio- ni yo siento nada por ella –aunque no la odio, pues no soy de los que odian-, pero aún es mi esposa legalmente, a pesar de que ya no vivamos juntos) recibió la notificación para la primera cita de conciliación.

La conciliación es un paso obligatorio si vas a llevar tu divorcio a los tribunales.

Ella siempre me decía: «No te la voy a hacer fácil. No te voy a dar el divorcio así no más. Que te cueste».

Existe el divorcio rápido, que puede tomar menos de 6 meses, siempre y cuando la pareja esté de acuerdo en separarse. Ese no es mi caso. A pesar de que me odia, ella no quiere divorciarse así de rápido, así de fácil. Me la quiere hacer difícil. Por eso, he contratado a un abogado.

¿Por qué no empecé estos trámites antes? Uno, porque no contaba con el dinero para contratar a un litigante y, dos, porque no tenía un motivo para empezarlos. Sin embargo, ahora, mi situación económica ha mejorado ligeramente y tengo un motivo por el cual comenzar con el proceso: recuperar la confianza de mi chica hondureña; prometerle que sí hay un futuro en el que nos veo perfecta y armoniosamente casados.

Mi esposa recibió la notificación y me llamó pérfido. Bueno, no me dijo pérfido; me llamó traidor, mal hombre, malo. No sé por qué. Si hay algo que no soy, son justamente los calificativos que me endilgó. No debiera decirlo yo, pero soy un tipo bueno, confiado, hasta cojudo (ser confiado es ser cojudo; disculpen la redundancia). Pero nunca malo, inicuo o traidor. Jamás he obrado a sabiendas de que perjudicaba a alguien. Si alguna vez lo hice, fue con toda la buena intención del mundo.

Me separo porque es lo mejor para mi esposa, para mi hija y para mí. Mi todavía esposa es una buena madre. Jamás negaré ese hecho. Sin embargo, como pareja, hemos sido un fracaso. Hay que reconocerlo. Por eso, en esta demanda, solicito un régimen de visitas; no la tenencia. Siempre he creído que los niños deben criarse con las madres; sobre todo, y fundamentalmente, cuando ellas prueban serlo en toda la magnitud de la palabra. Mis padres se separaron en los términos en los que yo desearía separarme de mi esposa, es decir, en los mejores términos.

Yo me crie con mi mamá. Creo que me fue bien con ella. Elegí crecer con ella. Mi papá no fue el tipo más cariñoso del mundo, pero, a mis 38 años, recién entiendo el modo en el que me educó: con rigurosa disciplina. A mis 12 años, no aprecié muy bien aquello. Ahora que soy papá, si bien no soy el militar que él fue, entiendo por qué hizo lo que hizo cuando era yo un niño: tomar la correa y azotarme cual si fuera la piñata de una fiesta infantil. Nunca le he pegado a mi hija (bueno, sí, lo reconozco, solo una vez y hace mucho tiempo, el suficiente como para que ella no haya guardado memoria del incidente, aunque nunca el necesario como para que yo haya podido olvidarlo. El día en que la jaloneé del brazo me quedó un agujero en el alma y juré arrancarle sonrisas y nunca más lágrimas) pero entiendo que, a veces, la paciencia no es una virtud ingénita.  

Me separo de mi esposa porque, entre otras cosas, nos era casi imposible evitar las discusiones delante de la bebe. Y cuando ello ocurría, prefería abandonar la contienda verbal y dejar que pensase que era un cobarde. Prefería eso a que mi hija continuase absorbiendo la ponzoña del momento.

El 30 de junio se celebrará la primera conciliación. Si mi esposa no asiste, habrá una segunda fecha; aún desconocida para mí. Si tampoco acude a este segundo acto, el juez tendrá el sustento fáctico necesario para proceder con mi demanda de divorcio, la demanda a la que mi esposa tanto me alentó a formular en nuestras más álgidas conflagraciones orales: «Divórciate de mí, pues; haz lo que tengas que hacer, porque yo nunca te voy a firmar nada así de fácil».

viernes, 18 de junio de 2021

En mi muro - Capítulo 5 (Novela de Daniel Gutiérrez Híjar)

Fabián me dice que tiene unas entradas para ver la primera obra de teatro presencial luego de tantas cuarentenas encima por la COVID. Es una obra que protagoniza en solitario nuestro ex maestro de teatro, Manuel Wiesse. Le yapeo a Fabián el importe de la entrada y escribe que pasará por mí en su auto nuevo. Lo hace, pero a las 6 y 20 de la tarde. La función es a las 6 y 30. A pesar de que toma la Costa Verde, llegamos a la Alianza Francesa, en cuyo teatro será la función, a las 6 y 40. Los vigilantes, un par de cholos malhumorados, nos niegan la entrada. Regresamos al auto y Fabián propone vagabundear por el malecón de Miraflores. Hacia allá enfilamos.

Fabián: ¿Te conté lo que pasó con Graciela?

Daniel: No jodas, huevón; ¿te la tiraste?

F: Sí.

D: Hijo de puta, eres un maestro, un grande. Putamadre, tengo 38 años, tú 21, y a tu edad no hacía ni un quinto de lo que tú haces. Cuenta. ¿Cómo fue? ¿Fue en la fiesta de la promo del taller de Manuel?

F: Sí.

D: Fue en Barranco, ¿no?

F: Sí.

D: Cuenta, pues, huevón. Me metes la puntita y luego yo tengo que sacarte la información a cucharadas.

F: Nada. Estábamos en un restaurante –no me acuerdo el nombre-, pero sí que estaba súper cerca de la casa de Graciela.

D: Ya, claro, me acuerdo que ella me contó que vivía en Barranco.

F: Sí, la gente se quitó y nos quedamos Graciela, yo y no sé si te acuerdas de una tía chata, de pelo negro, que siempre se reía de cualquier cosa.

D: Claro, claro, tampoco me acuerdo de su nombre, pero sí sé a quién te refieres. Chucha, ¿y cómo hiciste para deshacerte de ella?

F: Nada, al principio. En realidad, no tenía ni idea de lo que iba a pasar después. La cosa es que Graciela nos dijo para continuarla en su casa, que no quedaba tan lejos de ese restaurante. Llegamos y nos instalamos en la sala de su dúplex.

D: ¿Dúplex?

F: Claro, dúplex. ¿No sabes lo que es un dúplex?

D: No. O sea, cuál es la diferencia entre una casa de dos pisos y un dúplex. ¿No es lo mismo? Yo creo que dúplex es una mariconada de palabra para nombrar a una casa de dos pisos, ¿o no?

F: Ya me hiciste dudar.

D: Continúa.

F: Graciela sacó dos rones y una Coca de 2 litros. Estuvimos conversa y conversa harto rato. En eso, me doy cuenta de que la tía se había quedado dormida en uno de los sofás.

D: Qué pesada. Yo que ella me hubiera ido hace rato. Hay gente que no posee el sentido de la pertinencia. No saben cuándo desaparecer de la foto.

F: Graciela la despertó y la llevó al segundo piso. Ahí tenía una cama.

D: Entonces, se quedaron solos.

F: Sí, y cuando volvió a sentarse, se sentó bien cerquita de mí. Habrá pasado algo de 20 minutos cuando, te juro, hermano, me miró y yo la miré. Nos quedamos callados. Y ella me dijo me gustas, y yo le dije me llamas la atención. Y nos besamos.

D: Putamadre, te admiro, huevón. ¿No me digas que lo hicieron ahí mismo, en el sofá, en plena sala, a sabiendas de que la tía que estaba arriba podía bajar en cualquier momento?

F: No, pero adivina qué me dijo.

D: No sé, ¿tienes condones?

F: No.

D: ¿Eres mayor de edad?

F: No, hermano.

D: Puta, no sé, ¿qué te dijo?

F: Me preguntó ¿quieres tirar?

D: No jodas, huevón. ¿Te tuvo que preguntar eso? Eso no se pregunta, huevón. Eso se siente. Se supone que cuando besas a una hembrita, por el modo en que la besas, metiéndole la mano por aquí y por allá, ya está más que implícita la idea de que van a tirar, ¿no? ¿Cómo carajos besas tú, huevón?

F: Sí, hermano, tienes razón. Quizá no soy tan apasionado para besar.

D: Entonces, obviamente, le dijiste que sí.

F: Claro, hermano. Le dije que sí y me llevó a su cuarto.

D: Chucha, pero ¿y si entraba la tía?

F: Graciela le puso punto a la puerta.

D: Pasu, huevón, te admiro, ya me imagino lo que habrás hecho ahí. Graciela tiene un cuerpo bonito según recuerdo.

F: Muy bonito, hermano, muy bonito. De vez en cuando me la corro recordando esos momentos. ¿Te acuerdas que tenía un yeso en el brazo?

D: ¿Qué? ¿Tenía un yeso? Claro, claro, ahora que lo recuerdo ella aparece en las fotos que publicaron en el grupo con un yeso. Y tú y ella muy abrazados, pendejos; o sea que desde el restaurante ya te la estabas trabajando, cabrón.

F: Ella se me estaba pegando, hermano.

D: Huevón, ¿no hay problema con que cuente esto en la novela que estoy publicando en mi Face?

F: Con tal que me cambies el nombre, hermano, no hay problema.

D: Claro, claro, yo siempre cambio los nombres.

Estamos a punto de cruzar una intersección en Miraflores. Todavía le quedan unos cuantos segundos a la luz verde. Pero Fabián tiene que detenerse porque tres jóvenes están cruzando la calle por las líneas de cebra. Son 2 chicos y una joven. Los chicos corren para alcanzar la vereda, pero la joven mantiene el paso. Mira a Fabián. Me mira a mí. Y continúa caminando demorando notoriamente el paso. Cuando llega a la vereda, la luz es ahora roja y tenemos que esperar un minuto para cruzar la calle.

D: Esa es la dignidad del pobre. ¿Te diste cuenta?

F: ¿De qué?

D: De los huevones que estaban cruzando la pista. Eran dos patas y una chica. Los patas sabían que la luz estaba en verde y que era tu derecho que ellos apurasen el paso para que nosotros crucemos, pero la chica nos miró y, con toda la concha del mundo, empezó a caminar más lento, odiándonos a cada paso.

F: Ah, verdad, ¿no?

D: Esa es la dignidad del pobre: No tengo auto, y no estoy en mi derecho de cruzar la pista, pero me tienes que respetar porque el peatón siempre tiene la preferencia. La dignidad del pobre es una de las peores taras que pueden existir. Te apuesto a que esa huevona votó por Castillo. Muy digna se cree la cojuda.   

F: A propósito, hermano, puta, me gustan un culo tus posts políticos. No sabes cómo me cago de la risa con los comentarios, con esos huevones que te quieren cagar, pero tú los cagas con un par de palabras, empezando por hacerles notar que no saben escribir. Qué bueno, hermano.

D: Gracias, bro. Hay que joder a los comunistas siempre que se pueda. Hablando de comunistas, Manuel apoya al Lápiz, ¿no?

F: Sí, ¿no?

D: Y, mira, un par de cerdos capitalistas como tú y yo hemos contribuido con la taquilla de su obra. No hay nada menos egoísta que el capitalismo. El socialismo, por más que lo pinten de otro modo, termina siendo muy egoísta. Es que solo un pata con plata puede darse el lujo, como nosotros, de pagar por una obra de teatro y no verla. Un comunista de mierda paga –si es que paga, porque generalmente busca la oferta o que lo inviten- pero hace lo que sea para verla. No va a dejar que su plata se pierda. Pero, nosotros, bro, pagamos y listo. No necesitamos verla. Eso es colaborar desinteresadamente con la causa del arte, del teatro. Es más, nuestra ausencia en las butacas ha hecho posible que haya menos gente en el auditorio, o sea, menos probabilidad de esparcir la COVID. Ya, pero estoy hablando huevadas. Me alejé del tema. El tema del yeso de Graciela me ha dejado cojudo. Mira, no te preguntaría por cómo lo hicieron, ¿ya? Pero ella tenía un yeso en el brazo, huevón. La pregunta es obligatoria. ¿Cómo lo hicieron con un yeso de por medio?

F: Era como si no lo tuviera. En realidad, no la sentí incómoda. Solo dijo un par de ¡aus! Creo que fueron más por mi… ya tú sabes, que por el brazo mismo.

D: Pendejo. Y hasta qué hora se quedaron tirando.

F: Puta, no sé, hermano. La cosa es que, espera, sí, creo que a las diez me desperté. Bueno, ella me despertó.

D: No jodas. ¿Y qué te dijo?

F: Me dijo que la tía había tocado la puerta a eso de las siete de la mañana.

D: Anda, huevón.

F: Sí, y que ella salió, abrió la puerta y le dijo: Por si acaso, Fabián está durmiendo conmigo.

D: ¿Eso le dijo? ¿Así, no más? Qué fría. Increíble.

F: La señora se fue y Graciela volvió a la cama. También me contó que, en el chat del grupo, todos preguntaban por mí: ¿Dónde está Fabián? Alguien sabe algo de Fabián, no se ha reportado. Su familia lo está buscando.

D: ¿O sea la tía sí sabía que te habías perdido dándole matraca a Graciela?

F: Parece que sí, hermano. Guardó bien el secreto.

D: Claro, bro, ahora que recuerdo, en el chat del grupo se armó todo un escándalo. Todo el mundo preguntaba por ti. No sabían dónde te habías metido.

F: Sí, revisé mi celular y vi esos mensajes. Ya luego los respondo, pensé.

D: Eres la cagada.

F: Los mensajes podían esperar, pero el segundo round con Graciela no. Total, qué más daba si permanecía inubicable unas horas más.

D: Bien pensado, bro. Alucina que yo ya me imaginaba que algo así había pasado entre tú y Graciela.

F: ¿Por qué, hermano?

D: Por las fotos que se tomaron con la promo en el restaurante. Salen ustedes dos demasiado cariñosos.

F: Sí, tienes razón; yo también veo amor en esas fotos.

D: Bro, ¿y el niño que tuvo Graciela nueve meses después de ese feliz incidente no es tuyo?

F: Siempre me lo pregunto, hermano. Quizá sí, quizá no. Por eso, este 20 de junio me fumaré un tronchito en nombre de mi hijo.

D: Eres la cagada, Fabián, a tu edad yo no hacía ni una pizca de lo que tú haces: no traía cosas del extranjero para venderlas aquí al triple del precio, no recorría el Perú en un auto moderno como el que tienes –con las justas iba en combi a la universidad-, y tampoco tiraba con flacas ricas como tú lo haces.

F: No, hermano, es suerte, no más.

D: El mundo es tuyo, estimado.

F: ¿Esa frase no es de una película?

D: Ojalá que el huevón de Castillo no cague tu negocio de importaciones.

F: Sí, hermano, ojalá.

D: Al final, Fabián, tú fuiste el alumno premiado de la promo; el mejor alumno.

F: ¿Por qué, hermano?

D: Porque a pesar de que siempre llegabas tarde a las clases -incluso casi llegaste tarde a nuestra presentación final en el teatro de Miraflores y Manuel te metió una puteada de antología-, porque, como te digo, a pesar de que casi siempre lo tenías impago a Manuel con la pensión, te graduaste con el premio mayor: Graciela. Claro, no era que ella fuera la bomba sexy, pero ¿quién se acuesta con una chica barranquina y en su propia casa? Eres un maestro, pendejo.

F: Gracias, hermano. Tienes razón. Al final, el mejor de la promo fui yo.

viernes, 11 de junio de 2021

En mi muro - Capítulo 4 (Novela de Daniel Gutiérrez Híjar)

Domingo 6 de junio del 2021. Segunda vuelta electoral. En algún lugar del Callao - 7:15 pm

270, dice Javier.

No, digo yo, tienen que ser 250.

Javier se agarra la cabeza: Chucha, la cagada, hay 20 votos de más.

Javier es el presidente de mesa. De los cinco ciudadanos elegidos para conformarla, Javier fue el único que se presentó. A Luis, en la primera vuelta, lo pescaron de la fila y nombraron tercer miembro. Aquella mesa, de esa primera vuelta electoral, quedó operativa a las once de la mañana; es decir, con cuatro horas de retraso.

¿Estás seguro?, me dice Javier, visiblemente preocupado.

Claro, son 250; el número de firmantes en el padrón cuadra con los stickers que Luis ha estado pegando en los DNI, respondo, y miro al aludido. Este asiente.

Domingo 6 de junio - 7:00 am

Tú vas a ser el presidente de mesa, dijo la representante de la ONPE, señalando a Javier.

Tú, como en la primera vuelta, serás el tercer miembro, continuó, señalando a Luis.

Y tú, el secretario, terminó, señalándome a mí. Luego, me enseñó lo que debía hacer: ubicar en un padrón de quince hojas a los 300 votantes que se fueran presentando, tomarles la huella digital del dedo índice derecho y solicitarles una firma idéntica a la que figurase en sus DNI.

Muchas gracias, me dijo. En el tiempo que llevo aquí, nunca se ha abierto una mesa a la hora exacta, a las siete. ¿Te presentaste por la plata? Porque te puedo facilitar el link en el que te tienes que registrar para que cobres los…

No, gracias, la interrumpí. Empecemos, más bien.

Ok. Empiecen, chicos. Mucha suerte. Me llaman si necesitan algo.

Domingo 6 de junio - 10:45 am

Van a ser cuatro horas desde que abrimos la mesa y ya han votado algo más de ochenta personas. Javier está asombrado. Dice que, en la primera vuelta, a esa hora, ni siquiera abrían la mesa. Al final, solo votaron 120 personas. Cree que, en esta ocasión, el número será mucho mayor. Tiene que ganar Keiko, tiene que ganar Keiko, dice.

La tarea de Javier consiste en firmar las cédulas y entregárselas una a una a los votantes. Es importantísimo que él mismo tome una y se la entregue al votante. Muchas veces, ellas se pegan entre sí y ya nos ha tocado casos en que un honrado sufragante ha salido de la cámara secreta devolviéndonos hasta tres o cuatro cédulas más. Ha pasado esto y Javier sigue ensimismado en su celular, sin escarmentar. De tanto en tanto, habla con Luis sobre cuándo cobrarían los 150 soles que el Estado les otorga a los miembros de mesa.

Mi tarea de secretario es confirmar que el votante figure en el padrón, solicitarle una firma y la huella de su índice derecho. Sin embargo, voy más allá; les doy la bienvenida, les invito a tomar una cédula (porque Javier sigue distraído con el celular) y a pasar a la cámara secreta. Son tantos votantes que ya tengo un discurso más o menos sólido. Pongo mi mejor voz de azafata virgen del American Airlines y le digo al votante:

Hola, Edilberto. Bienvenido. Por favor, toma una cédula. Sí, de esas que están firmadas, y pasa a la cámara secreta, por favor. ¿Tienes lapicero azul? ¿No? Entonces, coge uno de estos, por favor. Cerciórate de que sea solo una cédula, porque se pegan entre ellas.

Muy bien, Edilberto, ahora deposita tu voto en el ánfora; en esta ranura. Muchas gracias.

Ahora, por favor, necesito que me firmes aquí. Muy bien. Ahora, déjame la huella digital de tu índice derecho exactamente aquí, en este recuadro. Perfecto. Buen trabajo.

A continuación, tu DNI, con su respectivo sticker, te lo devolverá mi compañero Luis, que está en esa esquina.

Al parecer, ninguno de los votantes de mi mesa había sido recibido con tanta eficiencia y amabilidad, en sus vidas, a la hora de votar.

Decían: ¿Eso es todo? ¿Tan rápido?

Yo les respondía: Sí, eso fue todo; ya terminamos. Ahí tiene alcohol y papel para que se desinfecte si desea.

Me decían: Muy amable y muchas gracias, joven.

Yo les respondía: No, gracias a usted más bien por haber cumplido con su deber cívico. Así es, a esos niveles de cursilería llegaba mi amabilidad de terramoza lujuriosa de Cruz del Norte.

Todos me reconocieron el buen trato, los votantes de Keiko y los de Castillo (porque en esas más de ochenta personas era seguro que había gente de ambos bandos), lo que prueba que un mucho (como afirmaba el buen Marco Aurelio Denegri: si se puede decir «un poco» también es válido decir «un mucho») de amabilidad destruye cualquier tipo de barrera.

Domingo 6 de junio – 7:00 pm

Estoy cerrando el padrón, como me indicó la chica de la ONPE. Luis y Javier, ansiosos por regresar a casa, cuentan los votos del ánfora. No hay personeros del Lapicito; solo uno de Keiko.

Termino con el padrón y superviso el conteo de los votos. En su prisa, Javier comete demasiados errores; pone algunos votos de Keiko en el pilón de los de Castillo y los de Castillo en el de Keiko. Un entrevero completo. Apenas detecto las fallas, las enmiendo. Pero, ¿Cuántos dislates habrá cometido mientras estaba yo finalizando el padrón?

Domingo 6 de junio - 7:20 pm

Esa es la respuesta; cometió 20 dislates. Su infantil apresuramiento lo llevó a contar 20 votos de más.

A ver, propongo calmadamente, en medio de la desesperación que se va apoderando del resto de miembros, voy a contar los votos, pero los voy a agrupar en montones de 10. Por favor, chequeen que no se me pase uno.

Al terminar, el resultado es de 251 votos.  

Chucha, ahora sobra uno, dice Luis.

Nos miramos menos preocupados (ya no eran 270 sino 251 votos), pero preocupados, al fin y al cabo; sobraba un voto.

Luis le reclama a Javier: Debiste chequear que solo sacaran una cédula. Hay gente que ha estado devolviendo más de dos que se habían pegado. Seguro un vivo aprovechó y marcó dos cédulas. Has estado todo el rato distraído con tu celular.

Voy contar a otra vez, digo. Nuevamente, 251 votos, distribuidos así: 179 para Keiko, 56 para Castillo, 15 viciados y 1 blanco.

¿Y ahora?, dice Luis.

Yo me quiero ir temprano, dice el personero de Keiko.

Quítale un voto a Castillo, le dice Javier a Luis, que ha quedado cerca de las rumas de votos.

¿Yo por qué? Tú la cagaste. Tú hazlo.

Javier, que sabe que la ha cagado, se acerca a los votos de Castillo y, cual prestidigitador, desaparece uno en el bolsillo de su casaca.

Ya está, dice; 250 votos. Que se joda el comunismo.

Llenamos los formularios de ley y entregamos los votos a la representante de la ONPE. ¿Todo bien, chicos?, nos dice.

, respondemos en coro.

Son la mesa que más rápido ha terminado. Felicitaciones.

Gracias, le respondemos juntos.

Saliendo del estadio donde nos tocó votar, Luis, como si hubiera leído nuestras conciencias, dice: Putamadre, me siento culpable.

Javier, algo más resuelto, dice: Sí, pero no creo que Castillo se vaya a sentir muy culpable cuando empiece a mandar a la mierda a todo el país. Bien hecho, que se joda el Lapicito.

Domingo 6 de junio - 7:50 pm

Camino a casa de mi madre. Me siento hasta las huevas. Le hemos birlado un voto a Castillo. Todos somos culpables, aunque la mano desasida –como diría Martín Adán- le haya pertenecido a Javier. Luego, pienso: ¿Y por qué no eliminamos uno de los votos viciados? El fragor del momento no me permitió proponer esa solución. Ni se me ocurrió como ahora se me ocurre mientras camino. La única salida viable, en esas circunstancias, pareció ser la propuesta de Javier. Muchas veces tomamos decisiones apresuradas y los arrepentimientos posteriores están asegurados. Así, en medio de un clima hostil, había dejado que el amor de mi vida se fuese del país.

A propósito, ella no me había whatsappeado desde el mediodía. Esto también me desmoraliza. Ayer, sábado, me reuní con el abogado que me asesoraría en el divorcio de la madre de mi hija. Quedamos en una cantidad de dinero y firmamos un contrato. Le envié las respectivas fotos probatorias por el whatsapp a mi chica hondureña (no es mi chica aún, todavía no me perdona, pero ha restablecido nuestras comunicaciones, lo cual me significa una luz de esperanza). ¿Ahora sí crees que tengo toda la intención de recuperarte?, le escribí.

, me respondió. Esa respuesta me había coloreado el sábado y parte del domingo, hasta que he comprobado que se ha desentendido de mí hoy durante las elecciones.

Carolina, la chica del Tinder, ya me decía que me amaba de modo superlativo, y estuvo muy pendiente de lo que me ocurría durante mi experiencia como secretario en la mesa de votación. Me escribía a cada minuto, y yo le contestaba cuando los votantes me concedían un respiro. Ya no la tenía guardada como «Carolina Tinder» sino como «Carolina Miró», su apellido.

Pero quien decidía mi estado de ánimo, sin duda, era mi chica hondureña.

Ya en casa de mi madre, relaté a grandes rasgos los eventos del día, pero obliteré lo del voto sustraído a Castillo. Sobre ese robo involuntario -pero robo, al fin y al cabo- en el que participé, no hablaré jamás. Nunca podrá probarse dicha sustracción; sin embargo, lacerará mi conciencia toda mi vida.



domingo, 6 de junio de 2021

En mi muro - Capítulo 3 (Novela de Daniel Gutiérrez Híjar)

Vivo en Magdalena, pero voto en La Perla. En el Callao, viven mi mamá y mis hermanos. Viví con ellos ahí hasta mis veintiocho años. Luego me casé y me mudé con mi esposa a un cuarto en San Martín de Porres. Después de nacida mi hija, alquilamos un departamento en el Centro de Lima, en pleno jirón Camaná. Al cumplir nuestra niña los dos años, nos mudamos a la periferia del Cercado, en una zona vecina a Pueblo Libre.

La relación con mi esposa, que era tirante por esos años, se agrió todavía más y en setiembre del 2016 me mudo al jirón Zepita para evitar la proliferación de las conflagraciones verbales. En diciembre, una transnacional me lleva a Honduras, y vivo en ese país cerca de año y medio. Allí, conozco al amor de mi vida.

Regreso al Perú porque se me hace necesario retomar el contacto frecuente con mi hija; ya se olvidaba de mí y de lo bien que la pasábamos cuando vivíamos bajo el mismo techo.

Ocupo una habitación minúscula en Lince.

En diciembre del 2019, recibo a mi chica hondureña, quien llega para quedarse definitivamente en mi vida. Ha renunciado a su promisorio empleo como médico en la mina donde trabajé, apostándolo todo por mí.

Es mi chica hondureña quien, a los pocos días de su llegada, consigue este departamento en Magdalena, en el que aún vivo, pero ya sin ella.

Perdí a la mujer de mi vida, básicamente, por no haber iniciado lo que hoy sábado cinco de junio he comenzado: el proceso de divorcio.

Vivo en Magdalena, pero voto en La Perla. Votaré por Keiko Fujimori, quien representa, mal que bien, a la opción democrática. Pero no me limitaré a la simple emisión del voto. Acudiré temprano al centro de votación con la esperanza de que me elijan miembro de mesa, ante la posible ausencia de alguno de los miembros oficiales.

Nunca he sido miembro mesa; sin embargo, al saber que el país está a un paso de joderse gracias al comunismo, quiero serlo. Así, vigilaré que los personeros comunistas no conviertan los votos en blanco en votos a favor de su nefasto candidato.

Nadie me paga por querer convertirme en miembro de mesa; lo hago porque quiero que mi proceso de divorcio avance sin mácula, porque quiero que mi hija disfrute de un país libre, porque quiero que mi chica hondureña regrese y encuentre un lugar en el que se pueda formar un hogar sin temor a nada ni a nadie. Lo hago porque, a pesar de ser un loco del carajo, aprecio profundamente a la no muchas veces valorada libertad.

¿Tendré la suerte de que alguno de los miembros oficiales de mi mesa se ausente y ocupe yo ese lugar? Veremos.