Domingo 6 de junio del 2021. Segunda vuelta electoral. En algún lugar del Callao - 7:15 pm
270, dice Javier.
No, digo yo, tienen que ser 250.
Javier se agarra la cabeza: Chucha, la cagada, hay 20 votos de más.
Javier es el presidente de mesa. De los cinco
ciudadanos elegidos para conformarla, Javier fue el único que se presentó. A
Luis, en la primera vuelta, lo pescaron de la fila y nombraron tercer miembro.
Aquella mesa, de esa primera vuelta electoral, quedó operativa a las once de la
mañana; es decir, con cuatro horas de retraso.
¿Estás
seguro?, me dice Javier, visiblemente preocupado.
Claro, son 250; el número de firmantes en el padrón cuadra con los
stickers que Luis ha estado pegando en los DNI, respondo, y
miro al aludido. Este asiente.
Domingo 6 de junio - 7:00 am
Tú
vas a ser el presidente de mesa, dijo la representante de la ONPE, señalando a
Javier.
Tú,
como en la primera vuelta, serás el tercer miembro, continuó,
señalando a Luis.
Y
tú, el secretario, terminó, señalándome a mí. Luego, me enseñó lo que
debía hacer: ubicar en un padrón de quince hojas a los 300 votantes que se
fueran presentando, tomarles la huella digital del dedo índice derecho y
solicitarles una firma idéntica a la que figurase en sus DNI.
Muchas
gracias, me dijo. En el tiempo que llevo
aquí, nunca se ha abierto una mesa a la hora exacta, a las siete. ¿Te
presentaste por la plata? Porque te puedo facilitar el link en el que te tienes
que registrar para que cobres los…
No,
gracias, la interrumpí. Empecemos, más bien.
Ok.
Empiecen, chicos. Mucha suerte. Me llaman si necesitan algo.
Domingo 6 de junio - 10:45 am
Van a ser cuatro horas desde que abrimos la mesa y ya
han votado algo más de ochenta personas. Javier está asombrado. Dice que, en la
primera vuelta, a esa hora, ni siquiera abrían la mesa. Al final, solo votaron
120 personas. Cree que, en esta ocasión, el número será mucho mayor. Tiene que ganar Keiko, tiene que ganar Keiko,
dice.
La tarea de Javier consiste en firmar las cédulas y
entregárselas una a una a los votantes. Es importantísimo que él mismo tome una
y se la entregue al votante. Muchas veces, ellas se pegan entre sí y ya nos ha
tocado casos en que un honrado sufragante ha salido de la cámara secreta devolviéndonos
hasta tres o cuatro cédulas más. Ha pasado esto y Javier sigue ensimismado en
su celular, sin escarmentar. De tanto en tanto, habla con Luis sobre cuándo
cobrarían los 150 soles que el Estado les otorga a los miembros de mesa.
Mi tarea de secretario es confirmar que el votante
figure en el padrón, solicitarle una firma y la huella de su índice derecho.
Sin embargo, voy más allá; les doy la bienvenida, les invito a tomar una cédula
(porque Javier sigue distraído con el celular) y a pasar a la cámara secreta.
Son tantos votantes que ya tengo un discurso más o menos sólido. Pongo mi mejor
voz de azafata virgen del American Airlines y le digo al votante:
Hola,
Edilberto. Bienvenido. Por favor, toma una cédula. Sí, de esas que están
firmadas, y pasa a la cámara secreta, por favor. ¿Tienes lapicero azul? ¿No?
Entonces, coge uno de estos, por favor. Cerciórate de que sea solo una cédula,
porque se pegan entre ellas.
Muy
bien, Edilberto, ahora deposita tu voto en el ánfora; en esta ranura. Muchas gracias.
Ahora,
por favor, necesito que me firmes aquí. Muy bien. Ahora, déjame la huella
digital de tu índice derecho exactamente aquí, en este recuadro. Perfecto. Buen
trabajo.
A
continuación, tu DNI, con su respectivo sticker, te lo devolverá mi compañero
Luis, que está en esa esquina.
Al parecer, ninguno de los votantes de mi mesa había
sido recibido con tanta eficiencia y amabilidad, en sus vidas, a la hora de
votar.
Decían: ¿Eso es
todo? ¿Tan rápido?
Yo les respondía: Sí,
eso fue todo; ya terminamos. Ahí tiene
alcohol y papel para que se desinfecte si desea.
Me decían: Muy
amable y muchas gracias, joven.
Yo les respondía: No,
gracias a usted más bien por haber cumplido con su deber cívico. Así es, a
esos niveles de cursilería llegaba mi amabilidad de terramoza lujuriosa de Cruz
del Norte.
Todos me reconocieron el buen trato, los votantes de
Keiko y los de Castillo (porque en esas más de ochenta personas era seguro que
había gente de ambos bandos), lo que prueba que un mucho (como afirmaba el buen
Marco Aurelio Denegri: si se puede decir «un poco» también es válido decir «un
mucho») de amabilidad destruye cualquier tipo de barrera.
Domingo 6 de junio – 7:00 pm
Estoy cerrando el padrón, como me indicó la chica de
la ONPE. Luis y Javier, ansiosos por regresar a casa, cuentan los votos del
ánfora. No hay personeros del Lapicito; solo uno de Keiko.
Termino con el padrón y superviso el conteo de los
votos. En su prisa, Javier comete demasiados errores; pone algunos votos de
Keiko en el pilón de los de Castillo y los de Castillo en el de Keiko. Un
entrevero completo. Apenas detecto las fallas, las enmiendo. Pero, ¿Cuántos dislates habrá cometido mientras estaba yo finalizando el padrón?
Domingo 6 de junio - 7:20 pm
Esa es la respuesta; cometió 20 dislates. Su infantil
apresuramiento lo llevó a contar 20 votos de más.
A
ver, propongo calmadamente, en medio de la desesperación que se va
apoderando del resto de miembros, voy a
contar los votos, pero los voy a agrupar en montones de 10. Por favor, chequeen
que no se me pase uno.
Al terminar, el resultado es de 251 votos.
Chucha,
ahora sobra uno, dice Luis.
Nos miramos menos preocupados (ya no eran 270 sino 251
votos), pero preocupados, al fin y al cabo; sobraba un voto.
Luis le reclama a Javier: Debiste chequear que solo sacaran una cédula. Hay gente que ha estado
devolviendo más de dos que se habían pegado. Seguro un vivo aprovechó y marcó
dos cédulas. Has estado todo el rato distraído con tu celular.
Voy
contar a otra vez, digo. Nuevamente, 251 votos, distribuidos así: 179
para Keiko, 56 para Castillo, 15 viciados y 1 blanco.
¿Y
ahora?, dice Luis.
Yo
me quiero ir temprano, dice el personero de Keiko.
Quítale
un voto a Castillo, le dice Javier a Luis, que ha quedado cerca de las rumas
de votos.
¿Yo
por qué? Tú la cagaste. Tú hazlo.
Javier, que sabe que la ha cagado, se acerca a los
votos de Castillo y, cual prestidigitador, desaparece uno en el bolsillo de su
casaca.
Ya
está, dice; 250 votos. Que se joda el
comunismo.
Llenamos los formularios de ley y entregamos los votos
a la representante de la ONPE. ¿Todo
bien, chicos?, nos dice.
Sí, respondemos en
coro.
Son
la mesa que más rápido ha terminado. Felicitaciones.
Gracias, le respondemos
juntos.
Saliendo del estadio donde nos tocó votar, Luis, como
si hubiera leído nuestras conciencias, dice: Putamadre, me siento culpable.
Javier, algo más resuelto, dice: Sí, pero no creo que Castillo se vaya a sentir muy culpable cuando
empiece a mandar a la mierda a todo el país. Bien hecho, que se joda el Lapicito.
Domingo 6 de junio - 7:50 pm
Camino a casa de mi madre. Me siento hasta las huevas.
Le hemos birlado un voto a Castillo. Todos somos culpables, aunque la mano
desasida –como diría Martín Adán- le haya pertenecido a Javier. Luego, pienso: ¿Y
por qué no eliminamos uno de los votos viciados? El fragor del momento no me
permitió proponer esa solución. Ni se me ocurrió como ahora se me ocurre
mientras camino. La única salida viable, en esas circunstancias, pareció ser la
propuesta de Javier. Muchas veces tomamos decisiones apresuradas y los
arrepentimientos posteriores están asegurados. Así, en medio de un clima
hostil, había dejado que el amor de mi vida se fuese del país.
A propósito, ella no me había whatsappeado desde el
mediodía. Esto también me desmoraliza. Ayer, sábado, me reuní con el abogado que
me asesoraría en el divorcio de la madre de mi hija. Quedamos en una cantidad de
dinero y firmamos un contrato. Le envié las respectivas fotos probatorias por
el whatsapp a mi chica hondureña (no es mi chica aún, todavía no me perdona,
pero ha restablecido nuestras comunicaciones, lo cual me significa una luz de
esperanza). ¿Ahora sí crees que tengo
toda la intención de recuperarte?, le escribí.
Sí, me respondió.
Esa respuesta me había coloreado el sábado y parte del domingo, hasta que he comprobado
que se ha desentendido de mí hoy durante las elecciones.
Carolina, la chica del Tinder, ya me decía que me
amaba de modo superlativo, y estuvo muy pendiente de lo que me ocurría durante
mi experiencia como secretario en la mesa de votación. Me escribía a cada
minuto, y yo le contestaba cuando los votantes me concedían un respiro. Ya no
la tenía guardada como «Carolina Tinder» sino como «Carolina Miró», su apellido.
Pero quien decidía mi estado de ánimo, sin duda, era
mi chica hondureña.
Ya en casa de mi madre, relaté a grandes rasgos los
eventos del día, pero obliteré lo del voto sustraído a Castillo. Sobre ese robo
involuntario -pero robo, al fin y al cabo- en el que participé, no hablaré jamás.
Nunca podrá probarse dicha sustracción; sin embargo, lacerará mi conciencia toda
mi vida.
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