Gracias a ella, me creé una cuenta en Tinder. Me pidió que le bajara la intensidad a mis insistencias; que si quería que recuperara su confianza en mí, no debía presionarla de ese modo.
¿Qué podía hacer para dejar de revisar constantemente
el celular en espera de sus mensajes, alerta a si ella estaba en línea o no en
el WhatsApp?
Recurrí a la vieja confiable: buscar la atención de
otra chica. Un clavo saca a otro clavo o, cuando menos, lo distrae muy bien.
Entonces, creé una cuenta en Tinder y conocí a
Carolina, que vive en La Molina.
Han pasado dos días y ya somos enamorados por WhatsApp,
modalidad romántica de mi inventiva que no le implica demasiado compromiso a la dama,
según le expliqué a Carolina. No te sientas obligada a decir que me quieres
o me amas si es que no lo sientes. Pero yo sí te diré que te amo, que eres mi
amor, mi bebé, porque así lo siento. ¿Entiendes? ¿Te parece? Entendió
y aceptó.
Las conversaciones con Carolina son frecuentísimas. Las
canciones que le interpreto por WhatsApp (con gallos incluidos) han contribuido
grandemente a que me diga, hace unos pocos minutos, que le gusto mucho, que le
encanta que sea un loco calato, que se está enamorando de mí, pero que teme
ilusionarse. No quiero entregarme aún del todo para que luego termines rompiéndome
el corazón, me escribe. Tranquila, la calmo. Como has visto, soy un
pata alegre, despreocupado, inofensivo. Déjate llevar, le digo, repitiendo
aquellas líneas que le dijo Christian Meier a Santiago Magill antes de
entreverar sus lenguas en “No se lo digas a nadie”.
Por otro lado, lo que buscaba originalmente, ha sido
logrado: dejar de atosigar a mi ex con mis desesperados whatsapps de
reconquista. Ha notado la reciente infrecuencia de mis mensajes y es ahora ella
quien me los envía a mí, quien me saluda por las mañanas y me escribe un ¿cómo
te está yendo en el trabajo? por las tardes.
Vaya mierda
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