Mi esposa (me incomoda llamarla así porque ni ella siente nada por mí –a no ser algo parecido al odio- ni yo siento nada por ella –aunque no la odio, pues no soy de los que odian-, pero aún es mi esposa legalmente, a pesar de que ya no vivamos juntos) recibió la notificación para la primera cita de conciliación.
La conciliación es un paso obligatorio si vas a llevar
tu divorcio a los tribunales.
Ella siempre me decía: «No te la voy a hacer fácil. No
te voy a dar el divorcio así no más. Que te cueste».
Existe el divorcio rápido, que puede tomar menos de 6
meses, siempre y cuando la pareja esté de acuerdo en separarse. Ese no es mi
caso. A pesar de que me odia, ella no quiere divorciarse así de rápido, así de
fácil. Me la quiere hacer difícil. Por eso, he contratado a un abogado.
¿Por qué no empecé estos trámites antes? Uno, porque
no contaba con el dinero para contratar a un litigante y, dos, porque no tenía
un motivo para empezarlos. Sin embargo, ahora, mi situación económica ha
mejorado ligeramente y tengo un motivo por el cual comenzar con el proceso:
recuperar la confianza de mi chica hondureña; prometerle que sí hay un futuro
en el que nos veo perfecta y armoniosamente casados.
Mi esposa recibió la notificación y me llamó pérfido. Bueno,
no me dijo pérfido; me llamó traidor, mal hombre, malo. No sé por qué. Si hay
algo que no soy, son justamente los calificativos que me endilgó. No debiera
decirlo yo, pero soy un tipo bueno, confiado, hasta cojudo (ser confiado es ser
cojudo; disculpen la redundancia). Pero nunca malo, inicuo o traidor. Jamás he
obrado a sabiendas de que perjudicaba a alguien. Si alguna vez lo hice, fue con
toda la buena intención del mundo.
Me separo porque es lo mejor para mi esposa, para mi
hija y para mí. Mi todavía esposa es una buena madre. Jamás negaré ese hecho.
Sin embargo, como pareja, hemos sido un fracaso. Hay que reconocerlo. Por eso,
en esta demanda, solicito un régimen de visitas; no la tenencia. Siempre
he creído que los niños deben criarse con las madres; sobre todo, y
fundamentalmente, cuando ellas prueban serlo en toda la magnitud de la palabra.
Mis padres se separaron en los términos en los que yo desearía separarme de mi
esposa, es decir, en los mejores términos.
Yo me crie con mi mamá. Creo que me fue bien con ella.
Elegí crecer con ella. Mi papá no fue el tipo más cariñoso del mundo, pero, a
mis 38 años, recién entiendo el modo en el que me educó: con rigurosa
disciplina. A mis 12 años, no aprecié muy bien aquello. Ahora que soy papá, si
bien no soy el militar que él fue, entiendo por qué hizo lo que hizo cuando era
yo un niño: tomar la correa y azotarme cual si fuera la piñata de una fiesta
infantil. Nunca le he pegado a mi hija (bueno, sí, lo reconozco, solo una vez y
hace mucho tiempo, el suficiente como para que ella no haya guardado memoria del
incidente, aunque nunca el necesario como para que yo haya podido olvidarlo. El
día en que la jaloneé del brazo me quedó un agujero en el alma y juré arrancarle
sonrisas y nunca más lágrimas) pero entiendo que, a veces, la paciencia no es
una virtud ingénita.
Me separo de mi esposa porque, entre otras cosas, nos
era casi imposible evitar las discusiones delante de la bebe. Y cuando ello
ocurría, prefería abandonar la contienda verbal y dejar que pensase que era un
cobarde. Prefería eso a que mi hija continuase absorbiendo la ponzoña del
momento.
El 30 de junio se celebrará la primera conciliación.
Si mi esposa no asiste, habrá una segunda fecha; aún desconocida para mí. Si tampoco
acude a este segundo acto, el juez tendrá el sustento fáctico necesario para proceder
con mi demanda de divorcio, la demanda a la que mi esposa tanto me alentó a
formular en nuestras más álgidas conflagraciones orales: «Divórciate de mí,
pues; haz lo que tengas que hacer, porque yo nunca te voy a firmar nada así de
fácil».
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