Nacido de la unión de una princesa inca y de un
conquistador español –que nunca la reconoció como legítima esposa-, Gómez
Suarez de Figueroa, o Inca Garcilaso de la Vega, es uno de los primeros
peruanos que sintió en el pecho mestizo el doloroso tironeo de pertenecer a dos
mundos antagónicos: el indio y el español. El Inca no llegó a ubicarse
plenamente en ninguno de los dos. Por ejemplo, el hemisferio español lo
consideraba cuasi indio, (sus amiguitos, hijos de papá y mamá españoles, lo
llamaban cholo) por los pelos tiesos, los rasgos indoamericanos y la piel amarcigada.
Luis Alberto Sánchez –con los políticos de hoy, se
extraña una presencia como la de este egregio aprista- nos muestra la dentrura del
Inca; sus desgarros, sus tristezas y sus breves alegrías, como cuando publicó
la primera parte de sus Comentarios Reales, mucho tiempo después de haberse
hecho capitán del rey con el afán de recuperarle al apellido paterno los
brillos que su padre se encargó de enlodar al mostrarse ladinamente traidor con
tal de salvar su pellejo allá durante la época de la Conquista. Sánchez detalla
con maestra pluma que, gracias a la traición del padre del Inca, el Demonio de
los Andes, el terrible Francisco de Carvajal, fue capturado y descuartizado.
Deliciosa anécdota se nos cuenta en las postrimerías
del libro, cuando, ya afincado en España y con cierta fama provista por sus
Comentarios, el Inca evoca su infancia en el Cusco, una infancia que presenció
la crueldad de los tiempos primeros de los españoles en el Perú, en la que era
común hallar en la plaza de armas de la ciudad las extremidades de los
rebeldes. Así, cierto día, el pequeño Inca y sus compañeros deciden visitar el muslo
derecho de Carvajal, ya en avanzado estado de descomposición, que pendía en una
de las esquinas de la plaza. Uno de los párvulos, se aventura a clavar el
pulgar de la mano derecha en pleno muslo del conquistador. Todos presenciaron
cómo el dedo del atrevido se hundió en el muslo como si este fuera de
mantequilla. A los pocos días, el temerario niño tenía el dedo hinchado y casi
gangrenado, con el dolor ya extendido a gran parte del brazo. Muy cerca estuvo
de morir, pero el incidente –en una época en la que no se sabía nada de
infecciones ni de bacterias- fue atribuido a que el espíritu recio, diabólico e
indomable de Carvajal fue el causante de los estropicios en la humanidad del
niño. Desde ese momento, nadie osó siquiera ver a los restos desperdigados del azaroso
español.
Le recomiendo al presidente Castillo la lectura de
este libro. En las primeras páginas, se enterará de cómo Atahualpa, cuando
venció a las fuerzas de su hermano Huáscar, mandó asesinar a todas las
concubinas de este y a los hijos que había engendrado en ellas. Sí, en el
incanato también se respiró crueldad, señor Castillo. No todo era color de
rosas como usted cree. Lea un poco más.
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