La voz de Julio Barco, uno de los poetas peruanos
jóvenes más prolíficos que conozco, irrumpe desde El Agustino con imágenes
fragmentadas de una Lima polvorienta, virreinal, de frituras y fritangas.
El poeta, como Kant, no pretende saber cómo son las
cosas sino cómo él pueda conocerlas, hacerlas suyas. Entonces, se apropia de
todo aquello con lo que se encuentra en su camino. Barco, entregado
completamente a la poesía, y viviendo esporádicamente de pelar pollos en un
mercado del Callao, crea versos discontinuos e iónicos sobre señoras que
compran en Metro, combis arrolladoras que aplanan transeúntes o sobre un meado farol
de luz en el Centro de Lima. El bardo recorre los tugurios de Lima con un
poemario sujeto del sobaco. Así, lo vemos acompañado de Li Po, Rubén Darío,
Vallejo o Verástegui (este último, presumiblemente, uno de sus favoritos).
Aquí algunos versos que demuestran la capacidad
extrapolante de Barco:
a) 1. Ahora tengo un
nuevo cuaderno pulcro y mi cuerpo delicioso como todo verbo.
b) 2. Y yo escribí en
tu espalda un frondoso mar de luces.
c) 3. Todo cuerpo en
delirio se arquea dulcemente.
d) 4. La libertad de
la mente es una fruta dulcísima.
e) 5. Nos sentamos en
una banca de Lima y arañamos la gloria del instante.
f) 6. Antes que la
poesía, un buen cuarto de pollo a la brasa y dos cervezas de trigo, espetan los
iluminados.
El poeta, que afirma no tener 100 soles en el
bolsillo, pero sí harta soledad como un bello perfume, ha decidido vivir en la
precariedad económica porque no quiere cederle un segundo de su tiempo a un
trabajo burgués que lo aliene de su pasión: sacarle versos a la vida.
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