No importa lo que te ocurre,
sino cómo respondes a lo que te ocurre.
Epicteto
Parecía que
Shagui estuviese fumando por el agujero que le acababan de abrir en la frente.
El humo ascendía como un bailarín espectral, trazando figurines en el aire,
celebrando el ritual inevitable de la muerte con cada voluta que se le
desvanecía.
Estas balas
son la cagada, dijo el Gato, admirando el cañón de su arma. No
solo te parten los huesos, también te queman por dentro, te chamuscan hasta el
alma; incluso minutos después de haberlas disparado.
Tito le
cerró la boca a Shagui.
Este huevón
nunca se arregló las muelas... Y teniendo plata. Era un
huevonazo hasta para esas vainas, continuó el Gato, empaquetando con
reverencia su arma en el estuche, totalmente enfocado en el proceso.
Un chillido
repentino interrumpió su soliloquio.
Ábrele, ordenó el
Gato, sin apartar la vista del arma nuevamente enfundada.
Tito salió
corriendo de la habitación. Al poquísimo rato, regresó acompañado de Cirilo, un
hombre cetrino, encorvado, de nariz ganchuda, que llevaba unas bolsas en la
mano: panes y chicharrón de puerco.
Ya, serrano, prepárate
al toque los panes, que me estoy cagando de hambre, dijo el Gato, señalando
una mesa cercana al cadáver de Shagui.
¿Ahí?, preguntó Cirilo,
incomodísimo, nervioso.
Ahí, pues,
hijo. Créeme que el huevón de Shagui ya no te va a gorrear ningún pan, dijo el
Gato. Luego, dirigiéndose a Tito, un hombre de mediana estatura y brazos esculpidos
por el peso de doscientas mancuernas diarias, ordenó: Terminamos el desayuno
y me desaparecen a este huevón, ah.
Sí, sí, dijo
Cirilo, concentrado en embutir los panes con los pedazos fritos de puerco,
zarza criolla y limón.
No, pues,
serrano, ¿y mi jugo de papaya?, exclamó súbitamente el Gato, los ojos ardiendo y clavados
en Cirilo.
El rostro
del serrano, sobresaltado, se pintó de rojo.
Pucha, me
olvidé, jefecito, respondió Cirilo con una voz a punto de quebrarse,
temblando, la piel cambiándole de color con cada segundo que transcurría. Sabía
que olvidarse de algo tan simple podía significar un destino similar al de Shagui.
Ya, ya,
tranquilo, serrano. No chilles. Te la paso por esta vez. Sigue con los panes,
nomás. Pero si la vuelves a cagar, no la cuentas, cojudo. Esto va para ti
también, Tito. Están advertidos.
***
La reunión
en casa del periodista deportivo Juan de los Santos, impenitente jalador de
cocaína e inmisericorde fumador de marihuana, se conducía con algarabía.
Fermín,
también conocido como el Enfermín, uno de los invitados de lujo a la fiesta de
Juan, no empleaba el wáter para orinar. En su lugar, se encaramaba sobre el
lavabo, dejando que su orina amarillenta fluyera en él, como un gesto insolente
de revancha por la envidia que le generaba el flamante departamento de Juan,
adquirido gracias a la casa de apuestas que aupaba su canal de YouTube y le
dejaba cuantiosas cantidades dinerarias, lavando así billetes y monedas
provenientes de la minería ilegal y el tráfico de drogas.
Al poco
rato, llegó, en medio de algazaras y vivas, el Profe Bruti, ya convertido en un
personaje rutilante del mundo de la Brutalidad deportiva.
Juan de los
Santos, de quien se decía que, en secretas orgías, les invitaba mujeres a las máximas
figuras del balompié peruano, se acercó a Bruti con un plato de estofado de
pollo preparado por su esposa.
El Profe
Bruti sintió que ya era una estrella. Que el famoso periodista deportivo Juan
de los Santos, alías Caballo de Paso, lo recibiese en su propia casa con un
estofado de pollo desprendido de las mismísimas manos de su respetable esposa
solo podía significar que ya su estatura sobresalía por encima de las anónimas cotas
de las redes sociales y, que, como Caballo de Paso, estaba a punto de posar su
enorme chala en la televisión. Bruti se vislumbraba a sí mismo conduciendo un
programa deportivo en el canal peruano de señal abierta más importante. También,
se permitió columbrarse dirigiendo un show de Literatura en el mismo canal. Dirán
de mí que soy el primer afroperuano que lleva cultura a los hogares del Perú;
por la conchasumadre, pensaba Bruti, mientras rompía los tendones de la
pierna de pollo de su plato, embarrándose los dedos con los protuberantes jugos
de ese estofado que estaba de la reconchasumadre.
Pero cuando
llegó el Ciego, con su risa cachacienta y su bastón golpeando el suelo, Bruti
sintió que había sido traicionado, porque —qué raro, ¿no? — justo en ese
preciso instante, Caballito empezó a grabarlo todo con su celular, el iPhone
con el decimal más reciente y novedoso.
¿Ya está
aquí el pordiosero que se ha hecho famoso pidiendo plata en su programa de
YouTube?, gritó el Ciego, con esa sonrisa inconfundible adosada a cada gesto
suyo. Uno no sabía si se estaba cagando de la risa genuinamente o era la
ceguera quien le imprimía a su rostro esa impronta maquiavélica.
Bruti quiso
sacarle la mierda al Ciego, pero sabía que con un solo golpe podría derrumbar
no solo a su enemigo, sino también su propio ascenso al estrellato final. Había
que moverse con cuidado en esa sala llena de cámaras, sobre todo bajo el lente siniestro
del Caballo de Paso, que ya transmitía en vivo, para su canal, cada movimiento,
cada palabra. Sus ojos se cruzaron con el celular del periodista. Cualquier
arrebato sería una sentencia pública. Entonces, dejando a un lado el estofado
que aún humeaba, pronunció: No voy a rebajarme a responderle a una persona
que sufre el peor castigo que Dios le puede reservar a alguien: la ceguera.
Giró la
cabeza hacia la cámara del Caballo y continuó con su alocución, sintiéndose un
Sócrates moderno, atrapado en una tragedia urbana, dispuesto a lanzar su
mayéutica al aire: ¿Saben ustedes, queridos Brutianos, lo que es
vivir en la oscuridad más absoluta? ¿Creen ustedes que yo, bendecido con
el don de ver y observar el mundo con todos sus matices, me rebajaría a pelear
con este Ciego, con este ser atrapado en sus propias tinieblas?
El Ciego,
con su lazarillo al lado, laceraba el piso con la punta de su bastón: Ven,
negro, pordiosero, ven, pues, aquí te espero. Desmiénteme que eres un
pordiosero. Yo, sí, soy ciego, no hay duda de eso, pero eso a mí me ha hecho
fuerte, tan fuerte que mi programita de Youtube ya está haciéndose muy conocido.
No por andar pidiendo plata como un mendigo, ni por jactarme la boca de poner
mujeres en mi pata al hombro. No. Mi fuerza viene de mi don de gente, de saber
cómo se mueve el mundo incluso sin verlo. Lastimó nuevamente el piso con su
bastón, como un viejo guerrero que convoca a su enemigo. Ven aquí, negro maricón.
Párame el macho.
Queridos
Brutianos, prosiguió Bruti, la voz como un trueno contenido,
luego de los descargos del Ciego, acaban de escuchar el canto de dolor de un
castigado por Dios, de un miserable que, a pesar de estar así de cagado, sigue
jodiendo. Luego, tras repasar con la mirada a los circunstantes que no
podían comer ni beber por estar muy concentrados en el conato de pelea,
sosteniendo como pendones sus respectivos celulares, procurando capturar todos
los detalles del inminente choque, dijo: Para pelear se necesitan de dos. Y
yo no pienso rebajarme. Yo me largo de acá.
Como el
Ciego apenas se había apartado de la puerta, seguía ahí, un muro de carne y
obstinación, bloqueando la salida. Bruti se dispuso a bordearlo, pero el Ciego,
con ese oído súper desarrollado para sentir hasta el tenue canto de una brisa, percibió
la aproximación de Bruti y, con un gesto tan rápido como malicioso, alargó su
bastón buscando tumbarlo al suelo.
Sin
embargo, Bruti, ágil como gato de la noche, se percató a tiempo de la
zancadilla y, no solo la esquivó, sino que, con una patada precisa y llena de
rabia, lanzó el bastón lejos, arrancándole al Ciego su único sostén. El cuerpo
del invidente se desplomó con la pesadez de un costal de cemento.
Sin
detenerse, Bruti cruzó la puerta, sus pasos resonando con el eco del final de
una escena que no merecía más palabras. Mientras se alejaba, su mente ya vagaba
en otra parte, en algo más mundano, pero igualmente necesario: el aroma de un
chaufa de cinco soles en el puesto de Doña Pelos, en la esquina de su barrio. A
fin de cuentas, siempre se podía confiar en ese plato para reparar la saciedad
interrumpida.
Juan de los
Santos estaba feliz. No podía de contento. Su cara era el vivo calco de la
complacencia, los labios curvados en una sonrisa que no podía disimular, aunque
lo intentara. Todo lo que había pasado, si bien no era lo que había esperado
—pues, en el fondo, hubiera querido que Bruti se engorilara más, que el caos
fuera absoluto—, había culminado en una escena que rozaba lo épico: una genial
y aparatosa caída. La justicia cruda y ridícula del destino le arrancaba una
risa contenida, como si el espectáculo improvisado hubiera sido diseñado solo
para su deleite.
Entonces,
la voz que todos podían oír en la transmisión era de pura de indignación por lo
acaecido, pero el rostro escondido detrás del celular, ese que nadie podía ver,
estaba iluminado por una alegría genuina y pérfida. Así, con esa ironía
impregnada en su ser, acercóse Juan de los Santos, el famoso Caballo de Paso,
al Ciego, que aún tambaleaba mientras el lazarillo lo ayudaba a levantarse. Con
su bastón de vuelta en mano, el Ciego dijo: Hay tres negros en un auto,
¿quién está manejando?
Juan de los
Santos no se esperaba esa línea. Aguardaba, más bien, una palabras airadas y
vengativas. ¿Quién?, respondió el Caballo, verídicamente sorprendido.
El policía
que los ha chapado, dijo el Ciego, cagándose de la risa.
***
Y me comí
el pan con chicharrón y, encima, con un poco de sangrecita del huevón ese del
Shagui, dijo el Gato K-Ch-Ro.
RompeCulos
le acercó al Profe una recién colmada copa de vino: Ya hemos hablado con
nuestros propios métodos con su amigo el Ciego, Profe. Y ha aceptado. Ahora, luego
de ver el videíto de nuestro amigo Shagui, que en paz descanse, yo supongo que nada
impedirá que le pongamos fecha al trío de usted con la Golosa y el Ciego, ¿no,
Profe?
Bruti,
temblequeando como nalgas que expulsan un pedo largo y siniestro, se levantó de
su silla y, con la bemba contrita, a punto de inaugurar el irrefrenable llanto
de la derrota, giró lentamente para iniciar su salida.
Negro, dijo el
Gato. Tenía en la punta de la mano una tarjeta.
Bruti volvió
pasmosamente la cabeza y, con trémula pausa, tomó la tarjeta. Pudo leer un
nombre que le era desconocido, pero claramente advirtió el cargo que ostentaba.
Como eres un
negro bruto, y ya son más de las doce, seguro puede que vayas a hacer una
estupidez. Ahí te paso el contacto de mi pata, el presidente del poder judicial, agregó el
Gato. Mañana te llamo para coordinar los detalles del trío.
Los
pantalones de Bruti recibieron otro chorro más de pichi.
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