sábado, 21 de septiembre de 2024

NOVELA PERUANA EL PROFE BRUTI de Daniel Gutiérrez Híjar - Capítulo 11

 


No importa lo que te ocurre,

sino cómo respondes a lo que te ocurre.

Epicteto

 

Parecía que Shagui estuviese fumando por el agujero que le acababan de abrir en la frente. El humo ascendía como un bailarín espectral, trazando figurines en el aire, celebrando el ritual inevitable de la muerte con cada voluta que se le desvanecía.

Estas balas son la cagada, dijo el Gato, admirando el cañón de su arma. No solo te parten los huesos, también te queman por dentro, te chamuscan hasta el alma; incluso minutos después de haberlas disparado.

Tito le cerró la boca a Shagui.

Este huevón nunca se arregló las muelas... Y teniendo plata. Era un huevonazo hasta para esas vainas, continuó el Gato, empaquetando con reverencia su arma en el estuche, totalmente enfocado en el proceso.   

Un chillido repentino interrumpió su soliloquio.

Ábrele, ordenó el Gato, sin apartar la vista del arma nuevamente enfundada.

Tito salió corriendo de la habitación. Al poquísimo rato, regresó acompañado de Cirilo, un hombre cetrino, encorvado, de nariz ganchuda, que llevaba unas bolsas en la mano: panes y chicharrón de puerco.

Ya, serrano, prepárate al toque los panes, que me estoy cagando de hambre, dijo el Gato, señalando una mesa cercana al cadáver de Shagui.

¿Ahí?, preguntó Cirilo, incomodísimo, nervioso.

Ahí, pues, hijo. Créeme que el huevón de Shagui ya no te va a gorrear ningún pan, dijo el Gato. Luego, dirigiéndose a Tito, un hombre de mediana estatura y brazos esculpidos por el peso de doscientas mancuernas diarias, ordenó: Terminamos el desayuno y me desaparecen a este huevón, ah.

Sí, sí, dijo Cirilo, concentrado en embutir los panes con los pedazos fritos de puerco, zarza criolla y limón.

No, pues, serrano, ¿y mi jugo de papaya?, exclamó súbitamente el Gato, los ojos ardiendo y clavados en Cirilo.

El rostro del serrano, sobresaltado, se pintó de rojo.

Pucha, me olvidé, jefecito, respondió Cirilo con una voz a punto de quebrarse, temblando, la piel cambiándole de color con cada segundo que transcurría. Sabía que olvidarse de algo tan simple podía significar un destino similar al de Shagui.

Ya, ya, tranquilo, serrano. No chilles. Te la paso por esta vez. Sigue con los panes, nomás. Pero si la vuelves a cagar, no la cuentas, cojudo. Esto va para ti también, Tito. Están advertidos.

***

 

 

La reunión en casa del periodista deportivo Juan de los Santos, impenitente jalador de cocaína e inmisericorde fumador de marihuana, se conducía con algarabía.

Fermín, también conocido como el Enfermín, uno de los invitados de lujo a la fiesta de Juan, no empleaba el wáter para orinar. En su lugar, se encaramaba sobre el lavabo, dejando que su orina amarillenta fluyera en él, como un gesto insolente de revancha por la envidia que le generaba el flamante departamento de Juan, adquirido gracias a la casa de apuestas que aupaba su canal de YouTube y le dejaba cuantiosas cantidades dinerarias, lavando así billetes y monedas provenientes de la minería ilegal y el tráfico de drogas.

Al poco rato, llegó, en medio de algazaras y vivas, el Profe Bruti, ya convertido en un personaje rutilante del mundo de la Brutalidad deportiva.

Juan de los Santos, de quien se decía que, en secretas orgías, les invitaba mujeres a las máximas figuras del balompié peruano, se acercó a Bruti con un plato de estofado de pollo preparado por su esposa.

El Profe Bruti sintió que ya era una estrella. Que el famoso periodista deportivo Juan de los Santos, alías Caballo de Paso, lo recibiese en su propia casa con un estofado de pollo desprendido de las mismísimas manos de su respetable esposa solo podía significar que ya su estatura sobresalía por encima de las anónimas cotas de las redes sociales y, que, como Caballo de Paso, estaba a punto de posar su enorme chala en la televisión. Bruti se vislumbraba a sí mismo conduciendo un programa deportivo en el canal peruano de señal abierta más importante. También, se permitió columbrarse dirigiendo un show de Literatura en el mismo canal. Dirán de mí que soy el primer afroperuano que lleva cultura a los hogares del Perú; por la conchasumadre, pensaba Bruti, mientras rompía los tendones de la pierna de pollo de su plato, embarrándose los dedos con los protuberantes jugos de ese estofado que estaba de la reconchasumadre.

Pero cuando llegó el Ciego, con su risa cachacienta y su bastón golpeando el suelo, Bruti sintió que había sido traicionado, porque —qué raro, ¿no? — justo en ese preciso instante, Caballito empezó a grabarlo todo con su celular, el iPhone con el decimal más reciente y novedoso.

¿Ya está aquí el pordiosero que se ha hecho famoso pidiendo plata en su programa de YouTube?, gritó el Ciego, con esa sonrisa inconfundible adosada a cada gesto suyo. Uno no sabía si se estaba cagando de la risa genuinamente o era la ceguera quien le imprimía a su rostro esa impronta maquiavélica.

Bruti quiso sacarle la mierda al Ciego, pero sabía que con un solo golpe podría derrumbar no solo a su enemigo, sino también su propio ascenso al estrellato final. Había que moverse con cuidado en esa sala llena de cámaras, sobre todo bajo el lente siniestro del Caballo de Paso, que ya transmitía en vivo, para su canal, cada movimiento, cada palabra. Sus ojos se cruzaron con el celular del periodista. Cualquier arrebato sería una sentencia pública. Entonces, dejando a un lado el estofado que aún humeaba, pronunció: No voy a rebajarme a responderle a una persona que sufre el peor castigo que Dios le puede reservar a alguien: la ceguera.

Giró la cabeza hacia la cámara del Caballo y continuó con su alocución, sintiéndose un Sócrates moderno, atrapado en una tragedia urbana, dispuesto a lanzar su mayéutica al aire: ¿Saben ustedes, queridos Brutianos, lo que es vivir en la oscuridad más absoluta? ¿Creen ustedes que yo, bendecido con el don de ver y observar el mundo con todos sus matices, me rebajaría a pelear con este Ciego, con este ser atrapado en sus propias tinieblas?

El Ciego, con su lazarillo al lado, laceraba el piso con la punta de su bastón: Ven, negro, pordiosero, ven, pues, aquí te espero. Desmiénteme que eres un pordiosero. Yo, sí, soy ciego, no hay duda de eso, pero eso a mí me ha hecho fuerte, tan fuerte que mi programita de Youtube ya está haciéndose muy conocido. No por andar pidiendo plata como un mendigo, ni por jactarme la boca de poner mujeres en mi pata al hombro. No. Mi fuerza viene de mi don de gente, de saber cómo se mueve el mundo incluso sin verlo. Lastimó nuevamente el piso con su bastón, como un viejo guerrero que convoca a su enemigo. Ven aquí, negro maricón. Párame el macho.

Queridos Brutianos, prosiguió Bruti, la voz como un trueno contenido, luego de los descargos del Ciego, acaban de escuchar el canto de dolor de un castigado por Dios, de un miserable que, a pesar de estar así de cagado, sigue jodiendo. Luego, tras repasar con la mirada a los circunstantes que no podían comer ni beber por estar muy concentrados en el conato de pelea, sosteniendo como pendones sus respectivos celulares, procurando capturar todos los detalles del inminente choque, dijo: Para pelear se necesitan de dos. Y yo no pienso rebajarme. Yo me largo de acá.

Como el Ciego apenas se había apartado de la puerta, seguía ahí, un muro de carne y obstinación, bloqueando la salida. Bruti se dispuso a bordearlo, pero el Ciego, con ese oído súper desarrollado para sentir hasta el tenue canto de una brisa, percibió la aproximación de Bruti y, con un gesto tan rápido como malicioso, alargó su bastón buscando tumbarlo al suelo.

Sin embargo, Bruti, ágil como gato de la noche, se percató a tiempo de la zancadilla y, no solo la esquivó, sino que, con una patada precisa y llena de rabia, lanzó el bastón lejos, arrancándole al Ciego su único sostén. El cuerpo del invidente se desplomó con la pesadez de un costal de cemento.

Sin detenerse, Bruti cruzó la puerta, sus pasos resonando con el eco del final de una escena que no merecía más palabras. Mientras se alejaba, su mente ya vagaba en otra parte, en algo más mundano, pero igualmente necesario: el aroma de un chaufa de cinco soles en el puesto de Doña Pelos, en la esquina de su barrio. A fin de cuentas, siempre se podía confiar en ese plato para reparar la saciedad interrumpida.

Juan de los Santos estaba feliz. No podía de contento. Su cara era el vivo calco de la complacencia, los labios curvados en una sonrisa que no podía disimular, aunque lo intentara. Todo lo que había pasado, si bien no era lo que había esperado —pues, en el fondo, hubiera querido que Bruti se engorilara más, que el caos fuera absoluto—, había culminado en una escena que rozaba lo épico: una genial y aparatosa caída. La justicia cruda y ridícula del destino le arrancaba una risa contenida, como si el espectáculo improvisado hubiera sido diseñado solo para su deleite.

Entonces, la voz que todos podían oír en la transmisión era de pura de indignación por lo acaecido, pero el rostro escondido detrás del celular, ese que nadie podía ver, estaba iluminado por una alegría genuina y pérfida. Así, con esa ironía impregnada en su ser, acercóse Juan de los Santos, el famoso Caballo de Paso, al Ciego, que aún tambaleaba mientras el lazarillo lo ayudaba a levantarse. Con su bastón de vuelta en mano, el Ciego dijo: Hay tres negros en un auto, ¿quién está manejando?

Juan de los Santos no se esperaba esa línea. Aguardaba, más bien, una palabras airadas y vengativas. ¿Quién?, respondió el Caballo, verídicamente sorprendido.

El policía que los ha chapado, dijo el Ciego, cagándose de la risa.

***

Y me comí el pan con chicharrón y, encima, con un poco de sangrecita del huevón ese del Shagui, dijo el Gato K-Ch-Ro.

RompeCulos le acercó al Profe una recién colmada copa de vino: Ya hemos hablado con nuestros propios métodos con su amigo el Ciego, Profe. Y ha aceptado. Ahora, luego de ver el videíto de nuestro amigo Shagui, que en paz descanse, yo supongo que nada impedirá que le pongamos fecha al trío de usted con la Golosa y el Ciego, ¿no, Profe?

Bruti, temblequeando como nalgas que expulsan un pedo largo y siniestro, se levantó de su silla y, con la bemba contrita, a punto de inaugurar el irrefrenable llanto de la derrota, giró lentamente para iniciar su salida.

Negro, dijo el Gato. Tenía en la punta de la mano una tarjeta.

Bruti volvió pasmosamente la cabeza y, con trémula pausa, tomó la tarjeta. Pudo leer un nombre que le era desconocido, pero claramente advirtió el cargo que ostentaba.

Como eres un negro bruto, y ya son más de las doce, seguro puede que vayas a hacer una estupidez. Ahí te paso el contacto de mi pata, el presidente del poder judicial, agregó el Gato. Mañana te llamo para coordinar los detalles del trío.

Los pantalones de Bruti recibieron otro chorro más de pichi.


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