Llegas
a un punto de tu vida en el que te cuestionas si lo que haces para vivir está
en consonancia con aquello que realmente te gustaría hacer. Trabajar en la
profesión que estudiaste no es sinónimo de felicidad. Ganar un dinero que antes
no tuviste (las propinas de diez soles te parecían exorbitantes en tu época de
colegial) no significa haber logrado el éxito. Hay un par de cuentos de
Somerset Maugham (París, 1874 – Niza 1965) que trata con bastante maestría este
problema vocacional: «La decadencia de Eduardo Barnard» y «La voz de
Israel».
Estás
solo en tu habitación, Lou Reed y los Velvet Underground de fondo, «Sunday
Morning», de preferencia; te confrontas. Como diría Vallejo, confías en ti, “en
ti solo”. Te preguntas: “¿Y si hago lo que realmente me gusta hacer, ganaré el
dinero que gano ahora? ¿Cómo mantendré a mi familia, cómo sustentaré los lujos
a los que estoy acostumbrado si renuncio a esta vida de mentira y me decido por
seguir el sendero de aquello que le da sentido a mi vida? ¿Es vivir dedicarse a
asuntos que no revisten mayor importancia para mí únicamente porque me pagan o
porque no puedo defraudar a las personas que cifran en mí sus esperanzas? ¿Hago
esto por mí o por los demás?” De las respuestas a las que arribes dependerá que
tengas paz durante lo que te resta por vivir.
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