El hombre
tomó un paquete de jamón y lo escondió en el interior del abrigo largo que lo
cubría y que era incongruente con los treinta grados de temperatura en el
exterior del mercado.
Sus ojos
examinaron los míos. ¿Me atacaría para que no lo delate? ¿Me insinuaría unos
fieros puños?
Supo que
bastaba con clavarme la mirada para asegurarse de mi silencio. Entonces,
continuó su búsqueda entre los otros anaqueles del lugar, dejándome ahí, con mi
canasto de cosas a medio llenar.
Tras
reponerme de la impresión, decidí seguirlo. ¿Se llevaría más cosas?
Sí, tres
bollos de pan, un botellón de jugo, unos quesos, un filete, un six-pack de
gaseosas personales, y más.
Agazapado
tras los anaqueles, observaba cómo se le iba hinchando el abrigo, que de por sí
era de una tela muy delgada, de modo que las formas de los objetos que el
sujeto iba escondiendo delataban sus curvas y perfiles a cualquiera que se
topase con él.
Una de las
cosas que me asombraba era que el hombre no parecía apurado o temeroso, por el
contrario, elegía con paciencia y minuciosidad las marcas y la calidad de los
productos. Parecía determinado a no comer cualquier tipo de jamón.
Luego de
casi una hora de aprovisionamiento, el hombre decidió que había terminado su
periplo.
Cuando se
acercó a la salida, estuve seguro de que sería detenido, aporreado y encerrado
en prisión. Entonces, un chico de aspecto amable se le acercó con una gran
sonrisa en el rostro.
¿Todo bien,
señor?
El tipo,
que parecía que llevaba escondido a cuatro o cinco personas dentro del abrigo,
respondió con un ligero movimiento de cabeza y se marchó tan campantemente.
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