(Escrito
aproximadamente cierto día de setiembre)
Suellen
me dice: Dani, ¿has leído a Alice Munro?
Alice, Alice, pienso. Dónde chucha he escuchado ese nombre, continúo pensando. Claro, la premio Nobel del 2013.
No, no la he leído, le respondo, sincero, sin dármelas
de culto, porque la verdad es que no he leído nada de esa respetable señora.
Tuve, sí, las intenciones de leerla cuando se hizo famosa en esta parte del
globo a raíz del Nobel, pero, por A o B, no pude comprar un libro pirata
suyo.
Y
aquí estaba Suellen, enfrente de mí, con su carita ingenua, preguntándome a
quemarropa sobre Alice Munro.
Estoy leyendo este libro, me dice, y me muestra una copia
original de “Demasiada felicidad”.
Es un
libro muy triste, añade, y su carita se convierte en un símbolo de
adoración. Suellen es la única mujer de la oficina; aparte de Kendra, la
secretaria, mujer muy guapa, por cierto. Suellen tiene encandilado a más de un
trabajador del área, pero los pendejos no lo reconocen y se hacen los suecos -hablando de premios Nobel-.
Pucha, le digo. No he leído nada de ella, pero he oído que su fuerte es el cuento.
Sí, dice Suellen. Este libro es de cuentos. Pero sus cuentos son bien tristes. Sus
palabras van acompañadas de un mohín enternecedor. Suellen, no hagas eso. ¿No te das cuenta que me pones nervioso?,
pienso.
¿Ah, sí?, pregunto. Si pudiera leerlos, sería estupendo.
Toma. Léelo, me dice, y me ofrece el libro.
Le
agradezco el gesto y le prometo devolvérselo antes de una semana.
Leo
el libro. Algunas frases me recordaban a Dani, la chica que me tiene embobado
por estos días. Pero no detectaba la tristeza que había hallado Suellen. Hay,
sí, escenas fuertes; pero, vamos, no lo suficientemente fuertes como para
conmoverme. ¿Será que tengo el alma empedrada con adoquines del siglo XVII? En
todo caso, Dani, sin quererlo, se está encargando de erradicar esos pétreos bloques para dejar
al desnudo el alma raquítica y sensiblera de este adolescente atormentado.
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