domingo, 12 de octubre de 2014

La ubicuidad de la chata

1

Estoy en la casa de mi esposa. En mi ex casa. Conversamos. Ella se mantiene afligida, si bien se muestra atenta y esperanzada cuando le relato los últimos cambios que experimenta mi vida laboral.

Tras una hora de plática, ella, Morgana y yo nos tiramos en la cama. Mi esposa parece entender mi alejamiento, pero el velo de tristeza todavía le ensombrece el rostro.

Morgana juega conmigo. Se para sobre mi pecho y me lo pisotea mientras canta y gesticula con las manos. De tanto en tanto, se saca un moquito de la nariz y luego de decir aboquitaleche –que es la palabra que suele emplear para que quien la oiga abra la boca- me introduce su moquito con sus deditos. Yo, por supuesto, me como el moquito.

En cierto momento de la conversación, mi esposa me pregunta si la amo. Sin darme tiempo para responder, añade que ella todavía sí, y que si había obrado apresuradamente de un modo u otro era principalmente por la rabia que la cegaba. Más calmada, ahora quiere recuperar ese hogar de tres. Le contesto que la quiero, y mucho. Le digo que no sé qué es el amor exactamente, que quizá es un verbo al que se le ha sobrevalorado demasiado y que sirve únicamente para vender más chocolates y corazones en San Valentín. Lo que yo siento por ella y mi hija va más allá de cualquier cliché. Los sentimientos que ellas dos provocan en mí han sido -lo son y lo serán- capaces de transformar, para bien, muchos aspectos de mi personalidad. Ella no queda satisfecha con mi vaga respuesta. Se siente desilusionada y llora un poco más. Yo la abrazo. Le digo que ella y Morgana siempre estarán en mi corazón, que jamás las abandonaré económica ni moral ni físicamente. 

En fin, me alejo de la casa -mas no las abandono; ojo, eso que quede claro- para convertirme en el escritor que quiero ser, para escribir desde la soledad, aislado de la gente que quiero y que puede, final y atrozmente, verse herida y despedazada por las cosas que pienso volcar en esa novela que aún pugna por salir.

No negaré –y esto me asusta, porque no quiero depender de nadie ni física ni emocionalmente- que la compañía de Dani me resulta una ayuda poderosa en esta dolorosa consecución de mi soledad. Su presencia aparece cuando menos lo espero: Sentado en el sillón junto a la puerta, mi esposa y yo ya no tenemos más que decirnos, solo oímos la música del equipo que Morgana ha encendido varias horas antes. Y suena esta canción que Dani ha venido tarareando durante nuestros últimos encuentros: Sin saber. Yo sonrío, disimuladamente, por supuesto. No puede ser que la chata se me presente en los momentos menos propicios. Pero se aparece. Qué podemos hacer.




2

Voy en el bus a casa de mamá. Acabo de estar en la casa de mi esposa. Me despidió triste, pero sin el resentimiento y la rabia de días previos.

Pienso en lo destructivo que puede ser sentir y vivir ese éxtasis del que hablaba Bolaño, un estado de obnubilación que allana tu vida y la pone al servicio del arte, de las palabras. El éxtasis de Baudelaire, de Rimbaud. El éxtasis mata.

En esas estaba, cuando sube una mujer con un par de bolsas: una repleta de turrones y otra de gomitas dulces. Es una señora de cuarenta y pico de años, baja, de pelo ensortijado. Su actitud es positiva, valiente, a pesar de, o justamente debido a, su dura y trajinada vida.

La sola aparición de la mujer me remite a Dani: siempre que salgo con ella, nos acosan los vendedores ambulantes: rosas, caramelos, tarjetas, de todo.

Pienso no comprarle nada a la señora. No estoy de humor. Pero ella me sale con una jugada que no veía venir. Nos demuestra esa actitud positiva y valiente que mencioné a través de su canto. De una mochila, saca un pequeño parlante y lanza la pista de una canción criolla. Yo vengo del norte, dice la señora, así que les ofreceré este valsecito que espero les agrade: Montado en mi burrito vengo del norte a la capital,…, también lo traigo a mi cholo que si lo dejo me va a engañar,…



La señora no escatima en gestos ni posturas para darle presencia a ese vals. Eso me impresiona. A cuántos buses no habrá subido esa señora durante todo el día y, no obstante ello, ha conservado la alegría y la soltura con que interpreta sus canciones. Esos ejemplos siempre se agradecen, aquellos en los que al infortunio uno le planta su mejor cara, aquellos en los que uno le dice a la tristeza ¿por qué no te vas a la mierda un ratito y me dejas vivir bien mi vida?

Lo del cholo que la va a engañar, me remite todavía más a Dani. Ella me llama mi cholo querido, primero porque yo mismo me choleo –y con justa razón, sino vean mi cara, no más- y segundo porque le permito a todo el mundo que me cholee. No tengo problemas al respecto.

Le compro unas gomitas a la señora, sin dejar de asombrarme de la ubicuidad de la chata Dani.

3

Mi mamá me trae las ampollas que me recetaron en el Hospital de la Solidaridad, lugar al que fui, por solicitud de Dani y acompañado por ella, para que me inyectaran en las nalgas la pócima correcta que combata la fiebre, catarro y dolor de garganta que me acosaban desde hacía un par de días.

En el Hospital, una doctora guapa –me gustaron sus uñas rosadas y perfectamente manicuradas- me prescribió tres inyecciones de ciertos medicamentos. Luego de la consulta y de comprar las ampollas recetadas, me dirigí al Tópico para que me hicieran el huequito respectivo en mi nalga derecha. La metida no dolió. Lo que me dolió –hasta ahora- fue el envión del líquido contenido en la jeringa.

Hoy me toca la segunda dosis. Mi mamá está haciendo las mezclas para obtener el líquido final que terminará dentro de mi organismo. La veo y pienso que hoy nadie me inyectará nada. Suficiente dolor tengo con el pinchazo de ayer. Consulto mi celular para chequear la hora y veo que tengo un mensaje nuevo. Es Dani. Dice: Daniii, tus inyecciones! No seas un cholo irresponsable! Un besote!

Chata de eme, siempre estás en todas, pienso. Mi mamá me llama. Tiene lista la inyección. No hace falta que me insista, porque luego de leer la cariñosa admonición de Dani me acerco a ella con el pantalón en los tobillos y mostrando la parte de la nalga izquierda que me será horadada.

El hincón no duele. La posterior inoculación del medicamento tampoco. Mami, ¿cómo hiciste? No me dolió para nada, le digo. En cambio, la enfermera de mierda me hizo ver a Judas calato cuando me metió la ampolla.

Mi mami me dice: Es que seguro ella te inoculó en la vena. Esas inyecciones se aplican en el músculo. Así no se siente ningún dolor.


Es verdad, no siento ninguna molestia en la nalga izquierda. En la otra, el dolorcillo del pinchazo de la enfermera va desapareciendo, pero todavía está ahí. Lo que no desaparece es la presencia constante de Dani; por el contrario, se hace más fuerte y descontrolada. 

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