miércoles, 22 de octubre de 2014

El susurro de la mujer ballena - Alonso Cueto

Lo más gratificante de haber regresado a casa es sentir la sonrisa de mi hija otra vez. No sé cómo regresé; en qué momento, de pronto, nuevamente circulaba por los cortos pasillos de esta casa.

Estaba falto de fuerzas. Una especie de fiebre persistente se negaba a abandonar mi cuerpo. No tenía ánimos para nada. Todo ese súbito malestar, que supongo acaeció sobre mí gracias a mi excesivo consumo de bebidas heladas –alguna que otra cerveza-, me doblegó. Así, en una de las visitas a esta casa, ya no conté con el temple necesario para permanecer inmune ante los cariños desbordantes y sinceros de mi hija. Sucumbí ante sus fuertes abrazos y sus papi, papi, papi.

Sabía que regresando a casa, automáticamente terminaba mi relación con Dani. Como mi reacción característica en estos casos es la huida, el no dar la cara, evité responder sus llamadas, permanecer al margen, hasta que ella misma se diera cuenta de que la Tierra me había tragado o hasta que intuyera la verdad.

Durante estos días de fiebre latente, dolores de cabeza y tos de perro, leí El susurro de la mujer ballena, de Alonso Cueto. Me parecía haberlo leído hacía algunos años; pero mientras lo leía no recordaba nada de aquella primera lectura. Entonces, me figuré que pasaba las páginas de ese libro por primera vez.



Buena parte del texto la leí durante el examen médico de retiro que la consultora me programó para el lunes 20. Entre pinchazos, electrocardiogramas, audiometrías y triajes, comprobé una vez más que las ficciones de Alonso Cueto me caen mejor cuando estoy convaleciente. Sus historias, de la índole que sean, siempre son como las caricias que recibo de mi madre o de mi abuelita cuando estoy enfermo. Me arrullan y me entretienen. Me despejan. No me demandan esfuerzo ni concentración.

Rebeca –o Revaca, como la llamaban burlonamente en la escuela- es una mujer gordísima, una ballena. Heredó un millón de dólares de una tía, millón que, gracias a sus excelentes movidas financieras, decuplicó. Entonces, el dinero no era, ni por asomo, la principal preocupación de Rebeca. Sí lo era, y mucho, en cambio, los tormentosos recuerdos de su época colegial, recuerdos amargos que la habían perseguido toda su vida joven y adulta, así como la grasa que cubría y rellenaba su cuerpo milímetro cuadrado por milímetro cuadrado.

Un aluvión de malos ratos se le viene a la memoria cuando ve a Verónica, su única amiga durante el colegio, en una entrevista televisiva. Verónica tiene una deuda pendiente con Rebeca. Aquella lo había olvidado; pero Rebeca aparecería en su vida, descompondría su perfecto universo, para descubrirle que ella no era la única poseedora de una desconcertante fragilidad. Entonces, decide arreglar un encuentro casual con Verónica en un avión. Así es como se inicia la historia de estas dos mujeres, ex compañeras de colegio y ex amigas a escondidas; historia cuyo violento desenlace nos recuerda que las heridas sufridas cuando niños son quizá las más dolorosas e imborrables de todas.


Yo no recuerdo haber sido maltratado de niño o haber recibido algún tipo de vejamen mayúsculo. Puedo decir que viví una niñez tranquila. Entonces, leer la terrible experiencia de la mujer ballena, de Rebeca, conocer su inestabilidad adulta producto de las burlas y pullas que recibió por parte de sus compañeritos de escuela, me resultaba bastante difícil de creer. Pero, vamos, tenemos que ser capaces de ponernos a veces en los zapatos ajenos para evitar juzgar y acusar alegremente. Eso nos enseña la literatura, si es que algo nos enseña: evitar los juicios prematuros, comprender que no todos son como nosotros, que hay un sinnúmero de realidades que no conocemos. Por eso, lo mínimo que se puede esperar de nosotros es comprender y tolerar. 

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