Lo
más gratificante de haber regresado a casa es sentir la sonrisa de mi hija otra
vez. No sé cómo regresé; en qué momento, de pronto, nuevamente circulaba por
los cortos pasillos de esta casa.
Estaba
falto de fuerzas. Una especie de fiebre persistente se negaba a abandonar mi
cuerpo. No tenía ánimos para nada. Todo ese súbito malestar, que supongo
acaeció sobre mí gracias a mi excesivo consumo de bebidas heladas –alguna que
otra cerveza-, me doblegó. Así, en una de las visitas a esta casa, ya no conté
con el temple necesario para permanecer inmune ante los cariños desbordantes y
sinceros de mi hija. Sucumbí ante sus fuertes abrazos y sus papi, papi, papi.
Sabía
que regresando a casa, automáticamente terminaba mi relación con Dani. Como mi
reacción característica en estos casos es la huida, el no dar la cara, evité
responder sus llamadas, permanecer al margen, hasta que ella misma se diera
cuenta de que la Tierra me había tragado o hasta que intuyera la verdad.
Durante
estos días de fiebre latente, dolores de cabeza y tos de perro, leí El susurro de la mujer ballena, de
Alonso Cueto. Me parecía haberlo leído hacía algunos años; pero mientras lo
leía no recordaba nada de aquella primera lectura. Entonces, me figuré que pasaba
las páginas de ese libro por primera vez.
Buena
parte del texto la leí durante el examen médico de retiro que la consultora me
programó para el lunes 20. Entre pinchazos, electrocardiogramas, audiometrías y
triajes, comprobé una vez más que las ficciones de Alonso Cueto me caen mejor
cuando estoy convaleciente. Sus historias, de la índole que sean, siempre son
como las caricias que recibo de mi madre o de mi abuelita cuando estoy enfermo.
Me arrullan y me entretienen. Me despejan. No me demandan esfuerzo ni
concentración.
Rebeca
–o Revaca, como la llamaban burlonamente en la escuela- es una mujer gordísima,
una ballena. Heredó un millón de dólares de una tía, millón que, gracias a sus
excelentes movidas financieras, decuplicó. Entonces, el dinero no era, ni por
asomo, la principal preocupación de Rebeca. Sí lo era, y mucho, en cambio, los
tormentosos recuerdos de su época colegial, recuerdos amargos que la habían
perseguido toda su vida joven y adulta, así como la grasa que cubría y rellenaba
su cuerpo milímetro cuadrado por milímetro cuadrado.
Un
aluvión de malos ratos se le viene a la memoria cuando ve a Verónica, su única
amiga durante el colegio, en una entrevista televisiva. Verónica tiene una
deuda pendiente con Rebeca. Aquella lo había olvidado; pero Rebeca aparecería
en su vida, descompondría su perfecto universo, para descubrirle que ella no
era la única poseedora de una desconcertante fragilidad. Entonces, decide
arreglar un encuentro casual con Verónica en un avión. Así es como se inicia la
historia de estas dos mujeres, ex compañeras de colegio y ex amigas a escondidas;
historia cuyo violento desenlace nos recuerda que las heridas sufridas cuando niños
son quizá las más dolorosas e imborrables de todas.
Yo
no recuerdo haber sido maltratado de niño o haber recibido algún tipo de
vejamen mayúsculo. Puedo decir que viví una niñez tranquila. Entonces, leer la terrible
experiencia de la mujer ballena, de Rebeca, conocer su inestabilidad adulta
producto de las burlas y pullas que recibió por parte de sus compañeritos de
escuela, me resultaba bastante difícil de creer. Pero, vamos, tenemos que ser
capaces de ponernos a veces en los zapatos ajenos para evitar juzgar y acusar
alegremente. Eso nos enseña la literatura, si es que algo nos enseña: evitar
los juicios prematuros, comprender que no todos son como nosotros, que hay un
sinnúmero de realidades que no conocemos. Por eso, lo mínimo que se puede
esperar de nosotros es comprender y tolerar.
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