Me encontraste en la mitad de todos mis caminos
Y avanzaste lentamente hasta inundar
todos los rincones de mi vida.
(María Emilia Cornejo)
Siempre supe que te encontraría
en alguna vieja calle de Lima.
desde entonces
preparo cuidadosamente nuestro encuentro.
(Maria Emilia Cornejo)
Caminar
por La Punta, ese pueblito perdido en el tiempo, esa comarca que nos encapsuló
en su aura de tradición, respeto y quietud.
Reírnos
en el Malecón Pardo, sentados en el largo y ancho muro, dándole la espalda al
horizonte oscuro, oyendo el rumor de las aguas negras de ese mar que por
momentos se nos hacía grave y monstruoso.
Comer
en el Rincón de Juanita y cantar Inmortales, sin que nos importen las miradas sorprendidas
de los comensales.
Beber
chicha de jora porque el tío no podía vender chela: Hay ley seca, sobrino.
Contarte
las mil y un barrabasadas que he hecho en mis 31 años.
Acercarnos
a ese mar oscuro bajo la bóveda celestial tachonada de cero estrellas.
Hacer
equilibrio sobre los cantos rodados.
Reírte
de mí porque confundí que el rugido de una moto con la pedorreada del esforzado
y obeso pescador que jugaba a las cartas con sus compañeros de mar.
Leerte
algunas líneas de la Guía triste de París, un cigarrillo extinto colgado de mis
desangelados labios.
Ser
inmune al frío cuando te tengo a mi lado.
Tocar
el piano. Sentarnos en el banquito y verte ejecutar una pieza de Mozart.
Recitarme, cogiéndome de la mano, en medio de esas calles antiguas y y huérfana de asaltantes, ese poema de Moro que empieza con: Apareces, la vida es cierta.
Llegar
a ese lugar inesperado, regentado por un joven medio adormilado.
Tallar,
cincelar nuestros nombres en nuestros corazones.
Olvidarnos
que allá afuera, en el mundo, la gente seguía enfrascada en guerras,
nimiedades, pobreza, caos, todos aquellos elementos sin los cuales un escritor
no tendría razón de ser.
Entregarnos
a aquello que hacíamos por primera vez, dejando que las notas de Quédate nos acompañaran.
Acompañarte
a votar.
Desayunar
medio pollo a la brasa, un tamalazo chinchano que devoré impíamente, y beber a grandes
trancos los jugos de naranja que compraste a dos soles la botella.
Reírme
estruendosa y abiertamente por la carita de culpable que pusiste luego de
derramar el contenido de una de las botellas sobre el suelo de losetas de ese
supermercado.
Limpiarte,
avergonzado, las partículas de tamal que salpiqué en tu cabello enmarañado al
haber abierto mi bocaza para reírme como un huevonazo.
Decirte
que ese momento, por alguna misteriosa sinapsis en mi afiebrado cerebro, me
hacía recordar esta canción de Morrison.
Caminar,
satisfechos, los estómagos henchidos, hasta Varela.
Odiar
el sol de mierda de ese domingo electorero, ese sol que dañaba nuestro cutis,
tu cutis terso y diáfano, mi cutis de cholo atorrante.
Despedirnos.
Colocarme
los audífonos rojos y retirarme oyendo The anthem, esa canción que te conté
hablaba sobre ser en la vida aquello que te guste, que te nazca. Esa canción en
la que el cantante dice que la escuela le pareció una prisión, una
penitenciaria; que odiaba cuando sus padres le insistían en que asista a la
universidad, al college, mientras él replicaba: No quiero ser como tú (como
esta sociedad de mierda llena de autómatas).
Tomar
el bus hacia mi lugar de votación.
Sentirme
libre para hacer lo que quiera, como reza la canción de los Gallagher, y
dibujar una pichula gorda y grande –muy opuesta a la mía, por cierto- en una cédula
y, en la otra, escribir fuck it off –no me preguntes por qué-.
Dormir.
Despertar.
Recordar
que dejaste tu casaca en mi mochila.
Oler
tu casaca y recordar todo, todo lo que acabo de escribir y más, infinitamente
más.
Recordarte y recordar que en tan poco tiempo hemos hecho mucha obra, demasiada,
más de lo esperado, a diferencia de las autoridades de mierda que hacen poco
pero roban mucho.
Guardar
tu casaca y aguardar el día en que vuelva a verte.
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