lunes, 6 de octubre de 2014

Crónica de un sábado-domingo (en presente indicativo)

Me encontraste en la mitad de todos mis caminos
Y avanzaste lentamente hasta inundar
todos los rincones de mi vida.

(María Emilia Cornejo)

Siempre supe que te encontraría
en alguna vieja calle de Lima.
desde entonces 
preparo cuidadosamente nuestro encuentro.

(Maria Emilia Cornejo)

Caminar por La Punta, ese pueblito perdido en el tiempo, esa comarca que nos encapsuló en su aura de tradición, respeto y quietud.

Reírnos en el Malecón Pardo, sentados en el largo y ancho muro, dándole la espalda al horizonte oscuro, oyendo el rumor de las aguas negras de ese mar que por momentos se nos hacía grave y monstruoso.

Comer en el Rincón de Juanita y cantar Inmortales, sin que nos importen las miradas sorprendidas de los comensales.

Beber chicha de jora porque el tío no podía vender chela: Hay ley seca, sobrino.

Contarte las mil y un barrabasadas que he hecho en mis 31 años.

Acercarnos a ese mar oscuro bajo la bóveda celestial tachonada de cero estrellas.

Hacer equilibrio sobre los cantos rodados.

Reírte de mí porque confundí que el rugido de una moto con la pedorreada del esforzado y obeso pescador que jugaba a las cartas con sus compañeros de mar.

Leerte algunas líneas de la Guía triste de París, un cigarrillo extinto colgado de mis desangelados labios.



Ser inmune al frío cuando te tengo a mi lado.

Tocar el piano. Sentarnos en el banquito y verte ejecutar una pieza de Mozart.

Recitarme, cogiéndome de la mano, en medio de esas calles antiguas y y huérfana de asaltantes, ese poema de Moro que empieza con: Apareces, la vida es cierta.

Llegar a ese lugar inesperado, regentado por un joven medio adormilado.

Tallar, cincelar nuestros nombres en nuestros corazones.

Olvidarnos que allá afuera, en el mundo, la gente seguía enfrascada en guerras, nimiedades, pobreza, caos, todos aquellos elementos sin los cuales un escritor no tendría razón de ser.

Entregarnos a aquello que hacíamos por primera vez, dejando que las notas de Quédate nos acompañaran.


Acompañarte a votar.

Desayunar medio pollo a la brasa, un tamalazo chinchano que devoré impíamente, y beber a grandes trancos los jugos de naranja que compraste a dos soles la botella.

Reírme estruendosa y abiertamente por la carita de culpable que pusiste luego de derramar el contenido de una de las botellas sobre el suelo de losetas de ese supermercado.  

Limpiarte, avergonzado, las partículas de tamal que salpiqué en tu cabello enmarañado al haber abierto mi bocaza para reírme como un huevonazo.

Decirte que ese momento, por alguna misteriosa sinapsis en mi afiebrado cerebro, me hacía recordar esta canción de Morrison.



Caminar, satisfechos, los estómagos henchidos, hasta Varela.

Odiar el sol de mierda de ese domingo electorero, ese sol que dañaba nuestro cutis, tu cutis terso y diáfano, mi cutis de cholo atorrante.

Despedirnos.

Colocarme los audífonos rojos y retirarme oyendo The anthem, esa canción que te conté hablaba sobre ser en la vida aquello que te guste, que te nazca. Esa canción en la que el cantante dice que la escuela le pareció una prisión, una penitenciaria; que odiaba cuando sus padres le insistían en que asista a la universidad, al college, mientras él replicaba: No quiero ser como tú (como esta sociedad de mierda llena de autómatas).



Tomar el bus hacia mi lugar de votación.

Sentirme libre para hacer lo que quiera, como reza la canción de los Gallagher, y dibujar una pichula gorda y grande –muy opuesta a la mía, por cierto- en una cédula y, en la otra, escribir fuck it off –no me preguntes por qué-.



Dormir.

Despertar.

Recordar que dejaste tu casaca en mi mochila.

Oler tu casaca y recordar todo, todo lo que acabo de escribir y más, infinitamente más. 

Recordarte y recordar que en tan poco tiempo hemos hecho mucha obra, demasiada, más de lo esperado, a diferencia de las autoridades de mierda que hacen poco pero roban mucho.


Guardar tu casaca y aguardar el día en que vuelva a verte.

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